Guadalupe Villa G.
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 45.
Tras un corto exilio en Estados Unidos, el exartillero de la División del Norte regresó a México para unirse a la guerrilla que Pancho Villa mantenía en Chihuahua. Resuelto a buscar la unificación de los grupos en pie de lucha y pese a las advertencias del exjefe de la División del Norte sobre el peligro que corría, Ángeles lo abandonó y cayó preso en poco tiempo. Su fusilamiento abriría las puertas al principio del fin de Venustiano Carranza.
El general Felipe Ángeles, artillero de la División del Norte, cruzó la frontera para establecerse en Estados Unidos en septiembre de 1915. Muchos otros revolucionarios también buscaron refugio en el vecino país del norte convencidos de que Venustiano Carranza había ganado la guerra. En consecuencia, otros más se amnistiaron. Eclipsado el villismo nadie supuso que este pudiera volver a desempeñar el protagonismo de antaño en el futuro de México. Ciudad Juárez, último reducto villista, fue ocupada por fuerzas constitucionalistas el 23 de diciembre. Deshecho su otrora poderoso ejército, Francisco Villa habría de seguir al frente de un pequeño núcleo de hombres, a lo largo de casi cinco años, una guerra de guerrillas.
Instalado con su familia en El Paso, Texas, Ángeles adquirió un pequeño rancho que difícilmente le procuraba el sustento familiar. El ex director del Colegio Militar pasó días de miseria, al igual que la mayor parte de los exiliados en Estados Unidos. A instancias de otros compañeros de infortunio, pensó en buscar trabajo en las minas de Uniontown, Pennsylvania, aunque dudaba poder resistirlo, pues a sus 46 se sentía viejo. A la postre decidió buscar ocupación en Nueva York.
Alquiló un modesto cuarto en el centro de la ciudad, donde conoció los bajos fondos e hizo amigos entre los socialmente desdeñados. Mientras se mezclaba con la gente modesta robusteció sus ideas socialistas. El general había leído mucho sobre esa doctrina, incluso se sentía inclinado hacia ella, pero como él mismo expresó, le faltaba la experiencia personal. Solía decir: “Tengo amor por el pueblo, pero no tengo puntos de contacto con él”. Como sea, esa realidad no le era ajena, y así lo evidenció en una carta al ex gobernador de Sonora, José María Maytorena, exiliado en Los Ángeles, California: “Ojalá no llegue a experimentar todo lo que sufren los pobres, lo que los convierte en ladrones y asesinos o que mueren ateridos de frío bajo un puente”.
Sus empleos siempre fueron pasajeros y su lucha por conseguir algo estable nunca fructificó. Cierta vez no pudo ocupar la plaza de experto en balística en la fábrica Du Pont de Wilmington, Delaware. Ángeles, perito en la materia, con estudios en la escuela de artillería de Fontainebleau, Francia, no fue aceptado so pretexto de tener conocimientos superiores a los de los jefes y estar sobre calificado para el puesto y el salario. En otra ocasión una persona le encargó algunas traducciones del inglés al español y también le ofreció trabajo como tenedor de libros, propuesta que se frustró después de confesar que no tenía experiencia.
Su precaria situación económica y el sentimiento de haber abandonado a su suerte a Clara, su esposa, y a sus hijos Alberto, Isabel, Julio y Felipe, influyeron para que cada vez más, se sintiera atraído por volver a México. Tanto más cuando su hijo mayor ya tenía edad para hacerse cargo del trabajo en el rancho.
Numerosos villistas avecindados en territorio estadounidense estaban dispuestos a regresar a los campos de batalla, atraídos por la tenaz lucha del general Villa que continuaba con su sorprendente guerra de guerrillas. En consecuencia, los exiliados en Nueva York desplegaron una gran actividad revolucionaria al considerar que el momento no podía ser más propicio para emprender una ofensiva. Ángeles, Enrique G. Llorente y el licenciado Miguel Díaz Lombardo invitaron a Maytorena, amigo de Villa, a unírseles.
