Ana Suárez
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 65
Un destino de traiciones pagado con el infierno de la distancia y la pobreza
Manuel Domínguez se pasa las tardes mirando al mar, mientras suspira por su tierra natal, por todo aquello de que carece Nueva Orleans, sin dejar de preguntarse si lo que hizo valió la pena ya que no puede volver y, para colmo, sigue en la pobreza de la que, al final, no logró escapar.
Fue la pobreza la que lo obligó a sobrevivir como pudo y lo convirtió en el Chato, el bandolero dueño de los caminos entre Veracruz y la capital, asaltante de diligencias y terror de los dueños de recuas. Así se las arregló por muchos años y así habría continuado muchos más, de no ser por la guerra con Estados Unidos.
Esa guerra dio un giro drástico a su vida, y es que los gringos consiguieron lo que sus compatriotas no habían logrado: atraparlo. Tuvo que decidir, entonces, entre la muerte o asegurar su suerte y la de su familia. No dudó y, aunque el anhelo de regresar y redimirse ante los suyos lo atormente de día y de noche y sobre todo contempla las aguas del golfo de México e imagina lo que hay más allá, sabe bien que fue él quien resolvió su destino y no le queda más que aguantar.
Debe reconocer, además, que le convino colaborar con el enemigo y hasta lo disfrutó. ¿No lo nombraron coronel de su ejército? ¿No lo dejaron formar su propia compañía con los amigos presos en las cárceles poblanas a los que liberó y, aun, le suministraron armas y uniformes? ¿No le pagaron un sueldo diario por servirlos?
A los gringos también les convino su colaboración. Nadie mejor que el Chato conocía los caminos entre México, Puebla, Tlaxcala y Veracruz. Así, al frente de su flamante Mexican Spy Company, obtuvo informes fidedignos de los planes y movimientos de las tropas mexicanas, descubrió complots y desbarató guerrillas, sirvió de correo y guía de numerosas partidas. También combatió a su lado. Aún se acuerda de ese 20 de agosto de 1847 cuando los ayudó a apoderarse del convento de Churubusco y la vergüenza que sintió al hacer prisionero al general Pedro María Anaya, el jefe de la guarnición, y este lo apostrofara llamándolo traidor.
Fue un traidor y, por eso, se ganó a pulso el odio de sus compatriotas. Por eso, no puede volver, aunque la nostalgia sea la sombra constante que lo sigue, obligándolo a añorar todo lo que dejó atrás. Cuando los invasores arrebataron a México lo que deseaban y emprendieron el regreso, su suerte cambió otra vez. Que hubiese ayudado al enemigo era un estigma y tuvo que volver a elegir: quedarse y que lo mataran como a un perro o el exilio.
No puede volver. Lo peor es que en este país no es el jefe poderoso, temido y respetado por muchos, sino que, pese a la paga que recibió durante la ocupación y la buena suma que le dieron al final, el dinero se le terminó y ahora vive en la miseria, matratado y envilecido por esos mismos gringos que tanto lo necesitaron y a los que tanto ayudó.
No puede volver: la codicia y la soberbia fueron los pecados mortales que cometió. El castigo es el infierno de estar lejos y la nostalgia de lo que una vez tuvo y para siempre perdió.