Arturo E. García Niño
Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales
Universidad Veracruzana
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 65
Suele ocurrir. Las autoridades políticas prefieren echar abajo una obra cultural a reconstruirla. Inaugurado en 1952, a pocos metros del Palacio de Gobierno de Chetumal, este emblema de identidad local está en riesgo de transformarse muy pronto en estacionamiento.
“Acá, a Chetumal, casi todo llegó tarde desde el centro, chavo; pero el queso holandés, la mantequilla danesa, los whiskys raros y la cerveza Guinness que te gustan tanto, estuvieron siempre, gracias a Belice y el Caribe”, dijo un amigo novelista (¿o debió haberlo dicho?) oriundo de la ciudad más transpirante de México. Recorríamos el Boulevard Bahía en diciembre de 2006 y me platicaba de su infancia y adolescencia ligadas a “El Ávila Camacho”, teatro y cine inaugurado en el arranque de los años 50 en el territorio urbano nacido en 1902 bajo el nombre de Payo Obispo. En 1936 fue nombrado como hoy lo conocemos, ya siendo capital del por entonces Territorio Federal de Quintana Roo, que fue elevado a estado libre y soberano en octubre de 1974 y donde aún existe hoy (¡habrase visto!) un comité cívico que defiende los límites estatales frente a Yucatán y Campeche. Pasábamos justo frente a las ruinas del teatro y cine de marras que, a un costado del Palacio de Gobierno estatal, tienen frente a ellas la bocana en que confluyen el mar Caribe y el río Hondo.
Proyecto e inicios
En agosto de 1948, el director de Obras Públicas del gobierno del aún territorio encabezó su informe (no firmado, por cierto) al gobernador Margarito Ramírez, quien ocupó el puesto de abril de 1944 a octubre de 1959, con los datos referentes a la obra más importante a su cargo: el “Teatro Presidente Ávila Camacho” en Ciudad Chetumal, cuya edificación se había iniciado el 14 de julio de 1946 “en la calle ‘22 de Enero’… frente al ‘Parque Hidalgo’, ocupando una superficie de 19.00 metros [de frente] por 51.00 metros de fondo y… una capacidad de 1 500 personas distribuídas en dos localidades, Luneta o Patio y Balcón”. Agregaba el funcionario detalles del frente externo, donde habría “un Pórtico con dos taquillas… y dos salones destinados a dulcería y nevería. A continuación se encuentra el Fóyer [vestíbulo de acceso, pues] que dá acceso al salón y segundo piso”. Abundaba en detalles para cada una de las dos plantas, los ambiente o áreas (el patio, el escenario y los dos camerinos) y el “sistema constructivo”.
Durante más de un año la obra se detuvo por falta de presupuesto y la reanudó en 1950 el ingeniero Enrique Sánchez Medina, llegado a la ciudad siete años antes y quien, cuenta el geógrafo barcelonés Martín Checa, para entonces era un veinteañero pasante de la Escuela de Ingeniería Municipal de la ciudad de México e hijo del también ingeniero Enrique Sánchez Sánchez, llegado a Chetumal en 1937. El padre había sido delegado de obras públicas del territorio y el hijo, siempre según Checa, nombrado subdirector de Obras públicas en 1947, por ello es posible que haya estado familiarizado con la construcción del teatro-cine desde entonces. Como haya sido, bajo la dirección de Sánchez Medina el edificio, ocupante de los terrenos comprados en marzo de 1917, según María Teresa Gamboa, por el gobierno a la panameña Jeannie Clammann Mott, residente en Corozal, Belice, se concluyó e inauguró en 1952, para regocijar y elevar el chauvinismo de pequeña potencia regional de los chetumaleños.
Más que un cine
“El Ávila Camacho” se unió con los cines “Juventino Rosas” y “El Regis” para constituir la triada de una oferta cultural cinematográfica que atrajo la atención de la población chetumaleña, la cual el Censo de 1950 estimó en 7 247 habitantes. Pero desde su inauguración, y quizás por el largo periodo de espera entre su inicio y culminación (casi diez años), el nuevo espacio para el ejercicio lúdico de los capitalinos y fronterizos quintanarroenses (que además y antes que cine era, recordemos, un teatro) se convirtió en símbolo de modernidad y orgullo de los habitantes de la ciudad. Fue posiblemente la cima del impulso modernizador iniciado en 1936 por Lázaro Cárdenas con la construcción del emblemático conjunto arquitectónico (estilo art decó con rasgos nacionalistas) integrado por la Escuela Socialista Belisario Domínguez (que alberga hoy al Centro Cultural de las Bellas Artes y al Museo de la Ciudad), el “Teatro Minerva” al aire libre y el “Hospital Morelos”.
