Darío Fritz
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 63.
Si para el migrante la búsqueda de nuevos horizontes económicos abre lugar a la ambigüedad de la esperanza y el optimismo contenido, sepa o no de los tropiezos que implicarán la aventura, en el caso de quienes se quedan hay toda una sensación de que pasarán las de Caín. Son la otra cara de una moneda que reflejará incertidumbre, desazón, pérdida. Quien se queda la sufre. El que se va podrá depender de otros que le abran puertas, pero sabe que gran parte de eso depende también de él, de sus capacidades y talento, de la iniciativa y las fortalezas para resistir, de trabajar duro por lo que quiere y hasta de echar buena mano a la suerte. No se trata de meritocracia, pero sí de creer en uno mismo. Nuestra joven de la foto, tomada en 1945, cuando desde la estación Buenavista del ferrocarril de la ciudad de México salían los hombres que irían a trabajar a los campos agrícolas de Estados Unidos, anticipa en la pesadumbre de su rostro que para ella vienen días complejos. No sabemos si el muchacho que la sujeta es el bracero que partirá por un tiempo a encontrar esas oportunidades que el país le niega o quien la consuela junto a la otra joven para regresar a casa a enfrentar la ausencia. Ausencia como si fuera duelo y con el peor de los dilemas aún por resolver: si algún día él tocará a la puerta nuevamente. ¿Quién le podrá quitar de la cabeza sus dudas? De cómo llevar alimentos al plato, qué hacer en las noches de fiebre alta o cuándo los hijos pregunten por él, si vale el tirón de oreja o la nalgada para contrarrestar el berrinche, de dónde obtener ingresos. ¿Por qué el trabajo bien pagado está tan lejos? Cuando desconocidos toquen a la puerta, de la inseguridad de estar sola, de aguantar la congoja por el abandono, de afrontar la zozobra sobre el presente –de uno y de otro–, de que una enfermedad lo apague o la policía lo encierre y no se entere, de que la distancia y el tiempo la hagan reemplazable, de cómo soportar el temor persistente a que ya no regrese, de cómo empezar cada día, de cómo ser feliz, de olvidar el tono de su voz, de que la olvide. Elizabeth Bishop alienta en uno de sus poemas: “No es difícil dominar el arte de perder: tantas cosas parecen llenas del propósito de ser perdidas, que su pérdida no es ningún desastre”. Quizás allí esté la llave para atenuar el dolor.