Darío Fritz
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 59.
Podría pensarse que este señor de atildados mostachos y anteojos redondos, que León Trotsky y John Lennon popularizarían algunas décadas después de esta imagen de finales del siglo XIX, es de esos que se rodean del caos para vivir en el orden. Pilas de expedientes, libros aquí y allá, carpetas de archivo que parecieran ascender hasta el techo, papeles sueltos que intentan llegar a algún lugar, una lámpara potente para destronar la oscuridad. Y unos estantes de biblioteca deshabitados que, en sus espacios libres, más que invitar a ocuparlos, parecen cómodos con el éxodo. Quien habita en el mundo de las letras, tinteros, libros de tapas duras, páginas cocidas o plumas estilográficas tiene claro que ese es el paraíso del hombre de los cabellos rizados. Nada lo agobia en esa escenografía. La definición de intelectual le viene acertada. Y lo era.
Porfirio Parra tenía título de médico cirujano, pero lo suyo era la filosofía. Maestro de lógica –uno de sus libros se leyó en la Escuela Nacional Preparatoria hasta 1930–, fue el segundo personaje ilustre del positivismo detrás de su maestro Gabino Barreda y, por lo mismo, marginado durante un tiempo, pero también novelista y poeta –su oda “A las matemáticas” enseñaba a amarlas, como se ama la poesía y la historia, escribió Enrique Krauze–. Justo Sierra lo hizo uno de los miembros más destacados de su proyecto educativo, luego de pasar por una etapa de olvido ante las críticas, si bien moderadas, al régimen porfirista. Al morir en 1912, la Secretaría de Instrucción Pública dispuso nueve días de duelo, y tanto Madero como Pino Suárez encabezaron su ceremonia fúnebre, lo cual habla de la trascendencia de Parra, considerado un intelectual del porfiriato. José Vasconcelos le escuchó decir: “La extensión de lo que conocemos es un islote en el océano de lo desconocido”, y quedó deslumbrado. Era un hombre “algo atormentado y misterioso”, describió en sus memorias. La mirada en la foto asoma una respuesta. A su entender, y lo decía Vasconcelos, “un genio”.