José Roberto Campos Cordero
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 64.
El caso de Santiago Tapia ilustra lo que fue la formación militar mexicana y su participación en batallas en tiempos de la independencia y las posteriores inestabilidades políticas del país. Él, como otros, acompañó a su padre militar mientras participaba en distintos combates y luego, apenas entrado en la adolescencia, se sumó a la milicia. Para los jovencitos soldados de entonces, los pronunciamientos políticos fueron marcando éxitos y fracasos.
La militarización siempre ha sido un tema escabroso. No sé cuándo se inventó o adaptó al español una palabra tan complicada. La mención más antigua que he encontrado en México es de 1860, en un periódico llamado La Sociedad, poco antes de la intervención francesa. La nota dice que ocurrió una “militarización completa de todo” para referirse a los últimos años en que Antonio López de Santa Anna fue presidente de México. En efecto, aquellos fueron tiempos “militarizados”, si se me permite la expresión. Huelga decir que el periodo no es único en ese sentido. En 1860 todavía quedaba mucha militarización por delante. Lo nuevo es la palabra que se usa. Curiosamente, en la primera mitad del siglo xix, una de las etapas más militarizadas (guerras de insurgencia, conflictos internos, la guerra de Texas y Estados Unidos) nadie la usaba.
Quienes crecieron durante la independencia hablaban de exceso de “espíritu militar”. El término tiene una connotación muy diferente a militarización. El espíritu militar no es un proceso de cambio, sino algo que ya es. Es un conjunto de valores, orgullo o identidad que emana no sólo de los militares sino también dentro de un contexto social. ¿Por qué es importante notar que el concepto de militarización, tal como lo entendemos en la actualidad, no empata con la forma en que se percibía lo militar a principios del siglo xix? Porque nos ayuda a entender que la militarización no sólo es cuestión de grado, sino de forma. En otras palabras, la relación de la sociedad con sus militares tiene muchas metamorfosis.
Una frase publicada en El Siglo Diez y Nueve, de 1842, decía: “el ejército se ha elevado entre nosotros a una potencia social”, y termina: “por formar una sociedad dentro de la misma sociedad, con la cual viven en continua guerra”. Esta expresión nos ayuda a entender cómo era la relación entre las fuerzas armadas y la sociedad (la forma de militarización) en el siglo xix. La historia íntima de un militar de aquellos tiempos aclara y ejemplifica esa nota de periódico.
Hijo de militar
Santiago Tapia vino al mundo el 25 de julio de 1820, al mismo tiempo en que su padre, Antonio, un insurgente, se tiroteaba contra los realistas. Antonio Tapia se unió a los insurgentes desde su juventud. La madre de Santiago era su segunda esposa. Su bautismo se retrasó cuatro meses debido a las campañas militares que precedieron a la consumación de la independencia en septiembre de 1821. Fue un hijo de ella.
Tanto Santiago como su madre acompañaban al teniente coronel Tapia en sus expediciones militares. Tal es así que en 1826 su madre muere en Orizaba mientras el padre participaba en la campaña para expulsar a los españoles de San Juan de Ulúa. Luego Santiago continuaría junto a él, aunque tuviera que exponerse al fuego enemigo en las guerras civiles que caracterizaron las primeras décadas de independencia, y estuvo a su lado incluso cuando lo encarcelaron.
Así es como Santiago Tapia explica su infancia en sus memorias, firmadas en Matamoros el 25 de julio de 1851, día de su cumpleaños 31. Por su título, el contenido del texto parece muy técnico: “Del ingreso, permanencia y separaciones de la carrera de las armas de Santiago Tapia; y otras circunstancias relativas a su vida puramente militar, escritas sin alteración de ninguna especie, para el uso de sus hijos”. La pluma era una actividad prolífica de los militares de este periodo. Mariano Otero, por ejemplo, en 1847, frustrado por la guerra contra Estados Unidos, se burlaba de que hacían una proclama hasta para levantarse de la cama.