Cuenta Martín Ramos, abrevando en La Revista de Yucatán, que el cine llegó a la antigua Payo Obispo cuando José Barquet, comerciante de origen libanés o turco, construyó en 1912 una sala cinematográfica y luego, en 1914, el primer “Teatro Minerva” empezó a exhibir películas. Vendrían en los años 20 el “Europa” y algunas proyecciones en el “Juventino Rosas”, originalmente teatro y que destruiría en 1955 el huracán “Janet”. Por ello resulta más que interesante el caso de “El Ávila Camacho”, como lo llaman los chetumaleños, el cual a pesar de no ser el primer teatro ni sala cinematográfica en la ciudad y haber tenido una corta vida, fue integrado al sentir cotidiano de la gente. Quizás porque durante toda su existencia fue no sólo el cine y el teatro “de la ciudad”, sino un refugio anticiclónico y el crisol donde confluían las familias de los diversos sectores sociales en las ceremonias de fin de cursos escolares, las festividades cívicas y carnestolendas, los homenajes el día las madres, las asambleas políticas y sindicales, las recepciones a candidatos en campaña… Vamos, toda actividad convocadora de una población aceleradamente creciente que en 1970 era de 23 685 habitantes (el triple que en 1950), total que se duplicaría en 1980 para ser de 56 709.
Es ahí, en el número de habitantes de una ciudad reciente (tenía apenas 50 años cuando se inauguró el teatro y cine) construida por migrantes en busca de mejor vida y de arraigarse a un lugar, pero con una historia profunda muy alejada del centro del país, donde está la clave para entender el porqué de la apropiación del “El Ávila Camacho” como elemento identitario. Van datos duros en abono a lo anterior: en el Censo de 1940, seis años antes de iniciarse la construcción del teatro-cine, la población chetumaleña era de 4 672 personas, de la cual alrededor del 90% tenía entre menos de un mes y 49 años de vida. Esa mayoría poblacional la integraban, seguramente, los hijos, nietos y, posiblemente, bisnietos del 10% restante, entre estos muchos de los originarios migrantes fundadores. Fueron entonces los descendientes de los fundadores quienes crecieron y se divirtieron en “El Ávila Camacho” durante tres décadas, cuyas vidas escolares y sentimentales en lo individual y lo grupal, lo público y lo privado, se vincularon a ese lugar y lo incorporaron a la memoria colectiva.
Vida corta, largo recuerdo
La vida de “El Ávila Camacho” fue corta. Funcionó poco más de 30 años y en la primera mitad de los años 80 del siglo pasado lo cerraron, aunque el sólido andamiaje construido para soportarlo en un área a escasos 20 metros de la mar, socavada por el golpeteo constante que convirtió el subsuelo de la bahía en un remedo de queso gruyere lleno de agua, lo mantenía y mantiene erguido. Esa fortaleza, según el “Sistema Constructivo” en el informe de obras pública de 1948, derivó de que por ser “el terreno pantanoso hubo que recurrir al piloteado de 208 puntos de apoyo encontrándose la resistencia necesaria a profundidad entre 10 y 18 metros”. Sobre ese esqueleto subterráneo y subacuático se levantó una “estructura de concreto armado, vigas, columnas y techos, con excepción del techo de la sala de butacas que se construirá de láminas de Asbesto-Cemento [y] muros de ladrillos de cemento”.
Aún erguido el cascarón del teatro-cine luego de 40 años de abandono total, los chetumaleños, armados con la fuerza de la nostalgia, continúan luchando por la recuperación de un elemento esencial en la educación sentimental de varias generaciones, el cual ocupa unos 1 200 metros cuadrados, a escasos 30 lineales del Palacio de Gobierno estatal y junto a la delegación del ISSSTE. De cuando en cuando renace la idea de su rescate y los ciudadanos acuden a limpiar el terreno; por ejemplo: en octubre de 2020, la agrupación “Chetumaleños de ayer, hoy y siempre” (quienes lograron en 2015 tener en comodato el terreno y el cascaron del edificio) y un grupo de jóvenes desbrozaron el lugar con la intención de “habilitar un paseo del arte al aire libre”, sin dejar de insistir en que se recupere y reconstruya como lo que fue.
En septiembre de 2023, la titular del Instituto de la Cultura y las Artes Estatal dijo en entrevista con Mario Castillo, en La Crónica de Quintana Roo, que un inversionista construiría un estacionamiento previa demolición de lo que queda del edificio porque “rehabilitar el viejo cascarón ya no es posible… el gobierno del estado tiene que evaluar las opciones para que esta querida superficie sea aprovechada por uno de sus tres órdenes o por el inversionista que haga la mejor propuesta, en armonía con la zona privilegiada”. Casi seis años antes, en marzo de 2018, Carlos Perera Gómez y Mariana Loeza Medina se graduaron como arquitectos en el Instituto Tecnológico de Chetumal con el proyecto Recuperación arquitectónica del Teatro Presidente Ávila Camacho. Un mes después las autoridades del ITCH lo entregaron a “Chetumaleños de ayer, hoy y siempre” y a Rosa Lozano Vázquez, secretaria de Desarrollo Económico del Estado, “quien [según Ángel Castilla de Novedades de Quintana Roo] exhortó al grupo civil a presentar un proyecto… que integre estudios del impacto socioeconómico para poder buscar los recursos necesarios para la realización de la propuesta”.
Eso será, entonces, “esa querida superficie”: un estacionamiento. Al que posiblemente las autoridades, sensibles ellas, bauticen como “Presidente Ávila Camacho”.
PARA SABER MÁS:
- Ramos Díaz, Martín, Payo Obispo 1898-1998, Chetumal, México, Universidad de Quintana Roo/H. Municipio de Othón P. Blanco 1996-1999.
- Vallarta Vélez, Luz del Carmen, Los payobispenses. Identidad, población y cultura en la frontera México-Belice, México, Universidad de Quintana Roo, 2001.