El abogado propuso organizar un núcleo que agrupara a los enemigos del gobierno, exceptuando a los implicados en el cuartelazo y los asesinatos de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez. En aquella urbe se constituyó una junta local que estableció las bases de la coalición, cuyas actividades se encaminaron a conseguir que los correligionarios residentes en México y otros exiliados en Cuba formaran juntas similares. Así surgió la Alianza Liberal Mexicana, esfuerzo común para conseguir, principalmente, la pacificación del país. El grupo comenzó una activa propaganda para la obtención de recursos y la seguridad de que todos los grupos rebeldes que operaban en México cooperarían con el nuevo movimiento.
Por su parte, Francisco Villa, a través de su amigo Alfonso Gómez Morentín, invitó al ex artillero a que se uniera a sus fuerzas. Resuelto a marchar, Ángeles aceleró su salida a pesar de que, como él mismo confesó, jugaba “una probabilidad contra novecientas noventa y nueve”.
Maytorena, de vuelta en Los Ángeles donde residía, no pudo acompañarlo a causa de la muerte de su madre y abortó la andanza proyectada. Poco antes de iniciar su aventura Ángeles le escribió:
Estoy necesitado de muchas cosas, pero dos me son absolutamente indispensables, un muy buen caballo, pero no delicado, de modo que se pueda alimentar con el pasto de las praderas y de vez en cuando con maíz, esto es, un caballo de cowboy, y un botiquín de campaña que no pese mucho, pero en donde con seguridad puedan conservarse las medicinas (yodo especialmente).
Maytorena le remitió cien dólares y lo puso al tanto de las noticias que circulaban en el sur de Estados Unidos. El periódico La Prensa, de San Antonio, aseguraba que Juan G. Cabral, militar sonorense autoexiliado también desde 1915, y Ángeles, encabezarían una nueva revolución. Otros diarios daban por hecho que el jefe del movimiento era el antiguo miembro del Partido Liberal Mexicano, Antonio Villarreal. Las notas dadas a la publicidad acabarían por precipitar los acontecimientos.
El 11 de diciembre de 1918 Ángeles, Alfonso Gómez Morentín, Pascual Cesaretti, José María Jaurrieta y dos guías, atravesaron el Río Bravo, internándose en territorio mexicano. Partieron de las cercanías del pueblo de San Elizario, a unos 35 kilómetros al este de El Paso, Texas, y punto principal en esos días para los embarques de pertrechos y envíos que remitían los agentes villistas.
Por encargo de Villa, Jaurrieta equipó a Ángeles de la mejor manera posible: dos pistolas calibre 38 especial, un rifle 8mm Springfield con su dotación de cartuchos y una montura del ejército estadunidense, que fue lo más parecido al albardón, pues según dijo el propio general nunca había montado ni le agradaban las sillas vaqueras. Gobernaba un brioso animal del que hacía constantes elogios y al cual bautizó con el nombre de John Brown. En una de sus alforjas llevaba una Historia general de los Estados Unidos, que leía durante sus descansos.
El grupo avanzó hacia el sur de Chihuahua y el 1 de enero de 1919 entró al pueblo de Cuchillo Parado, donde se le sumaron 18 hombres. Las familias de la localidad recibieron al ex artillero con toda clase de atenciones. De ese lugar era originario el general villista Toribio Ortega, muerto en 1914 a causa del tifus contraído durante el asedio a Zacatecas. Mientras tanto, en los contornos del poblado se apostaron centinelas en espera de noticias sobre dónde y cuándo encontrar al general Villa. Quince días después se supo que la cita sería en el rancho de Tosesihua. Antes del plazo fijado para la reunión se les unió el coronel Baltazar Piñones, que dio parte de que el coronel Miguel Trillo y algunos de los Dorados ya esperaban al general en jefe en el punto acordado.
