Juan Nepomuceno Cortina en la prisión de Tlatelolco

Juan Nepomuceno Cortina en la prisión de Tlatelolco

Ana Rosa Suárez Argüello
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 62.

Los atropellos de los gobiernos estadunidenses en el cumplimiento del tratado de Guadalupe Hidalgo hicieron de Cortina un líder de la resistencia de los mexicanos de la frontera durante varias décadas. Porfirio Díaz lo encarcelaría al final de su vida, sin una razón aparente. De esos días y otros, habla en una entrevista que le realizara El Pabellón Español.

The war in Texas – The city of Matamoras, Mexico, opposite Brownsville, litografía en Frank Leslie’s illustrated newspaper, 1863. Library of Congress, EUA.

Juan Nepomuceno Cortina nació en Camargo, Tamaulipas, el 16 de mayo de 1824, tres años después de que México alcanzara su independencia. Descendía de una familia prominente, dueña de una gran propiedad ganadera en la región que se extiende entre el sur del río Nueces y el norte del Bravo y que incluía la comarca que circunda la ciudad de Brownsville. A raíz de la invasión estadunidense, Cheno, como le decían, se alistó en el ejército de Mariano Arista con los vaqueros que reclutó en su rancho y en los de los vecinos y combatió en las batallas de Palo Alto y Resaca de la Palma.

Después de la guerra, el nuevo límite binacional dividió las tierras de los Cortinas entre Texas y Tamaulipas. Juan Nepomuceno se dedicó a trabajar en su rancho San José, pero el incumplimiento del tratado de Guadalupe Hidalgo por Estados Unidos, que no respetó ni los derechos ni las propiedades de los mexicanos en su territorio, dio lugar a una situación de conflicto constante y convirtió a Cortina en líder de la resistencia contra los abusos de los anglos, sin dejar por eso de estar presente en el lado tamaulipeco. Así, en 1851 apoyó al coronel Francisco Ávalos, comandante militar de Matamoros, en la lucha contra los filibusteros de José María Carbajal quien, desde Brownsville, pretendía establecer la república de la Sierra Madre y posteriormente anexarla a Estados Unidos. En 1856 respaldó al gobernador liberal Juan José de la Garza, quien afrontaba a Santiago Vidaurri, gobernador de Nuevo León y Coahuila, que no reconocía al gobierno federal. Hecha la paz, se retiró pacíficamente a su rancho.

Un incidente desencadenó las conocidas como “guerras de Cortina”. El 13 de mayo de 1859, al ver cómo el alguacil de Brownsville golpeaba a Tomás Cabrero, un viejo vaquero que había trabajado para él, el dueño de San José le pidió que parara y le disparó cuando le respondió con un insulto, hiriéndolo en el hombro y huyendo a galope del lugar. Unas semanas después, “el bandido”, como se le comenzó a llamar, se apoderó de la población a la cabeza de aproximadamente medio centenar de hombres. Liberaron a los mexicanos presos y desfilaron por las calles al grito de “¡Viva México!, ¡Mueran los gringos!”. Las vecinas autoridades de Matamoros los convencieron de dispersarse, pero Cortina, insatisfecho, regresó a los dos días, hizo ondear una bandera mexicana y emitió una proclama en la que sostenía los derechos de los México-texanos y exigía el castigo de quienes los violaran, dando una larga lista de quienes habían sido asesinados.

Las cosas fueron de mal en peor. Una fuerza de ciudadanos de Brownsville y milicianos de Matamoros, armados con dos cañones, atacaron a los rebeldes, pero fueron rechazados, lo mismo que los Texas rangers que volvieron en noviembre. Cortina emitió otra proclama pidiendo al gobernador Samuel Houston que defendiera los intereses de los mexicanos que vivían en Texas. Fue de balde. Y tampoco pudo vencer otra acometida de los rangers en diciembre, huyendo al otro lado del Bravo, luego de perder a muchos hombres y pertrechos.

Juan N. Cortina, litografía, 1864. Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D.C. 20540 USA

Inconforme, “el bandido” llegó hasta La Bolsa, al sur de Rio Grande City, donde intentó apoderarse del vapor Ranchero, siendo obligado a retirarse por los rangers que lo persiguieron en territorio mexicano. Poco después llegó a pacificar la región el comandante del 8º Distrito Militar, el coronel Robert E. Lee, dispuesto, de ser necesario a invadir el vecino país del sur. Cortina entonces se escondió en las montañas, donde permaneció por más de un año.

