Darío Fritz
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 59.
Cuando se habla de mujeres y derechos, se suele pensar en una fecha específica, casi fundacional, el 3 de julio de 1955, en la cual conquistaron el derecho político a votar. Aquí lo hemos contado. Como también hemos dado cuenta de esos ejemplos de tenacidad individual para lograr un lugar social que nadie les quería entregar, mucho menos regalar: las mujeres que desde el anonimato contribuyeron a la independencia; Estela Gracia García, la odontóloga y primera teniente coronel del ejército mexicano; Alba Herrera y Ogazón, precursora de la musicología en México; las dos primeras aeronautas mexicanas o aquellas que cargaban los bebés sobre sus los pechos mientras elaboraban prendas por valores irrisorios para las tiendas departamentales. Hubo quienes también se organizaron para obtener mejoras sociales de los empresarios de la época del porfiriato –acostumbrados a que el régimen los defendiera– y acabaron en la cárcel. Fueron las obreras de las tabacaleras de la ciudad de México quienes, en las últimas dos décadas del siglo XIX, recurrieron a huelgas, paros, reclamos, y hasta apedrearon las instalaciones donde trabajaban para hacer ver su rechazo a los abusos patronales, reflejados en horarios de más de 16 horas y sin descanso, vejaciones, salarios inferiores a los de los hombres y discriminación. Allí también estaba la prensa para relegarlas y apoyar al poder político y económico.
Fue muy difícil para ellas obtener respuestas positivas de los patrones, como nos relata en este número Nancy López Salais. En un país donde el presidente y las clases altas presumían el desarrollo y la prosperidad, mientras campesinos y obreros estaban sometidos a vivir en la precariedad, hacinados, sin servicios como drenaje, agua corriente o sanitarios, ellas llevaban a cuestas también el rechazo social, incluso de sus pares de género, sobre un comportamiento que no se consideraba “adecuado” para la época. A tal punto llegó su aislamiento que, si eran detenidas y llevadas a prisión, se les negaba el acceso a cualquier trabajo después de que obtenían la liberación. Mejor borradas de la vida pública que visibles. Las suyas fueron demandas laborales, a las cuales luego le siguieron por educación y apertura de escuelas para ellas. Dejaron su huella como ejemplo para la lucha de muchas otras mujeres en décadas posteriores.
Las mujeres que reclamaban no eran bien vistas entonces –hasta en la actualidad generan reticencias–. La pobreza y desigualdad subyacen en el intento de ocultarlas, y esto se ha trasladado a lo largo del tiempo. Y no sólo en su caso. Unos 80 años posteriores a la protesta de las obreras de la industria del tabaco, la clase política y parte de los intelectuales que suscribían al gobierno autoritario de Gustavo Díaz Ordaz alentaban la proscripción de un libro, Los hijos de Sánchez, que evidenciaba las paupérrimas condiciones de vida en amplios sectores de la capital del país. Realizado por un extranjero, el estadunidense Oscar Lewis, y publicado en el Fondo de Cultura Económica, a cargo de otro extranjero, Arnaldo Orfila Reynal, el rechazo alimentaba de paso la xenofobia, dice María del Carmen Collado, al describir en su texto las exaltadas reacciones de una derecha intolerante inserta en el gobierno. Lewis ya había publicado otros dos libros sobre las raíces de la pobreza, pero este enfoque interdisciplinario, contado a partir de la vida de una familia, el cual utilizaba el análisis etnográfico, psicológico y sociológico para comprender los aspectos culturales asociados a la pobreza, sacudió las entrañas de un régimen que creía vivir en un “milagro económico” y estar próximo a igualarse con los países desarrollados.
De otros temas que integran esta edición de BiCentenario, te contamos cómo fue que los franceses durante la intervención se allegaban de información para sostener el imperio. Apostaban al fisgoneo de los indígenas, principalmente, pero no faltaban guías para los caminos, exploradores o encargados del correo que les servían de espías. Se hacían pasar por carboneros, arrieros, vendedores ambulantes o rancheros. En técnicas también utilizadas por los republicanos –los métodos de la actualidad son el perfeccionamiento de aquellos– se usaban postas de jinetes a caballo para enviar la información o usar las chaparreras y cinturones de cuero para esconder papeles o monedas.
En una revisión de los años posrevolucionarios, te contamos cómo estuvo la breve revuelta yucateca del coronel Abel Ortiz Argumedo, quien intenta aprovecharse del rechazo local al gobernador enviado por Venustiano Carranza, Toribio de los Santos, para lo cual se alía a los poderosos hacendados locales henequeneros para reemplazarlo. Juega a mantener los pies dentro del régimen, sin manifestarse contra el poder central, pero no le resulta suficiente. Ni contaba con fuerza política ni militar para hacer frente al general Salvador Alvarado, quien en un mes se hace de la gubernatura. Ortiz Argumedo huye a Cuba y luego a Canadá, sin olvidar las alforjas llenas que en su huida retira del Banco Peninsular.
Cinco años después de la insurrección yucateca, Carranza ya ha sido asesinado, y tras el breve reemplazo de Adolfo de la Huerta, asume el poder Álvaro Obregón. Estados Unidos presiona por sus inversiones en el país y quiere reaseguros. Una entrevista en el New York Tribune, que envía a una mujer, la periodista y escritora Sophie Treadwell, le sirve a Obregón para ofrecer un mensaje de tranquilidad. México necesita de ellos para salir de la pobreza, dice, durante dos conversaciones que aquí reproducimos y donde aborda otros temas.
También tenemos una historia de André Bretón a su paso por México, otra del arquitecto que construyera la catedral de Toluca, y una más sobre cómo se hacía deporte en el siglo XIX. Mucho que leer en esta edición. Hasta la próxima.