Áurea Maya Alcántara
Cendim-INBAL
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 63.
Para el México posrevolucionario la ópera pasó a ocupar un lugar secundario en el interés de la nueva clase gobernante. Pero la aparición de la radio, a la par de esos tiempos de transformaciones profunda, le dio un nuevo espacio de difusión que ya no requería únicamente de salas de teatros o funciones hogareñas para las clases altas.
La década de 1920 fue testigo de cambios importantes en la cultura en México, sobre todo en lo concerniente a las actividades y manifestaciones artísticas que impulsó el gobierno mexicano como parte del proyecto cultural de una nación que emergía después de un difícil periodo de guerra.
El financiamiento a la educación artística, a la par de la organización de distintos eventos –conciertos, funciones de ópera o cine– fueron parte de esa configuración que ahora tenía el objetivo de mostrar un México moderno. Y aquí hay que distinguir entre lo que significó un instrumento para coadyuvar a ese avance modernizador y lo que se consideró como una simple diversión o entretenimiento de la sociedad.
La clase política ya no podía mirar hacia los intereses artísticos de una élite opulenta sino debía incluir otros sectores, entre ellos la clase media, pero también al pueblo que había tenido un importante papel en la lucha revolucionaria. El proyecto cultural de nación que se buscó debía romper con el pasado. El mismo José Vasconcelos lo señalaría en su texto El desastre. La ópera, uno de los instrumentos civilizatorios durante el siglo xix, debía de colocarse en otro lugar: el de un espectáculo propio de una ciudad como Nueva York o Buenos Aires. El entonces secretario de Educación sostenía que en México no existían las condiciones para que se representaran funciones de calidad. Acaso tenía cierta razón. Ni siquiera teníamos un buen teatro para hacerlo. Así, en 1922, la ópera dejó de tener el apoyo financiero gubernamental del pasado. Vasconcelos decidió impulsar otras artes sobre todo el muralismo.
¿Qué pasó con la ópera en 1923? ¿El interés del público mexicano se acabó repentinamente? Para ese año, se convirtió en una diversión de lujo y disminuyó de forma considerable su escenificación en los recintos teatrales. Sin embargo, siguió como una de las artes preferidas de la sociedad mexicana y se conjugó con otros signos de modernidad como la radio que, ante su surgimiento ese año, se convirtió en un instrumento de su difusión que la llevaría por otros caminos, haciendo que continuara en la vida musical del México posrevolucionario.
Inicios de la radio
Las carteleras sobre los distintos espectáculos en la capital se publicaban en periódicos. En el caso del vespertino El Mundo, la página cuatro no dejó de ser el lugar acostumbrado, aunque con una gran diversidad. Además de las funciones en los teatros Principal, Iris, Arbeu e Ideal (los destacados en ese momento) también se informaba de las numerosas salas de cine que habían ampliado el panorama del entretenimiento, junto con la plaza de Toros (además de corridas presentaba conciertos y funciones de boxeo) y el Frontón.
Las actrices, más que las cantantes de ópera, se ganaron la atención del público. Un ejemplo lo tenemos con Mercedes Navarro, una primera actriz que actuaba en el Teatro Ideal y en 1923 apareció caricaturizada en El Mundo.
Durante todo 1923, las publicaciones periódicas incluyeron avisos de todo tipo. El Mundo fue el primero en insertar grandes anuncios que ofrecían aparatos radiofónicos con la leyenda “Escuche usted los conciertos de Estados Unidos y La Habana con nuestros equipos”. El 13 de diciembre ofreció un aparato radiofónico junto con una suscripción de seis meses por 16.50 pesos. La entrada a una función de ópera con un célebre cantante costaba 50 pesos y un piano se compraba en 650 pesos. El precio del radio, si bien no era barato, resultaba accesible y significaba que la modernidad se instalaría en la sala de los hogares.