No reapareció sino hasta 1861 cuando, al estallar la guerra de Secesión, se opuso a los Estados de la Confederación. Al separarse Texas de la Unión, invadió el condado de Zapata, pero fue derrotado en la batalla de Carrizo y volvió a refugiarse en México. El inicio de la invasión francesa lo llevó a incorporarse a la defensa y a pelear en Puebla. Al poco el presidente Benito Juárez lo ascendió a general del Ejército del Norte y gobernador de Tamaulipas. Sin embargo, con la esperanza de detener la expansión de Estados Unidos hacia el otro lado del Bravo con la ayuda de Napoleón III, en 1864 reconoció al imperio de Maximiliano, pero no tardaría en dar marcha atrás pues no sólo se pronunció en favor de la república, sino que peleó en el centro del país y participó en el sitio de Querétaro en 1867.

Cortina volvió a Tamaulipas en 1870 cuando 41 residentes del valle del río Grande pidieron que se le perdonaran sus crímenes en consideración al apoyo que había dado a la Unión. No lo consiguieron pues se opuso la legislatura de Texas. Al año siguiente se levantó en contra del gobierno de Juárez, lo que llevó a su arresto y consignación a la ciudad de México. Volvió a su estado natal en julio de 1875, cuando fue liberado por el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada. Empero, en 1876 brindó su apoyo a la revolución de Tuxtepec, apoyo que era importante pues, por ser un personaje muy respetado por los mexicanos de ambos lados de la frontera, podía organizar ahí un ejército.

Luego del triunfo de Porfirio Díaz, la dedicación de Cheno a los negocios propios de la comarca, a saber, el contrabando, el abigeato y la protección de los grupos indígenas que incursionaban en Tamaulipas, le ganaron la enemistad de los ganaderos estadunidenses y de sus autoridades, que pidieron a México formalmente su extradición. Finalmente, la presión diplomática de Washington obligó a Díaz a hacerlo detener en 1879 y a que, sin que hubiera un cargo en su contra, se le confinara en la prisión de Santiago Tlatelolco hasta 1890. Pudo entonces volver a su tierra, siendo recibido como un héroe. No se quedó; prefirió regresar a la capital, instalándose en Atzcapotzalco, donde murió cuatro años después.

La que sigue es la entrevista a Cortina que apareció en El Pabellón Español y le hizo unos años antes José Gándara y Velasco, el dueño y director del periódico.


Un sentimiento de respeto, de esos que se sienten por los hombres en quienes tienen vida y animación aún las páginas de la historia, nos indujo a hacer una visita al general D. José Cortina, que, según las versiones de la prensa, se encontraba enfermo en el hospital de San Andrés.

Cortina se encuentra ya, algo restablecido de su salud, en la prisión militar de Tlatelolco, donde hace tres años es prisionero.

Ocupa el general un habitación relativamente cómoda y casi pobremente arreglada.

Cuando llegamos, se distraía en ver jugar algunos oficiales presos un partido de ajedrez. Nos recibió cariñosamente, como se recibe en la desgracia a los que la respetan.

Es el Sr. Cortina hombre de elevada estatura, ancho y elevado pecho, marcial continente. Su rostro es de perfiles pronunciados, espaciosa y altiva la frente, viva y llena de expresión la mirada, nariz de abiertas nasales y de contorno romano, y los labios gruesos el inferior y el superior delgado. Si se nos permite un juicio frenológico y fisiológico, todos los rasgos exteriores denuncian en el general Cortina vehemencia en las pasiones, multiplicidad de ellas, firmeza inquebrantable y un espíritu por naturaleza inquieto y batallador.

On the Rio Grande – Mexican cannon and “doubled” guard threatening the town of Brownsville, Texas, November 20th, 1875, litografía en Frank Leslie’s Illustrated Newspaper, 1876. Library of Congress, EUA.

Sesenta y tres años cuenta el viejo general y aún parece estar en la plenitud de su vida.

Trabamos conversación con él, y notamos que se expresó con más facilidad que corrección.

No se muestra rencoroso por la prisión que sufre, y aún espera resignadamente que se le haga justicia.

  • ¿Puede usted decirnos, general, cuál es la causa de su prisión? — le preguntamos.
  • La ignoro. Se me acusaba de un delito particular que no he cometido. Alguien me ha dicho después que se me recluía por ser un elemento de discordia en las dos líneas fronterizas.
  • En efecto, también a nosotros nos han dicho lo último; pero siempre hemos creído que había otra causa política desconocida.
  • Es posible; pero nunca he militado contra gobiernos que respeten las instituciones que hoy rigen.
  • Pues siendo la causa única de su prisión el temor de que sus partidarios creen un conflicto en la frontera podría usted pedir destierro voluntario.

  • Ya lo he pedido. Yo me iría a Portugal; pero no me [lo] han concedido.
  • ¿Y en qué funda el gobierno sus temores de conflicto en la frontera, respecto a usted?
  • Creo que en falsos rumores. Nunca he luchado contra los americanos, más que cuando Taylor invadió nuestro territorio, cuando la guerra del 47, y diez años después, cuando los filibusteros tejanos.