El encuentro fue emotivo, Villa y Ángeles se abrazaron con efusividad y cariño. El arribo de su ex artillero trajo cambios en su vida cotidiana: todos los días practicaban gimnasia; carrera de resistencia –en la que Villa hacía esfuerzos sobrehumanos debido a las secuelas de una herida en la rodilla–; salto sin vuelo –en el que Ángeles batía todo récord–; además competían en tiro al blanco –el guerrillero era campeón indiscutible–: su arma parecía mágica, difícilmente fallaba a 150 metros de distancia.
Todos estaban en la creencia de que Felipe Ángeles había regresado a incorporarse a las filas de su antiguo jefe para cooperar con sus valiosos conocimientos técnicos en las operaciones militares; se aseguraba que venía a repetir los certeros cañonazos de Torreón y Zacatecas. Sin embargo, se equivocaban. Su intención era totalmente distinta. El asunto vino a colación cuando Villa invitó a Ángeles a tomar el mando de su escolta personal para desalojar a un grupo de federales de Coyame, población cercana a Cuchillo Parado, diferencia que el general rehusó explicando el verdadero motivo de su visita.
José María Jaurrieta reprodujo, en su diario, el encuentro y la conversación:
Vengo en misión de paz y amor. La Alianza Liberal Mexicana me ha comisionado para buscar la manera de que cese esta lucha salvaje que consume al pueblo mexicano, unificando, sin distinción de credos, a todos los bandos políticos que operan en la actualidad.
Mi plan es éste: una vez que usted firme su adhesión a los fines que se propone la Alianza Liberal, habré conseguido la unificación de las fuerzas revolucionarias que operan en los estados de Chihuahua y Durango. Su ayuda material consistirá en proporcionarme guías y una escolta que me acompañe en mi gestión. Luego iré por los estados de Zacatecas, Jalisco, Michoacán, Morelos, Puebla, Veracruz… en fin haré un recorrido por todas las zonas de la república donde existen grupos levantados en armas. Si es posible, también entraré en pláticas con los mismos carrancistas para convencerlos de su error.
Sin reprimir una sonrisa sarcástica, el general Villa interrumpió a su amigo, dándole un consejo: “cuando intente hablar con los carrancistas, ¡hágalo a balazos! Es la única forma que he descubierto para hacer que esta gente entienda … ¡a balazos y más balazos!”.
Para zanjar la estéril discusión, Villa ofreció prestarle la ayuda solicitada, pese a lo cual Ángeles permaneció a su lado varios meses más tratando de humanizar la guerra sin cuartel que le tocó compartir. Sin embargo, la misión de paz y amor que se había impuesto parecía zozobrar en medio de la violencia y las traiciones. El antiguo soldado federal no entendía las tácticas guerrilleras, ese andar errante por las montañas que sometía a sus participantes a miles de privaciones; tampoco los constantes fraccionamientos de las fuerzas armadas que empezaban operaciones militares sin llegar a concluirlas. ¿Por qué no hacer una campaña pareja de al menos seis meses? En ese tiempo, pensaba, podría avanzarse, quitar elementos al enemigo, ganar terreno, apoyo y credibilidad, intentar borrar la imagen de crueldad tan arraigada entre la población.
Villa trataba de hacerle entender la dureza de las campañas, la falta de elementos, la necesidad de dejar descansar gente y caballada. No era lo mismo el momento que estaban viviendo que cinco años antes, cuando tenían abundancia de todo. Cuando por fin Ángeles decidió tomar su propio camino, intentó disuadirlo, sin éxito: “¡No se corte de mi lado, general, porque lo van a colgar! ¡se lo dice a usted un señor coyote!”. La despedida tuvo lugar en Pilar de Conchos. Nadie pensó que, al abrazarse esos hombres, se separaban para siempre.
