Emmanuel Rodriguez Baca
FFyL, UNAM.
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 45.
El 11 de abril de 1859 las tropas del gobierno conservador de Miguel Miramón derrotaron a las huestes liberales de Santos Degollado. hubiese sido una batalla más de la guerra civil, si no fuera por una serie de fusilamientos –16 según las autoridades, 53 según los constitucionalistas–, que dio mala fama al conservadurismo, que finalmente perdería el poder en 1860.
El segundo año de la guerra civil de Reforma es recordado por varios sucesos políticos y militares de trascendencia a nivel nacional, entre ellos, la designación de Miguel Miramón como presidente por el partido conservador, la expedición en Veracruz de las leyes de Reforma y el tratado que en aquel puerto firmó el gobierno constitucional con el ministro estadounidense Robert L. McLane. No obstante, uno de los que más conmoción generó fue el asesinato de civiles perpetrado en Tacubaya en el mes de abril, a los que la historiografía ha llamado mártires; pero ¿por qué la administración “reaccionaria” lo permitió? Y ¿Cuál fue su impacto en la ciudad de México?
A las puertas de la capital
La noche del jueves 18 de marzo de 1859 una noticia sobresaltó a los habitantes de la capital: el arribo a Tacubaya del general Santos Degollado. Si bien su presencia alarmó a las autoridades, su marcha fue conocida con antelación lo que había permitido a Antonio Corona, gobernador y comandante militar del Distrito Federal, dictar las medidas pertinentes para su defensa, entre otras, que se trasladaran a la ciudad de México las guarniciones de poblaciones cercanas y se fortificaran las garitas. Esa misma noche, al tiempo de declarar el estado de sitio, convocó a la población y a la guardia civil a tomar las armas. A partir de ese momento, el desasosiego y la confusión imperaron en la sede del gobierno de Miguel Miramón.
Degollado, lejos de atacar la ciudad como se esperaba, se limitó a reconocer los terrenos y las poblaciones del valle de México. Los días subsecuentes a su llegada transcurrieron en aparente quietud, salvo esporádicos tiroteos en las periferias. No fue sino hasta la mañana del 2 de abril que el ejército liberal movilizó sus columnas por las calzadas de la Verónica, San Antonio de las Huertas y las garitas de San Cosme, Nonoalco y Belén, pero fue rechazado, por lo que tuvo que regresar a su cuartel en Tacubaya. El editor del Noticioso de la Capital registró que “no hubo ni el menor incidente que comprometiera en lo más mínimo la seguridad y calma de [los] habitantes”.
En los días siguientes predominó en la ciudad cierta placidez. El comercio en su interior no se interrumpió, al tiempo que los mercados y templos fueron muy concurridos. La tranquilidad se había afianzado para el 11 de abril, cuando el general Leonardo Márquez sorprendió y derrotó a Degollado en la villa de Tacubaya, siendo su victoria contundente: el jefe constitucionalista se retiró del Valle de México y la ciudad quedó libre del asedio de más de 20 días.
El triunfo del ejército conservador fue empañado por los sucesos que siguieron a la acción: las ejecuciones de oficiales, médicos, vecinos y estudiantes de medicina que en Tacubaya fueron hechos prisioneros. No se pretende debatir aquí quién las ordenó, si lo hizo Miguel Miramón en su carácter de presidente o Leonardo Márquez; no obstante, entre ellos se imputaron el acto. En este punto es pertinente mencionar que, a través de los años, la historiografía se ha dado a la tarea de discutir quién de ellos las decretó, mas no ha logrado un consenso. No obstante, podemos sostener dos cosas: la primera, que ambos tuvieron responsabilidad y la segunda, que algunas de las ejecuciones tuvieron un trasfondo político.
Los testigos del acontecimiento de aquel día, sin importar su filiación política, coinciden en señalar que los asesinatos llenaron de luto a la Ciudad de México debido a que más de uno de los individuos que terminaron en el paredón eran vecinos de ella. El escritor Francisco Zarco, por ejemplo, apuntó: “la población entera está afligida e indignada. Las personas más indiferentes a la política están horrorizadas y desean la ruina de la reacción”. El coronel liberal Pedro Valdés compartió esta percepción y en su diario asentó que aquellos habían causado “una dolorosa sensación entre los mismos conservadores”. La noticia se propagó por todo el país. Desde Chalco, Carlos Riva Palacio dijo a su padre Mariano que si bien los informes que le llegaron eran “muy escapados”, sus conocidos le aseguraban que fue tal el número de muertos “que no bastarían tres días para levantar el campo”.
El vecindario observó el referido combate desde las azoteas de las casas y las torres de los templos, inclusive de la Catedral, en las que instalaron “anteojos de larga vista”. Por la tarde, una vez concluida la acción, la población que había sido espectadora se apresuró a ir a Chapultepec y Tacubaya, para buscar los familiares que participaron en la batalla, socorrer a los heridos o con la simple intención de contemplar el escenario en que se acababa de verificar el encuentro armado. El Diario de Avisos, que dirigía Vicente Segura Argüelles, registró: “La calzada estuvo llena de gente aun en las primeras horas de la noche, y ofrecía un aspecto animadísimo, con la multitud de coches, caballos, y personas a pie que la transitaban”.