En marzo de 1923 se había formado la Liga Central Mexicana de Radio y dos meses después se inauguró la primera radiodifusora comercial bajo el nombre de la “Casa del Radio” (después conocida como la C. Y. L.), a cargo de Raúl Azcárraga, quien estableció una sociedad con el periódico El Universal durante todo el año. El programa de inauguración incorporó intérpretes de música de concierto, como el guitarrista Andrés Segovia y el pianista y también compositor Manuel M. Ponce. Además, se incluyó la lectura del poema titulado “Radio” del estridentista Manuel Maples Arce y, hacia septiembre, comenzaron las transmisiones de la estación “El Buen Tono”, en el mismo edificio de la fábrica de cigarrillos.
Las transmisiones radiofónicas habían comenzado en México en 1921. Algunos historiadores señalan que la primera fue en el contexto de una fiesta cívica, con motivo del centenario de la firma de los Tratados de Córdoba. En agosto de ese año, Álvaro Obregón pronunció un discurso que fue escuchado sólo por aquellos que poseían un aparato radiofónico. Pero es justo en 1923 cuando llegó su auge y no sólo se ofrecieron los aparatos de radio en los periódicos, sino que comenzaron a transmitir emisoras tanto privadas como gubernamentales desde la banda de Amplitud Modulada (AM) y por Onda Corta (OC). No es mi intención repasar aquí la historia de la radio en el país sino demostrar cómo la ópera siguió estando presente, ahora con esta nueva tecnología que ampliaba las opciones de escuchar las más famosas arias de Verdi, Puccini o Donizetti.
Una difusión alternativa
El 28 de febrero, El Mundo publicó una nota sobre la firma del contrato de la joven soprano estadunidense Edith Bennet para cantar en un concierto radiofónico que sería transmitido desde “Nueva York a Europa y América” y en letras más destacadas señalaba que era “el primer diario que publica en México una sección de radiotelefonía”. Otros lo imitarán. Sin duda, comenzaba una efervescencia por este aparato cuya “mayor ventaja […] es la eliminación de aéreos, alambres subterráneos y baterías”, como señaló el mismo El Mundo en abril. La radio ofrecía, además de noticias y deportes, “música de calidad para bailes, […] gran ópera, conciertos sinfónicos y recitales de músicos de fama mundial”.
En el mismo abril de 1923 se informaba que “la famosa cantante de ópera, Madame Margaret Matzenauer [quien] no ha sido una gran entusiasta por el arte del micrófono, pero después de los recientes éxitos en la transmisión de óperas enteras y la aprobación que por ello ha manifestado el público […declaró]: ‘Estoy convencida de que este nuevo aspecto del radio es uno muy importante’”.
Las noticias de la ópera de otros países se volvieron habituales. Finalmente, podían escucharse varias de esas voces a través de la radio. Sin embargo, no se dieron a manera de crónica desde el extranjero, sino que se comenzó a introducir detalles de las vidas privadas de los artistas. Por ejemplo, El Demócrata del 1 de abril comentaba en un texto firmado por Eduardo del Saz, bajo el título de “Los enredos e intrigas de la Ópera de Chicago”, los amores prohibidos de algunos miembros de la compañía o del claque, es decir, del pago de personas en el público para que aplaudieran ruidosamente.
También hubo noticias de la Metropolitan Opera House, de Nueva York, una de las casas de ópera con mayor prestigio entonces: “Tosca nos trajo nuevamente a Madame María Jeritza […]. Cantó Vissi d’arte recostada en el suelo con la mejilla medio escondida en su brazo; su voz evidentemente adquirió cierta resonancia con la madera de la plataforma, pues nos llegaba más fuerte y sonora”, relataba El Mundo, a principios de enero. El periódico describió la puesta en escena, lo que permitió al radioescucha evocar lo que sucedía en el escenario (incluso sin haber escuchado la transmisión).
En los teatros
Razón tenían los diarios y las radiodifusoras para difundir la ópera. El panorama en la capital no era propicio para las funciones. Señalamos antes que Vasconcelos no destinó financiamiento hacia funciones operísticas así que las puestas en escena fueron iniciativas particulares como en el caso de la ópera Cihuatl, del compositor yucateco Fernando del Castillo, cuyo montaje en marzo de ese año lo financió El Universal en el Salón de Actos del Museo Nacional. Ante poco público, según señalaron las crónicas, la ópera mostró una historia trágica en la época prehispánica.