  • El filibusterismo de Texas era extraño a México, ¿cómo se encontró usted allí?
  • Allí vivía yo retirado a la vida privada y, en medio de aquel espantoso bandidaje, tuve que ponerme en armas en defensa de mi vida y de mis bienes. Y para ser más verídico hay una vez más que he luchado contra los americanos: el año 51, un mal mexicano se presentó frente a Matamoros a la cabeza de una turba de filibusteros. Mandaba la plaza el general Ávalos. Yo logré entrar a ella furtivamente y me presenté al servicio de la causa nacional. Después de ocho días de sitio, derrotamos a los filibusteros que nos sitiaban. Este filibusterismo, capitaneado por José M. Carbajal contra Santa Anna, había dado un programa que se llamó Plan de la Loba.

  • Siendo así, Sr. Cortina, no se comprende la visión de usted.
  • Ya lo creo: por eso en trece años no se me ha formado causa.
  • Y en la política del país ¿qué papel ha representado usted?
  • Ninguno, solo el de gobernador comandante de Matamoros, en tiempo de Juárez. Siempre he sido soldado.
  • Y en su carrera militar, ¿es hecha por escalafón?
  • Sí señor. Cuando Taylor era yo cabo de guardias nacionales de Capistrán y, con esa humilde categoría, asistí a Vara Alta, San Antoñito, Palo Alto y la Resaca, donde sufrimos una lamentable derrota, sin haber conseguido más que probar el valor del ejército mexicano. En el ejército de Ávalos, después de haber permanecido algún tiempo retirado, milité contra los filibusteros como alférez de caballería, y capitán fui en las filas del general de la Garza en campaña contra B […]. Después estuve en Texas tres años. El año 60 ingresé en el ejército de Comonfort, en uno de los cuerpos exploradores de la frontera, con grado de comandante. Gobernaba el país don Benito Juárez, y a poco llegaba a Veracruz la escuadra aliada con un ejército europeo de desembarco. Bajo las banderas de la república vine a México, ya con ascenso de teniente coronel, y el 62 marché a Puebla. En la refriega de Cholula mandaba yo el 7º de caballería. El 63, después de un tiroteo con los franceses en San Lorenzo, regresamos a la capital. Fui con Juárez a San Luis y me mandó a Matamoros a organizar tropas, haciéndome gobernador y comandante de la plaza y en Querétaro era ya general, y asistí también a la batalla de Ovejo. Esa es mi escala.

  • ¿Y qué gestiones hace usted para recobrar su libertad?
  • Ninguna, porque he hecho mucho inútilmente.
  • ¿Cuenta usted con algunas rentas para hacer más cómodo su destierro?
  • No poseo más que escasos bienes, cuyos productos dependen de mi administración directa.
  • ¿Qué idea tiene usted formada de la situación política de hoy?
  • No la conozco, soy enteramente extraño a ella.
  • ¿Volverá usted a insistir en sus gestiones para que le pongan libre?
  • Me encuentro en un estado de ánimo que no me permite asegurar que sí ni que no. Ya no obro con arreglo al mejor pensamiento, sino obedeciendo a la última impresión. Los nervios suplantan hoy al cerebro.

  • ¿Y cuál es el estado de su salud?
  • Ya lo ven ustedes. Padezco algunas dolencias hepáticas y la anemia comienza a hostilizarme. Estas enfermedades son de clima. La falta de aire y de calor y el exceso de humedad forman una temperatura mala en la prisión. Estuve últimamente unos días en el Hospital Militar.

  • ¿Hoy está usted bien?
  • Estoy más acostumbrado a las dolencias, nada más.
  • ¿Y en qué podríamos serle a usted útiles? Pues deseamos retirarnos.
  • Solo en el gran consuelo que me proporciona la visita y por ella les doy a ustedes la seguridad de mi estimación.

Terminada la entrevista, nos despedimos del viejo veterano, con una impresión penosa al considerar lo que es de caprichosa la fortuna de los hombres.

Aquel arrogante anciano, que aún lleva marcialmente sus sesenta y tres años, tras de arriesgar la vida y derramar su sangre en defensa de su patria y de sus instituciones, no tiene hoy otro porvenir que el marcado por la triste penumbra de su calabozo, mirando quizás convertidas las satisfacciones del soldado en remordimientos para el hombre, por amargo escepticismo.

De nuevo apelamos a la benevolencia del ilustre soldado y estadista que rige los destinos de la nación, para que el señor Cortina halle la libertad aunque sea en la expatriación.

 

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