Lina Minerva Rodríguez Sánchez
Universidad del Claustro de Sor Juana
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 31.
En la historia del Centro Histórico de la ciudad de México, los cafés tienen un lugar preferido que ni la modernidad de las marcas internacionales o locales, adaptadas a otros placeres y costumbres del siglo XXI, han podido desplazar. Allí conviven con aroma a tradición y esencia a nostalgia.
El café es como el amor y tal vez este sea el motivo por el cual muchos nos volvemos adictos a él. Adictos a su aroma, a su esencia, al calor que nos proporciona haciéndonos sentir siempre acogidos, así como a la energía y la fuerza con las que nos da lucidez para seguir adelante. Uno puede hacer todo por amor o puede hacer todo con una buena taza de café.
Como se decía en otras épocas, el café es la bebida predilecta para todos: se creía que ayudaba a purificar la sangre por medio de una dulce agitación, que disipaba la pesadez del estómago y alegraba el espíritu, y es posible que por esta causa lo adoptaran incluso quienes no tenían la necesidad de mantenerse despiertos. Sumado a ello, como menciona Clementina Díaz de Ovando en el libro Los cafés en México en el siglo XIX, su consumo era muy conveniente para las personas gordas, las que hacían vida sedentaria o tenían complexión pituitosa, y también para disipar la embriaguez.
Preparar una taza de café resulta un ritual digno del mayor respeto y admiración. Es un proceso que no todos conocemos y resulta un arte saber hacerlo y que, al parecer, solamente en las cafeterías se realiza con éxito. Así lo explica Elena Kostioukovitch, autora del libro Por qué a los italianos les gusta hablar de comida:
Es creencia común que en el restaurante donde uno ha comido, por excelente que sea, nunca servirán un café tan bueno como el del bar, cuya cafetera exprés, siempre bien caliente guarda mejor en sus entrañas los fluidos y efluvios del espíritu de café, los cuales, destilados por los alambiques de la gran máquina automática, se depositarán en forma de negra esencia justamente en nuestra taza. Pero también después de comer en casa lo más razonable es bajar al bar a tomar el café. ¿Quién prepara en casa un café decente? Ni el más pintado.
En efecto, dice un refrán que el café ideal sólo se obtiene cuando se reúnen y están en su apogeo las cinco mágicas emes: mezcla, molienda, máquina, mantenimiento y manejo. Eso ofrecen los cafés de la ciudad de México que les vamos a presentar, con la intención de extenderles una invitación a visitarlos, ya que no sólo ofrecen un café excelente, sino también brindan la experiencia de estar en sitios con más de 50 años de historia y, piénsenlo un poco, ¡llenos de historias por conocer!
Pero antes de emprender el recorrido, vale la pena repasar, aun cuando sea muy rápido, la historia del café en nuestro país, que se remonta a unos 200 años atrás, cuando se inició la cafeticultura, aunque no se sabe con exactitud la fecha. Sobre ello Pablo González Cid, el fundador del connotado Café Punta de Cielo, explica que ya antes, en la Nueva España, el café se consumía como bebida exótica, preparada con el grano molido y envasado en Cuba, y que el cafeto se utilizaba como planta de ornato o especie rara.