Pero a diferencia de muchos de esos textos de los militares de la época –relaciones, proclamas, manifiestos o diarios–, el de Santiago Tapia no se publicó ni difundió. Por eso es poco conocido, incluso por los historiadores. Lo escribió exclusivamente para sus hijos, para que pudiesen fundamentar su estirpe militar y disfrutar de sus beneficios potenciales, como el fuero. Santiago Tapia sabía, por experiencia, que ser hijo de un militar, y más aún de uno de ellos que participó en la guerra de Independencia, podía acarrear privilegios y prestigio para la familia.
Es un documento peculiar, un relato íntimo que se anuncia desde la primera nota al pie. Porque su carrera militar fue su vida personal: “como sea esta mi historia puramente militar o pública; en la que he escrito independiente y más circunstanciada, se verán los pormenores de mis antepasados, los míos y los de mí esposa e hijos”. Santiago Tapia dejó ver su vida personal y familiar en sus textos. ¿Por qué no usó “incluir” como verbo en lugar de “se verán”? ¿No insinúa que la sustancia de toda historia militar es la vida íntima de las personas? Su nota al pie es una metáfora de lo que, en última instancia, eran la guerra y el ejército. No hechos fríos, sino las experiencias acumuladas de quienes los viven y sufren.
Los primeros años de actividad de Santiago Tapia nos dan un asomo a cómo se entendía y vivía el ejército, la guerra y la carrera militar en ese tiempo. En los libros de texto e historia se suele describir a este periodo como la anarquía y fracaso, interminables conflictos internos y caudillos oportunistas. Pero si la cosa estuvo tan mal, ¿por qué el ejército y el naciente Estado mexicano, aún tras ser cercenado, no se desmoronó por completo? ¿Y cómo pudo, bien o mal, hacer la guerra casi sin interrupción todo ese tiempo? A pesar de su subjetividad, la experiencia de Tapia no sólo es asunto personal de él. Abarca también alguna porción de las vivencias de su generación en el ejército y la guerra. Nos puede mostrar las prácticas informales, no explícitas, que daban sentido al aparente caos total de su tiempo. En otras palabras, la memoria de Santiago Tapia es importante porque contiene reflexiones, impresiones, nociones sobre la vida del militar que rara vez se pueden ver verbalizadas explícitamente en documentos oficiales o memorias públicas. En particular, esos que refieren al mundo social y cultural de los militares.
Pronunciamientos
El ritmo de vida de la generación de Santiago Tapia estuvo marcado por una práctica clave de la época: el pronunciamiento. En pocas palabras, ante la inoperancia de los mecanismos legales formales, era un medio de negociación y presión política, forzadas con las armas en la mano, que sí funcionaba. Conflictos sobre la forma de gobierno, leyes y políticas particulares, contra autoridades específicas y/o demandas locales, se ventilaban y zanjaban mediante pronunciamientos. Los había alrededor de planes nacionales, que estipulaban una serie de artículos con sus objetivos, de adhesión a alguno de ellos –con reclamaciones locales incluidas– o contrapronunciamientos. El propósito era juntar suficiente apoyo y ocupar lugares estratégicos, especialmente las aduanas de donde provenía el dinero, para forzar la mano del gobierno en funciones, y, en el ámbito local, desahogar intereses específicos. Aunque no estaban contemplados en las leyes, eran las reglas del juego que delimitaban las “guerras intestinas”, “guerras civiles” o “revoluciones” de la época. Más que liquidar al enemigo, el objetivo era forzarlo a negociar.
La vida de Santiago Tapia fue severamente alterada por pronunciamientos. El 5 de septiembre de 1832 su padre fue fusilado en Tlaxcala por haberse unido a un pronunciamiento acaudillado por Santa Anna en contra del gobierno de Anastasio Bustamante. Santiago no explica los detalles de cómo ocurrió. Una nota del periódico Fénix de la Libertad dice que Antonio se pronunció con la milicia, cuatro oficiales y una parte del pueblo. Luego, un teniente coronel leal a Bustamante lo persuadió a rendirse a cambio de un buen trato. Pero de manera traicionera, lo arrestó y fusiló después de entregarse, sin ninguna clase de juicio.
