Esteban Cisneros
Universidad Hebraica
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 66
Quién nos sabe, Annika, quién nos ve. Aquí estamos y aquí estaremos. Seguiremos, tenemos que vivir. Lo decía mi madre, lo decía mi padre, lo decía el rabino Natán. Nos quitaron la tierra, el patrimonio, la familia. Nos quitaron el nombre, la nacionalidad, la potestad, la libertad. Pero a nosotros no pudieron arrancarnos la vida, Annika, no a nosotros. ¿Es triunfo suficiente, Annika? ¿Qué significa que hayamos vivido hasta ahora, que hayamos tenido que ir tan lejos para lograrlo, qué sigue y qué nos toca hacer?
Quién nos sabe, quién nos ve, quién con nosotros. Quién habla hoy de todos esos nombres propios que fueron fundidos por la maldad en Oświęcim ‒y por qué crueldad del destino ese lugar suena tan parecido a nuestra tradición de invitar en Sukkot, ushpizin, a quienes acogemos‒; quién habla hoy de nosotros, que vinimos a esta tierra árida y hostil y que ‒cuán de extraño es el mundo, Annika— tiene rasgos que me recuerdan a la nuestra, como las facciones de un paseante te recuerdan, de repente y sin mucha relación, a un pariente que ya no está. Un gesto, quizás, un pestañeo, un movimiento; pero la tierra no hace muecas, la tierra está nada más y nosotros somos los que le damos forma a sus luces y sombras, a sus antojadizos ángulos y a la manera en que nos da y nos quita. Cuánto nos ha dado esta tierra, Annika; lo pregunto, no lo digo. No le hemos dado el gusto de quitarnos nada, porque nada hemos traído.
Muchas noches sueño todavía, Annika, con aquella oficina. La llamo así, aunque era sólo una covacha con libros y documentos apilados, con olor a encierro y sudor frío, a miedo contenido, con su vela en la mesa que hacía de escritorio y las paredes descascaradas. Nada de ventanas, claro, porque en la guerra las ventanas son trampas, escotillas de escape, ojos traicioneros, todo menos ventanas. Sueño con esa oficina en la que, de algún modo, se selló nuestro destino. ¿Qué es el destino, Annika, y por qué esa idea griega se nos quedó en los huesos? No hay en nuestra Biblia tal cosa, porque nuestros ancestros se inventaron esa otra idea, la de una sola fuerza, un solo centro, un Dios que es padre y juez, creador e ira, escriba y verdugo, todo a la vez y a la vez todo. Inescrutable, indescriptible, su nombre no debe ser dicho, pero abarca el universo. Es un misterio tan grande que tiene sentido.
Cómo es un misterio la vida, Annika, y qué es la vida en realidad. Un don, un suspiro, un sueño. Aquella oficina, los documentos sellados, el frío de aquella noche que calaba incluso dentro de aquel chamizo. Luego, en mi sueño y en mi memoria ‒que ya no se distinguen, Annika‒ aparecen de nuevo esos pasillos y callejones oscuros, esos pasadizos estrechos que ya moldearon mi cuerpo para siempre: mira cómo mis huesos se quedaron en postura de esconderse, los moldeó la guerra y se me quedó para siempre. Después, los trenes. Los trenes, Annika. Los malditos trenes, los benditos trenes. Unos llevaron a nuestras familias al matadero, pero a nosotros nos llevaron en sentido contrario, Baruch HaShem. ¿Obra de Dios? ¿Obra de humanos? ¿Resultado del pacto? ¿Y por qué resultó para nosotros y no para ellos? ¿Qué capricho de Dios o del destino o de los hombres nos salvó? No somos mejores que ellos, Annika. No somos mejores que ellos. Y, en todo caso, ¿es cuestión de merecer?
¿Qué implica ser la excepción? ¿Qué significa haber evitado la destrucción, Annika? ¿Hay responsabilidad en sobrevivir? Me lo pregunto todos los días y todas las noches me acuesto con el mismo vacío. Lo sentí por primera vez en el barco. Creí que era un vahído por la novedad de viajar sobre esas olas que antes sólo habíamos visto en láminas de libros. Creí que era el hambre, la sed ‒esa sed que es la crueldad encarnada‒, el miedo. Pero no, Annika, ese vacío es distinto. Y, como Dios, es inescrutable y las palabras no dan para hablar de él.
Pienso mucho aún en el puerto, en ese calor que me hacía sentir que había llegado a otro planeta, en las carreteras y los caminos. Cuánta tierra hay en este país, Annika, y cuánto polvo. Es puro horizonte. El sol es una fuerza colosal en este lugar; entiendo por qué lo consideraban una deidad, cómo no si aquí es un portento, es implacable. Pienso también en la comezón, la tos, la debilidad, las llagas en el cuerpo, los olores. Y cómo contrastaba tu rostro, Annika, con el de los lugareños que nos recibieron cuando llegamos aquí, tras días y días inagotables de odisea, de éxodo, aunque, contrario a lo que sabemos de Moshé, la voz de Dios nunca se escuchó ‒o, siempre lo pienso, Annika, estábamos demasiado sordos y ofuscados y no supimos escuchar como Moshé‒, nuestros enemigos no fueron tragados por ningún mar. Tu rostro pálido ‒ahora sé que lo es, comparado con todos esos otros‒ y erosionado por el pavor y el ansia, tu cara en la que me reflejo. Pero luego caigo en razón y sé que en realidad sí que se nos abrió nuestro propio Mar de las Cañas, Annika, sí hubo un Dios o un destino, un capricho de la vida y la naturaleza para que llegáramos acá.