Captura
Lo que previó el general Villa se cumplió puntualmente en el mes de agosto. Tras la muerte de Martín López, uno de sus más queridos generales, y la derrota sufrida al intentar tomar la ciudad de Durango, las deserciones se sucedieron una tras otra. De los 200 hombres que formaban la brigada de López, sólo 20 se presentaron en la hacienda de Encinillas –punto fijado para la siguiente concentración del grueso de la guerrilla–. Se dijo que la causa de la desbandada había sido el nombramiento del coronel Baltazar Piñones como sucesor de aquel.
Uno de los desertores, el teniente coronel Félix Salas, jefe de la escolta de Martín, originó la tragedia que conmovería a México entero: la captura y fusilamiento de Ángeles. Salas no participó en el ataque a Durango porque se le comisionó para acompañar al ex artillero de la División del Norte, pero al enterarse de la muerte de su jefe abandonó su misión, presentándose con Gabino Sandoval, jefe de la Defensa Social, para amnistiarse y entregar a Ángeles. Con él fueron aprehendidos Néstor Enciso de Arce y Antonio Trillo.
El 22 de noviembre de 1919 arribó a la ciudad de Chihuahua el ferrocarril que transportaba a los prisioneros. Cuando Ángeles descendió del tren, todas las miradas de la ruidosa multitud apuntaron hacia aquel hombre enjuto, de rostro cansado y moreno de sol, vestido con un desgastado uniforme caqui. Custodiado por soldados del 48º batallón fue transferido con celeridad al cuartel del 21º regimiento, donde habría de ocupar la celda número ocho.
Un día después. el aspecto físico de Ángeles lucía un tanto mejor, quizá por los efectos de un vivificante baño helado y la cara rasurada. El uniforme había sido reemplazado por un traje de mezclilla a rayas y zapatos de lona blanca. En su celda se le informó que dos reporteros de El Heraldo de Chihuahua solicitaban entrevistarlo. A lo largo de una hora respondió a sus preguntas. Al término de la conversación, los periodistas solicitaron retratarse con él, a lo que el general rehusó con cortesía por encontrarse mal vestido. Los periodistas juraron, bajo palabra de honor, que los retratos jamás se publicarían, argumento aceptado por Ángeles que posó esbozando una triste sonrisa. Sin duda, lucir impecable había sido unos de sus mayores orgullos. Cuidaba su higiene con escrupulosidad, tomaba diariamente un baño con agua fría, se rasuraba y cuidaba su bigote con esmero. Aun estando en campaña seguía el mismo ritual, llevando consigo su inseparable bañera. Su ropa parecía recién planchada y sus botas relucían como acabadas de pulir. Su estatura y su cuerpo delgado lo hacían verse gallardo y distinguido.
Desde su llegada a Chihuahua, el jefe de operaciones militares Manuel M. Diéguez comenzó a recibir numerosos telegramas que solicitaban el perdón y respeto a la vida del prisionero. La gente abrigaba la esperanza de que no lo fusilarían. El hecho de que hubiera llegado vivo era una buena señal. Sin embargo, pronto corrieron noticias alarmantes que apuntaban a la formación de un consejo de guerra para juzgar a los reos.
El ex artillero Felipe Ángeles, el ex mayor Eduardo Enciso y el soldado Antonio Trillo llegaron custodiados al Teatro de los Héroes, donde el general Gabriel Gavira, como presidente, declaró formalmente instalado el consejo de guerra que los juzgaría.
Efectuado el juicio, el ministerio público concluyó:
Acuso a Felipe Ángeles del delito de rebelión. La pena, conforme a las leyes procesales militares, es la de muerte. Acuso a Enciso Arce del delito de rebelión y deserción, bajo pena de muerte. Acuso al soldado Antonio Trillo del delito de rebelión bajo pena de diez años de prisión.
La defensa sostuvo la inocencia de sus defendidos y la incompetencia del consejo de guerra, pidiendo la absolución en nombre de la justicia. Para mayor claridad se insistió en que, en ningún caso o por motivo, los tribunales militares podrían extender su jurisdicción sobre personas no pertenecientes al ejército, ya que el carácter militar se tendría que demostrar con documentos expedidos por las autoridades competentes y, estos, no existían.