Santiago tenía 12 años. También fue apresado y luego torturado para que revelara los nombres de los cómplices del pronunciamiento. Según su historia, no cedió y fue liberado bajo amenaza tres días después. Huérfano, cuesta pensar a dónde fue a parar tras eso, pero todo indica que regresó con la tropa del regimiento de su padre. Santiago recordaba que un “amigo íntimo” de su progenitor le dijo: “hijo, los infames tiranos y enemigos de tu padre quieren más víctimas y parece que quieren envenenarte, vete ahora mismo, todos está dispuesto para tu marcha, déjate conducir por los hombres a quienes encomiendo tu salvación, Dios y mis bendiciones te llevarán con felicidad”. Se fue a la capital del país, dónde lo recibió otro amigo y excompañero de Antonio Tapia.
Santiago recordaba que de niño le repelía la carrera de las armas, a pesar de que su padre pensaba mandarlo al Colegio Militar y le daba libros para estudiar (lo más probable es que alguno de los dos padres le enseñó a leer y escribir sobre la marcha). Algo cambió cuando vio a Santa Anna en la batalla de Rancho de Posadas, luchando contra la facción que ejecutó a su padre. La escena lo conmovió y persuadió de unirse a la carrera militar. El resultado de la batalla no fue definitivo, pero obligó a Bustamante a sentarse en la mesa de negociación. Así, tras casi un año de conflicto, el ciclo de pronunciamientos que tomó la vida de su padre terminó el último mes de 1832 con el Convenio de Zavaleta entre los bandos beligerantes.
Santa Anna fue informado por otros excompañeros de Antonio Tapia, que entonces estaban bajo su bandera, sobre los sacrificios de su familia a favor de la independencia. Así le consiguieron una audiencia con el caudillo, quien se interesó por las circunstancias de la muerte de su padre. Según el relato de Santiago, Santa Anna se conmovió de su caso y a su corta edad lo nombró subteniente del batallón de Tres Villas. Le aseguró además que estaría pendiente de que sus ascensos fuesen ininterrumpidos y le ofreció su protección paternal. El caudillo recomendó al joven subteniente con Pedro Lemus, otro hombre de su confianza y comandante general de Puebla, quien trató a Santiago, según él, como hijo. Todo pasó muy rápido: “De esa manera ingresé la carrera gloriosa de las armas, sin comprender entonces lo que me pasaba, o por lo menos sin poderlo creer. No obstante, era yo un Sr. Oficial a los doce años”.
Soldados bisoños
Aunque las investigaciones son recientes, los historiadores ya han escrito sobre la presencia de familias, niños e hijos de militares en los ejércitos de la época, particularmente en los insurgentes. Santiago y su madre debieron ocuparse de muchas de las labores cotidianas para mantener los campamentos y cuarteles. La niñez en ese entonces podía ser más corta, a los diez años ya era posible tener las obligaciones de un adulto (en el caso de las niñas los criterios eran diferentes, se consideraban adultas hasta casarse). Con excepción de quienes habitaban las ciudades grandes, la mayoría eran educados por sus padres. El caso de Santiago Tapia, nacido y criado dentro del ejército es extraño, pero no totalmente extraordinario en tiempos de guerra. La familia del militar era parte del ejército, en cuartel y campaña, y por eso se crio toda una generación de niños militares, muchos de los cuales ocuparon luego los escalafones más altos del ejército durante la primera mitad del siglo XIX.
El caso más conocido es Juan Nepomuceno Almonte, hijo de Morelos, aunque a él se lo llevaron a Estados Unidos; también el de Santa Anna, que comenzó su carrera militar a los 16; Mariano Arista a los 11. Los tres, por cierto, en algún momento generales en los ejércitos que combatieron en la guerra de Texas. Santiago Tapia, más joven que ellos, alcanzó el grado de oficial en cuanto entró al ejército en 1832, y tres años después, a los 15 años, también fue a Texas. Su nombre no apareció en las páginas de historia sino hasta mucho después, durante la intervención francesa, periodo en el que fue gobernador, general y comandante republicano.