Me gusta el nombre de este lugar, pero al mismo tiempo da un cierto resquemor: Santa Rosa. Es bello, no puedes negarlo. Shoshanna. Pero está la implicación del santo, de ese intermediario ante Dios tan ajeno a nosotros, un miembro más de un panteón pagano que me cuesta comprender. La desazón no es gratuita, Annika.
Antes, he ido averiguando, esto era una hacienda española en un lugar de paso entre capitales. En los alrededores, la gente trabajaba en minas; de aquí sacaron los españoles parte del oro que se llevaron a su país. También se trabajaba, como ahora, el campo. Recuerdo cuando conocimos el agave, Annika, esa planta extraña y espinosa, vimos los plantíos de maíz y los caballos y las vacas. Qué animales tan enormes, tan distintos a aquellos de nuestra tierra que siempre estaban en los huesos. Aquí fue nuestro paraíso, nuestro refugio. ¿Encontraremos algún día la paz?
Ese verano de 1943 no fue tan azul, Annika, aunque el cielo lo fue y nunca vi un azul como ese ni lo veré de nuevo. Yo nunca fui muy religioso, todo lo contrario; pero nos servían cerdo y había que comerlo (pikuaj nefesh, habría dicho el rabino Natán, y la vida es todo), no había manera de encender velas los viernes por la noche y, peor aún, pronto alguien en el pueblo descubrió nuestra identidad. ¿Recuerdas, Annika, nuestro miedo cuando dos piedras atravesaron las ventanas? ¿Cuándo pintaron nuestras paredes de rojo sangre? ¿Cuándo nos gritaron asesinos de Cristo? Al Sr. Kleiman le lanzaron puntapiés una vez que salió al pueblo; al querido Arnold Scnitzer le sacó un cuchillo un hombre vestido de manta en el camino a la hacienda. Un grupo de hombres amenazó con entrar aquella noche de Rosh Hashana. ¿Cómo sabían que estábamos de fiesta, si fuimos siempre tan discretos?
Cómo sacar de mis venas aquel Yom Kipur cuando entramos al cuarto que nos servía para rezar para descubrir que había excremento de vaca en el suelo y en los muebles. Sabes que yo no rezaba, Annika, que comencé hasta que llegamos aquí. Sentí de nuevo ese vahído, ese hueco en el pecho, ese miedo que paraliza porque el peligro es ilógico, irracional, absurdo. No es el peligro de una cascada o de un toro suelto, sino el miedo a otro ser humano justo como yo. Y entender que, así, yo también sería capaz del mal. Y entender ‒aunque sin poder explicar‒ la magnitud del hecho de sobrevivir.
Formamos una comunidad los 27, en la que nos acompañaron algunos lugareños, cuya amabilidad era tan grande que casi parecían actores de teatro en plena cálida comedia. Rezábamos en hebreo y, aunque aprendimos bastante español, en la hacienda se hablaba alemán, polaco, francés, ruso, inglés y yiddish. Por un breve tiempo ‒que pareció eterno‒ fuimos todo lo que teníamos. Joe y Benjamín discutían talmúdicamente sobre cualquier tema. Moordka dominaba todos los idiomas y era el pegamento que nos unía. Te entendiste, Annika, con Finny, con Elizabeth y con la señora Fitcham, sé que vas a extrañarlas. El Dr. Hertz siempre fungió como la cabeza del minyán y también de la pequeña comunidad. Puedo ver aún al Sr. Koslowski hablando de la vieja tierra con Elías y de la nueva tierra con Leib. Resulta anodino, pero voy a echar de menos. También a esa comida que pica como un escorpión en la boca, que sabe a tierra y que llena la barriga y el corazón, esas aguas tan dulces ‒jamás se nos habría ocurrido hacer agua con frutas, ¡con las pocas que teníamos, Annika!‒ y esos atardeceres anaranjados como tu cabello antes de venir aquí.
Han pasado tres años, Annika, y es hora de irse otra vez. Me hubiera gustado conocer más de León, ese pueblito pintoresco que algún día crecerá para ser una ciudad pujante y que sabrá recibir a las gentes como nosotros. ¡Y qué nombre para una ciudad, qué fiero y elegante! Me hubiera gustado caminar por Guanajuato, porque me dicen que es precioso y que en cada esquina hay leyendas que atornillan la ciudad a la tierra, porque de otro modo saldría volando hacia el cielo de tan hermosa. Pero lo mismo me hubiera gustado morir en la ciudad de mis padres, en paz, en la vejez. Tener una casa que llamar propia. Ver crecer una familia. Seguir rezando en la vieja sinagoga, ¡aunque fuera solamente en Yom Kipur!
Quién nos sabe, Annika, quién nos ve. Aquí estamos y aquí estaremos. Seguiremos, tenemos que vivir. Lo decía mi madre, lo decía mi padre, lo decía el rabino Natán. Nos quitaron todo lo que pudieron. Pero a nosotros no pudieron arrancarnos la vida, Annika, no a nosotros.
Llegamos juntos y nos vamos juntos. Vamos, de nuevo, al otro lado del mundo. Quién sabe cómo será allá. Y no, no somos errantes: somos un pueblo vivo, vivo a pesar de todo, y vivir es moverse.
C/S.
(Entre 1943 y 1946, un pequeño grupo de judíos europeos vivió en la ex hacienda de Santa Rosa en las afueras de León, Guanajuato. Llegaron huyendo de la guerra y de la Shoah gracias al esfuerzo de rescate del Joint Distribution Committee. En julio de 1943 se envió una carta desde León al Consejo Nacional Polaco, en Londres, denunciando actos de acoso por parte de la comunidad local. En los archivos históricos del gobierno de Alemania (folios F-18-76 y F-18-358) se enlistan 27 nombres de judíos que llegaron a León bajo la condición de “asilado de guerra”. Algunos entraron a México con nombres falsos).