Revista Bicentenario. El ayer y hoy de México, núm. 24, 2014.
Detrás de los conflictos sociales y políticos, por más edificantes que hayan sido sus resultados, habrá siempre detalles desconocidos de los personajes que forjan cada retazo de una historia. Rosa Eleanor King conoció mucho de esos actos de hombres enmarcados luego por el bronce, los relatos épicos, las letras inacabadas o la furia de los fracasos. La mujer inglesa que pisó Cuernavaca por primera vez en 1905 supo guardar secretos y contar otros, entre las paredes del salón de té de una maltrecha posada transformada luego en hotel, de aquellos días de visitas notables de hombres y mujeres de redondea- dos bolsillos o abultado poder. Entre panecillos locales, tés importados, las artesanías y bordados a mano, mismos que ofrecía a un mundo de visitantes estadunidenses, canadienses o francesas, fue oído también de sus amigos gobernadores, recibió a Porfirio Díaz, vio los excesos etílicos de Victoriano Huerta o protegió a Francisco I. Madero cuando Zapata ya no quería saber de él. María Eugenia Arias Gómez nos acerca en este texto que abre BiCentenario hasta las pinceladas históricas que sin proponérselo testificó King, y que también da cuenta de sus incomodidades y miedos de huir de la violencia, de las injusticias que destacaban a su alrededor.
Un siglo antes al tiempo que le tocó vivir a Rosa King, a unos pocos centenares de kilómetros de Cuernavaca, un hombre que le daría identidad institucional a aquella ciudad avanzaba a paso firme y tozudo contra el control político español. José María Morelos soñaba con la independencia y no cejaba en su empeño, nos menciona Miguel Ángel Fernández Delgado. El ex cura de Carácuaro encabezaba las operaciones militares insurgentes y así se ganaba la confianza de la gente. El primer Congreso, la primera declaración de independencia y la Constitución tienen en él los resultados de esa fuerza de contagio que luego terminaría por materializarse aunque no la vería consumada.
¿Pero qué es de nuestro presente cercano? Hace dos décadas un grupo de hombres y mujeres enmascarados, con armas de fuego para la caza y no para la guerra, de ropas desgastadas y un orgullo y dignidad ancestrales, irrumpía en la escena política del país para dejar una impronta perenne que a nadie le resultaría cómodo desconocer. Qué ha dejado como resultado el alzamiento zapatista en Chiapas es la incógnita que intenta desenmascarar Diana Guillén. En un estado de contrastes aún vigentes, la autora se plantea respuestas a preguntas que desde el aspecto social, político y económico resulta complejo hallar. Un ejercicio apasionante por las divergencias que genera y del cual el lector podrá juzgar con su propio análisis.
Si para el futbol la camiseta no se mancha –y no vamos a meternos en esa camisa por más resaca reciente mundialista– para el político la corbata tampoco se toca. Es la prenda más preciada en toda mesa que se preste a la conversación. Y los hombres que cuecen su futuro personal, partidario o institucional alrededor de los manteles, tienen que salir con
ella intacta aunque su andar pueda terminar sinuoso o pasmado. En la actualidad, no sólo los políticos tienen junto a platos, cubiertos y copas a los mejores aliados para convencer, conspirar o resolver proyectos e ideas. Pero en el último cuarto del siglo XIX, cuando Porfirio Díaz cocinaba sus decisiones políticas junto a una mesa –aunque se quejara de los banquetes que lastraban su digestión–, hasta la sintaxis de los periódicos se regodeaba de palabras gastronómicas para relatar lo que pasaba en la política del país. Así lo cuenta Donají Morales Pérez al ponderar un lenguaje que hablaba de la buena digestión como signo del acierto, de la gastronomía, supremo esfuerzo del talento. Escribía un redactor: política de cocina es la que se está practicando con gran éxito en este bello país; los banquetes oficiales menudean y los oficiosos se multiplican. Si hasta por entonces había sacerdotes de la gastronomía como los franceses Maurice Porraz y Charles Recamier –no ha sido la televisión quien ha descubierto a los mejores chefs–, a los que recurría una legión de políticos y funcionarios para acabar en largas sobremesas.
Tratándose de placeres del buen paladar y los vientres frondosos, los chiles en nogada ya formaban parte en aquellos años de los platillos de las casas mexicanas. Y estamos en septiembre para recordarlo. La historia más repetida atribuye a unas monjas agustinas, el invento de la receta en ocasión de la visita de Agustín de Iturbide a Puebla y un agasajo por su cumpleaños el 28 de agosto de 1821. Pero como nos relata Grazziela Altamirano Cozzi, para otros la leyenda es aún más antigua y data del siglo XVIII, también atribuida a varias familias poblanas creadoras de los chiles rellenos bañados en salsa de nuez. De todos modos, la leyenda tiene su saga más romántica, como la que da cuenta de un trío de muchachas enamoradas que prepararon el platillo para agasajar a sus novios militares que de noche en noche les cantaban bajo sus balcones y las agasajaban con regalos, pero sin recibir demasiado a cambio pese al esfuerzo. La versión política es la que ha predominado, pero ¿con cuál epopeya de los chiles en nogada nos quedamos?
Así es este número 24 de BiCentenario. Extenso en su recorrido, polemista y versátil, inacabado como toda publicación que revisa nuestro pasado siempre presente. El lector podrá sumergirse también en los cuestionamientos del periodista Joaquín Clausell al porfiriato y que lo obligaron al exilio, el popular cinturón eléctrico del doctor McLaughlin que todo parecía curar y a cuyo creador no se le conocía el rostro, los héroes luchadores de máscaras y llaves popularizados por el cine, el médico Conrado Zuckermann y sus vicisitudes para transformarse en un profesional multifacético, la lucha de Melesio Morales y un grupo de seguidores por demostrar que la ópera mexicana debía tener su lugar en el México de finales del siglo XIX. Textos en abundancia para el arbitrio de nuestros lectores.
Darío Fritz