A pesar de incorporarse al ejército por encima de la tropa (soldados rasos, cabos y sargentos) como subteniente (oficial de bajo rango), sin más mérito que ser hijo de su padre, fue bien recibido en su batallón de Tres Villas por la simpatía que generaba su tragedia familiar. En 1833, mientras la segunda pandemia de cólera diezmaba a la población en México y otras regiones del mundo, el nuevo gobierno dirigido por el vicepresidente Gómez Farías llevó a cabo una serie de reformas liberales contra los bienes y privilegios del clero y de reducción del ejército permanente en favor de milicias locales. Santiago Tapia, después de recibir instrucción militar en la capital y ser recibido en el batallón de Tres Villas, tuvo su bautismo de guerra en el siguiente ciclo de pronunciamientos, los que proclamaban la protección de “religión y fueros”.
Este nuevo ciclo generó fuertes tensiones dentro de su batallón. Uno de los capitanes, Lorenzo Calderón, se unió a la insurrección la noche del 5 de septiembre de 1833, convenciendo a algunos oficiales a que tomaran parte. Calderón se llevó la bandera del batallón y se unió a los pronunciados con aproximadamente 300 soldados. Pero la mayoría eran reclutas, conocidos como “tropa bisoña”. Un grupo de 80, incluyendo la mayoría de los oficiales, como Santiago, permaneció leal al gobierno. Según la memoria, “si bien cumpliendo con mi deber, sostenía una causa que amaba y debí serle consecuente, también nos era a todos igualmente sensible para nuestra fraternal amistad y unión”. Los dos bandos se enfrentaron un día después, en un lugar conocido como Pajaritos, cerca de Xalapa. Calderón estaba sobre una loma boscosa, con una barranca protegiendo su frente. Estuvieron luchando por más de dos horas. Cuando las municiones estaban agotándose, Santiago y otros dos subtenientes avanzaron de forma atrevida sobre el enemigo. Ganaron a pesar de la aparente desventaja numérica, porque los reclutas bisoños se dispersaron y desordenaron rápidamente, como era común que hicieran. Ahora en desventaja numérica, los oficiales y veteranos pronunciados que quedaron se escaparon antes de ser rodeados. El mérito quedó registrado en la hoja de servicios de Santiago.
En noviembre Tres Villas pasó unos días en Xalapa para conservar el orden. Luego marchó a Zacapoaxtla porque se estaban reuniendo más grupos pronunciados, incluyendo a los miembros de su batallón que escaparon de la batalla en Pajaritos. Después de una serie de tiroteos de guerrillas, los rebeldes del pueblo negociaron y se entregaron. El batallón de Tres Villas recuperó su bandera, pero, como castigo, el ejército envió a sus compañeros pronunciados de agregados al puerto de Veracruz. Al sitio se mandaba a los desertores reincidentes y criminales condenados a presidio por su insalubridad. Se corría mucho riesgo de morir por las enfermedades transmitidas por los mosquitos, como la fiebre amarilla. El resto del batallón fue a desarmar a la milicia cívica de Coatepec para evitar otro pronunciamiento, y en enero de 1834 regresó a la fortaleza de Perote.
Durante la reducción general del ejército permanente llevada a cabo por el gobierno de Gómez Farías para recortar gastos, se suprimió una de las compañías de Tres Villas, quedando Santiago y otros oficiales sin colocación. Según consta en su hoja de servicio, fue mandado a su casa el 5 de enero y reincorporado el 3 de febrero de 1834. Sin familia ni terruño, quién sabe a dónde pudo ir a parar fuera del ejército. De acuerdo con la memoria, su veloz reintegración se debió a la intervención del comandante Lemus, que persuadió al gobierno con el argumento de la corta edad de Santiago y el sacrificio de su padre. Para entonces ya acumulaba dos años y 23 días desde que entró al ejército como subteniente el 13 de diciembre de 1832, y había cumplido trece años y seis meses de edad.