A mediados de año llegaría la llamada “Gran Compañía de Ópera Rusa”, que se presentó en el Teatro Esperanza Iris con un repertorio muy interesante para la época, pues representó obras de compositores como Mussorgsky, Chaikovski y Rimski-Korsakov. Hacia el cierre de su temporada –sólo estuvo abierta entre julio y agosto–, interpretaron Tosca y Carmen. Las crónicas no nos permiten saber si el público respondió a las convocatorias de esas funciones que, sin duda, no son parte del canon operístico (salvo las dos últimas). Podríamos especular que, debido a eso, fue corta su temporada. Una investigación más amplia podrá dilucidar más al respecto. Meses adelante, en octubre, la Compañía de Ópera italiana de Silingardi, un tenor que se había presentado a fines del siglo xix en México y ahora regresaba como empresario, presentó una temporada que terminó a inicios de diciembre e incluyó los títulos más conocidos de ese arte lírico: Aída, Bohemia, Tosca y Rigoletto, entre otras.
Sólo cuatro meses (de julio a agosto y en octubre y diciembre) hubo ópera en la capital mexicana. Si bien hacia julio se dio una iniciativa de Ignacio Sotomayor y Alfredo Graziani para formar una “Compañía Nacional de Ópera” (no confundir con la que existe hoy en día y fue creada a partir de la fundación del Instituto Nacional de Bellas Artes en 1948). Esta empresa inició temporada en enero de 1924, en el Teatro Hidalgo de la calle de Regina que sería remodelado y tomaría el nombre de Teatro de la Ópera.
Durante todo 1923 la dupla Casa del Radio-El Universal encabezó desde sus instalaciones una serie de transmisiones de conciertos en vivo con interpretaciones de arias de ópera con cantantes mexicanos. Después de las declaraciones de la soprano Matzenauer, ¿Qué músico nacional no querría ir a cantar a una cabina? Así comenzaron varios conciertos semanales, en los que se escucharon, acompañadas sólo del piano, una gran variedad de obras: un aria de Tosca por la soprano María Teresa Rayón; arias de las óperas Citlali y Los mineros del mexicano José F. Vásquez cantadas por Adela Reyes; al barítono David Silva –luego sería un célebre actor del cine mexicano– quien interpretó fragmentos de ópera que no fueron registrados en el periódico; el compositor Alfonso Esparza Oteo –uno de los grandes autores de música popular– que estrenó varias de sus composiciones al piano, así como canciones de Manuel M. Ponce.
La radio se transformó en uno de los vehículos de difusión de la ópera y que hasta en la actualidad permanece, como la estación Opus 94 que transmite funciones de la ópera de Nueva York. Si bien mantuvo su presencia en las salas teatrales –con sus problemas y precios altos–, la radio daba la oportunidad de escuchar ópera gratis y en la sala de cualquier casa. Ya no era necesario comprar un piano de 600 pesos y practicar horas y horas en casa. Con 16 pesos bastaba para escuchar el arte operístico. Las señoritas no debían aprender difíciles piezas para piano y desarrollar sus habilidades de canto. Bastaba encender el aparato para escuchar a los célebres cantantes internacionales así como también a los nacionales. Es posible que en esta época comenzara también un cambio en las prácticas musicales.
Época de cambios, sin duda. Sin embargo, la ópera siguió estando presente.
PARA SABER MÁS
- Maya Alcántara, Áurea, “La ópera queda relegada con Vasconcelos”, BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 60, 2023, en https://cutt.ly/swOPuSPg
- Mejía Barquera, Fernando, “Historia mínima de la radio mexicana (1920-1996)”, Revista de Comunicación y Cultura, 2007), en https://cutt.ly/1wOPippx
- Vasconcelos, José, El Desastre, prólogo de Luis González y González, México, Trillas, 1998.
- Escuchar la Grabación histórica de la soprano María Jeritza con el aria “Vissi d’arte” de la ópera Tosca de Puccini. Disponible en https://cutt.ly/RwOPyGqu