Eliud Santiago Aparicio
Maestría en Historia, UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 36.
La muerte del capitán Samuel Hamilton Walker durante la invasión estadounidense en tierras poblanas desató una venganza inverosímil, propia de las guerras, contra los pobladores de esa ciudad.
Hace más de 150 años que la ciudad de Huamantla, Tlaxcala, fue escenario de una batalla con la cual se ganó el nombre de heroica. Sin embargo, su archivo municipal carece de información al respecto y solo una placa sirve como testimonio del suceso. Actualmente a esta ciudad se le conoce por sus correrías de toros, las muertes originadas por esta tradición española y por ser catalogada como pueblo mágico. Pero Huamantla tiene más que contar a las nuevas generaciones, en especial sobre la intervención estadounidense de 1846-1848.
Había pasado más de un año desde el inicio de la guerra entre México y Estados Unidos. A mediados de agosto de 1847, el ejército del general Winfield Scott asediaba el corazón del país. En Padierna, Churubusco, Molino del Rey y Chapultepec hubo duros enfrentamientos y fatídicos resultados para los defensores.
Las tropas mexicanas fueron empujadas hacia el interior de la ciudad por el invasor. La moral estaba por los suelos. No habían ganado una sola batalla y las deserciones estaban a la orden del día. En las primeras horas del 14 de septiembre abandonaron la capital. La infantería se dirigió a Querétaro mientras la caballería, bajo el mando del general Antonio López de Santa Anna, tomó rumbo hacia la ciudad de los Ángeles, la hermosa Puebla, que sufría ya el asedio del general y guerrillero Joaquín Rea.
La intención de los generales mexicanos era cortar las comunicaciones entre Scott y el mundo, pues tomando Puebla, el enemigo dejaría de recibir refuerzos, municiones, ropa y dinero del puerto de Veracruz. Este último elemento resultaba esencial dada su política amistosa hacia la población invadida. Por ello les compraba comida, instruía a sus oficiales de pagar la renta, diversiones y todo cuanto necesitasen. El discurso era que la guerra se hacía contra el gobierno, no contra los mexicanos.
Una pequeña guarnición bajo el mando del coronel Thomas Child resguardaba Puebla. Tras unir fuerzas con Rea, el general Santa Anna supo de la aproximación de un destacamento estadounidense que auxiliaría a Child. Eran las tropas del general Joseph Lane, entre las que destacaban los famosos “diablos texanos” (apodados así por los contemporáneos dada la brutalidad que mostraban contra los mexicanos) bajo el mando del capitán Samuel Hamilton Walker.
Santa Anna marchó entonces con sus tropas y algunas piezas de artillería para enfrentar a Lane en un punto denominado El Espinal. Pero este último sabía, gracias a sus espías, el plan del general mexicano. Más importante aún, estaba al tanto de que Santa Anna había dejado sus cañones en Huamantla y decidió rehusar una batalla con él y capturar esas baterías custodiadas por 100 soldados.
Desde el punto de vista militar, la captura de dos cañones ligeros y anticuados carecía de importancia. Pero desde la perspectiva individual, Lane podría apuntar un nuevo logro a su cuenta personal y conquistar unos flamantes laureles. Así, el 9 de octubre destacó a 4 000 efectivos en las afueras de Huamantla mientras los religiosos tocaban a rebato las campanas de las iglesias para advertir de la inminente batalla.
Los voluntarios (civiles alistados por contrato o para la duración de la guerra) de Texas, Louisiana y Georgia formaron la vanguardia. Fiel a su costumbre, el capitán Walker encabezó a sus hombres. La siguiente oleada del ataque estuvo a cargo de los voluntarios de Indiana, Pensilvania y la artillería. En la retaguardia se colocó el 15 regimiento de infantería regular para cuidar los vagones y servir como refuerzos ante cualquier contingencia.
Walker cargó contra el pueblo y encontró al enemigo acantonado en la plaza principal. El puñado de mexicanos que defendía las piezas de artillería no fue problema alguno para la avalancha de soldados estadounidenses. Los inconvenientes surgieron cuando Santa Anna, enterado del inicio de la batalla, envió 35 hombres al mando del capitán Eulalio Villaseñor. Era en un número raquítico; ni Leónidas contó con tan pocos efectivos en la batalla de las Termopilas.