En 1834 el panorama se volvió aún más confuso. Los pronunciamientos en contra de las reformas liberales continuaron. En abril de 1834, el batallón marchó para combatir un pronunciamiento de la ciudad de Puebla en contra de las reformas al clero. La capital poblana se rindió en agosto, cuando se agotaron sus víveres. De todas formas, el gobierno del vicepresidente Gómez Farías colapsó ese año porque Santa Anna se cambió de bando, poniéndose a la cabeza del Plan de Cuernavaca, que se oponía a las reformas liberales. Aunque en 1834 e inicios de 1835 todavía no estaba claro, los rumores sobre un nuevo régimen centralista comenzaron a circular. El batallón regresó a pasar el invierno en Perote, con una parada en Xalapa, quizá relacionada con alguna maquinación política de Santa Anna, que le dio la espalda a los liberales más radicales.
En febrero de 1835 el batallón regresó a Xalapa y luego a Orizaba por nuevos rumores de revolución. En marzo, partieron al puerto de Veracruz porque sus excompañeros, allí castigados, se habían sublevado en San Juan de Ulúa. Los soldados penados armaron a los presidiarios, asaltaron dos bergantines y luego atacaron los cuarteles en Veracruz. Para su desgracia fueron repelidos y quedaron atrapados en Ulúa. Según Santiago, “A los pocos días, uno de los Bergantines se entregó al gobierno, y la guarnición del otro se sublevó contra el Sargento Blanco que los mandaba, recibiendo este en castigo unos hachazos y fue echado al agua”. Tras este desenlace la discordia persistió dentro de Tres Villas, con rumores de que algunos oficiales pensaban rebelarse y acusaciones falsas que surgían por vendettas y odios personales. En medio de esa atmósfera regresaron a Perote.
El ejército integrado
¿Qué nos dicen la memoria de Santiago Tapia sobre el ejército y la guerra de esa época? El ejército no era un grupo homogéneo de hombres. Era un caleidoscopio social con escalafones marcados. Los caudillos dirigían los pronunciamientos a nivel nacional, los jefes, generales y coroneles se encargaban de pronunciar a sus batallones y regiones, mientras los oficiales, capitanes, tenientes y subtenientes, eran quienes operaban a nivel local. La tropa, salvo pequeños núcleos de veteranos, estaba formada por reclutas bisoños, levantados de leva, que servían como carne de cañón. El ejército incluía muchos núcleos familiares, mujeres y niños, no sólo en los cuarteles, también en las campañas y las batallas.
Los pronunciamientos eran su rutina. Los ponía en constante movimiento. En el breve periodo tratado, Tres Villas fue de poblado en poblado dentro de una de las arterias principales del país: la ciudad de México, Puebla y Veracruz. Cuando surgía algún pronunciamiento en esta región, especialmente si era en una localidad cercana, debieron tomar la decisión de unirse o combatirlo. Aunque la violencia de los pronunciamientos era relativamente limitada, trastocaba la vida de los militares. La elección del bando podía impulsar carreras y llevarlos a conseguir ascensos estratosféricos, pero también los exponía a la posibilidad de caer en desgracia. Ponía a prueba sus ideales, a favor de las reformas liberales o de los fueros y la religión. Eran el foco de discordia y los ponía en una constante tensión emocional, una situación que incluía a sus familias. Además, esta dinámica ponía al ejército mexicano en contacto permanente con la sociedad. Las fuerzas armadas no vivían en un mundo aislado, sino todo lo contrario. Sus cuarteles estaban en medio de los centros urbanos, y la convivencia con la población era cotidiana e íntima. El ejército era al mismo tiempo producto y factor social.
PARA SABER MÁS
- Ceja, Claudia, La fragilidad de las armas, México, El Colegio de México/Universidad Autónoma de Querétaro/El Colegio de Michoacán, 2022.
- Guardino, Peter, La marcha fúnebre, México, Grano de Sal, 2018.
- Payno, Manuel, Los bandidos de Río Frío, México, Secretaría de Cultura, Dirección General de Publicaciones, 2016.
- Serrano, José Antonio y Manuel chust, ¡A las armas! Milicia cívica, revolución liberal y federalismo en México (1812-1846), Madrid, Universidad Alcalá/Marcial Pons, 2019.