EN EL SIGLO XIX
Cuenta Guillermo Prieto en sus cuadros de Costumbres que la víspera del Día de Reyes no había casa en la que los niños no actuaran como niños obedientes, pidiesen permiso para todo y fueran amables con las visitas, haciendo así méritos para recibir los juguetes que antes pidieron a los Reyes Magos y no la tarjeta negra que solían dejar a quienes se comportaron mal, mientras a escondidas los padres discutían respecto al obsequio que cada hijo iba a recibir. Añadía que, a la mañana siguiente, tan pronto despertaban, los niños corrían para encontrar sus regalos: espadas de hoja de lata, sonajas, figuritas de madera con cabeza de garbanzo y tambores, dulces, entre otras cosas.
La celebración de la Epifanía (que significa manifestación) de Jesucristo, más conocida como “Día de Reyes”, ocupa en el calendario cristiano un lugar privilegiado: el acontecimiento simboliza la revelación de la llegada del Mesías a los pueblos no judíos de la tierra, representados por los magos o sabios del Oriente, quienes habían ido a adorarle guiados por una señal, la estrella de Belén. Esos magos carecieron en un principio de nombre, y aun de número, por lo que las tradiciones paleocristianas les asignaron diversos apelativos y dejaron sin definir cuántos acudieron al pesebre en que yacía el niño Jesús. No fue sino hasta la aparición de la Leyenda dorada, escrita por Santiago de la Vorágine en el siglo XIII, que los magos se convirtieron en reyes y tomaron los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar; el autor no hacía sino aludir a motivos del arte bizantino presente en la península itálica, en los que aproximadamente desde el siglo VI los magos ya tenían varias de las características que hoy los distinguen, como son los regalos que llevaban: mirra, oro e incienso y los animales en los que viajaron: un caballo, un camello y un elefante.
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