En un último intento por salvar a los reos, los licenciados Alberto López Hermosa y Alfonso Gómez Luna, defensores de oficio, interpusieron un recurso de amparo ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación contra actos del consejo de guerra extraordinario que los juzgaba. La respuesta fue que la suspensión del acto debía solicitarse ante la misma autoridad responsable.
Los inculpados, por su parte, enviaron un telegrama urgente a la Cámara de Diputados el 25 de noviembre de 1919, en el que expresaban el temor a perder sus vidas pues el consejo de guerra les imputaba el delito de rebelión militar, sin ser militares. El telegrama fue atraído por el diputado Alfonso del Toro, quien propuso que, dada la urgencia del caso, el documento fuera transmitido de inmediato al presidente Carranza.
En Chihuahua, un grupo de mujeres se dio a la tarea de formar una comisión para gestionar el indulto. Numerosas peticiones de clemencia y perdón llegaron a Diéguez, Gavira y Carranza, pero todas fueron ignoradas.
Finalmente, el juez instructor dio lectura a la sentencia: “Por el delito de rebelión se condena a los acusados, general Felipe Ángeles y mayor Néstor Enciso Arce, a sufrir la pena capital”. A Trillo se le impuso la pena de seis años ocho meses de prisión y, en el último momento, se le conmutó a Néstor la pena capital por veinte años de cárcel. Ángeles oyó la sentencia con absoluta serenidad. De regreso en su celda, se ocupó de una última tarea, escribirles a su esposa y a su hijo Alberto:
Mi adorada Clarita: estoy apurando los últimos minutos de mi vida. Desde que me alejé de ti, no he dejado de extrañarte. No me reproches nada, hice lo que consideré que debía hacer, servir a mi patria y luchar por un México nuevo. Es la mejor herencia que puedo dejarles. Conoces mi amor infinito por la humanidad y por todos los seres del mundo. Desde este momento mis pensamientos todos, mi ternura, mi amor y mi recuerdo serán para ti y nuestros cuatro hijos.
Las líneas para Alberto le indicaban que cuidara de su madre y sus hermanos, que fuera buen ciudadano, siempre fiel a sí mismo, a sus ideas y creencias.
Ángeles rechazó la cena que le ofrecieron y pidió a la gente que lo acompañaba que le permitiera estar solo y dormir un poco. A las seis de la mañana del miércoles 26 de noviembre comenzó a reunirse el pelotón encargado de la ejecución. A una señal del mayor Campos, Ángeles se levantó y caminó hacia el lugar de su muerte.
Apenas se había colocado frente al pelotón cuando a la voz de “¡fuego!” llovió sobre él una descarga de fusilería. Su cuerpo cayó sobre el costado izquierdo y fue necesario un tiro de gracia para arrebatarle la vida.
Las noticias que siguieron al suceso y los comentarios vertidos por la población coincidieron en que el consejo extraordinario de guerra había recibido la orden de condenarlo y su fusilamiento había sido un asesinato político.
Poco antes de morir, Ángeles expresó: “mi muerte hará más bien a la causa democrática que todas las gestiones de mi vida. La sangre de los mártires fecundiza las buenas causas.”
Así como el crimen de Madero influyó de manera determinante en la caída de Huerta, el asesinato de Ángeles fue el principio del fin de Venustiano Carranza.
PARA SABER MÁS:
- Cervantes, Federico, Felipe Ángeles y la Revolución. Biografía (1869-1919), México, s.e., 1964.
- Guilpain Peuliard, Odile, Felipe Ángeles y los destinos de la Revolución mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1991.
- Solares, Ignacio, La noche de Ángeles, México, Planeta, 2003. (Grandes Novelas de la Historia Mexicana).