El entusiasmo debió de desaparecer, podemos creer, al llegar a Tacubaya y enterarse que algunos de los prisioneros de la refriega habían expirado en el patíbulo, entre ellos los estudiantes de la Escuela de Medicina Juan Díaz Covarrubias y José María Sánchez, así como el abogado Manuel Mateos. A pesar de que la historiografía ha mencionado que estos habían concurrido a aquella población a auxiliar a los heridos, hay sin embargo indicios de que el menos el primero y el último tenían vínculos con los agentes constitucionalistas, inclusive que habían participado en las conspiraciones liberales que, en favor del gobierno establecido en Veracruz, se efectuaban en la capital. Así, no descartamos que fue por este motivo que se les condenó.
Sustentamos la aseveración anterior en el hecho de que, desde meses atrás, tanto Díaz Covarrubias como Mateos se reunían con Ignacio Manuel Altamirano, Pantaleón Tovar, Vicente Riva Palacio y Florencio M. del Castillo, entre otros personajes, para confabular contra la administración que emanó del plan de Tacubaya. Un año antes, en el mes de julio, se les había acusado de ser los promotores de las revueltas estudiantiles en las escuelas de Medicina, Minería y Letrán. Para el caso del primero, se ha sugerido que no era nueva la animadversión de las autoridades hacia él, que ésta pudo haberse generado en septiembre 1857, cuando Díaz Covarrubias leyó un discurso en la plaza de Tlalpan en el que acometió contra los desafectos a la Constitución, el partido conservador y el ejército, afrenta de la que, es probable, Miramón y Márquez, se resarcieron aquel 11 de abril.
Juan Díaz Covarrubias, de entonces 21 años de edad, era practicante en el hospital de San Andrés. Se había presentado en Tacubaya en los días previos al combate para ofrecer sus servicios como galeno pues le habían llegado informes de que eran insuficientes los médicos que venían con el ejército liberal. Antes de hacerlo, buscó convencer a sus compañeros de colegio para ir con él; uno de ellos, Manuel Soriano, mencionó que le habría dicho: “¡Mira, si aquí que somos tantos no nos damos abasto, allá en Tacubaya cuántos infelices morirán por falta de auxilios: vámonos Manuel y que sea pronto!”. Sin embargo, solo logró que lo siguiera José María Sánchez; los demás, si bien compartían su entusiasmo e ideales liberales, no pudieron hacerlo debido a la estrecha vigilancia que el gobierno conservador implementó en las garitas y otros puntos de la ciudad.
Logrado su objetivo, Díaz Covarrubias se reunió en Tacubaya con su amigo el licenciado Manuel Mateos, personaje que años atrás había combatido “a la reacción” y quien apenas días antes había dejado la cárcel en la que estuvo preso por sus ideas políticas. Una vez en libertad, se integró al ejército constitucionalista en el que se le nombró asesor militar, empleo en el que se le encomendó proteger la retirada liberal al término de la refriega, lo que le valió ser aprehendido con las armas en la mano. No fue todo; también se encontró en su poder un despacho de oficial mayor del ministerio de Hacienda expedido por Degollado. Díaz Covarrubias se topó con la misma situación, ya fuera porque no tuvo tiempo de salir con las fuerzas federales o porque se quedó atendiendo a los heridos, el hecho es que fue apresado y se fusiló esa noche en compañía de Mateos y Sánchez.
Ignacio Manuel Altamirano, entonces profesor de Colegio de Letrán y allegado de Díaz Covarrubias, apuntó años más tarde:
¡Ay! Quién habría dicho pocos días antes, al ver pasar por las calles a ese joven estudiante, soñador y apacible, inofensivo y amable, que iba a ser sacrificado como un terrible malhechor por una soldadesca estúpida, precisamente porque movido por sus buenos sentimientos había ido a socorrer a la humanidad doliente.
Sería un yerro sostener que todo aquellos a quienes se asesinó en Tacubaya participaron en la acción empuñando un fusil. Por las crónicas de la época sabemos que algunos fueron llevados a esa villa por órdenes de Márquez, como ocurrió con el abogado Agustín Jáuregui, a quien se sacó de su casa de Mixcoac debido a “una denuncia infame”; y a quien, en el momento de su detención, le fueron encontrados documentos que lo ligaban al gobierno liberal. No era un secreto en la capital que simpatizaba con esa administración y por lo mismo meses antes había estado recluido, con la nota de preso político, en la crujía 17 de la cárcel de Santiago Tlatelolco; no obstante, había sido uno de los reos de Estado que Manuel Robles Pezuela, en su carácter de presidente sustituto, indultó en diciembre de 1858. En la misma situación estaban sus hermanos Ignacio y Pedro, a quienes la policía arrestó por motivos políticos.
Ignacio Jáuregui relataría años más tarde que, a las tres de la tarde del 11 de abril, se le informó en su celda que ocho de los individuos que se hallaban con él habían sido designados para “ser asesinados” esa noche, por lo que se le trasladó a un calabozo. Desde este lugar, escuchó a Márquez insistir en que se fusilara a todos. Miramón y Tomás Mejía fueron de la misma idea así lo anotaron Francisco Zarco e Ignacio Manuel Altamirano. La zozobra de los cautivos fue constante debido a que, en repetidas ocasiones, el primero de los generales sacó de su celda a Pedro, a quien amenazó con matarlo si su familia no mandaba 20 000 pesos. No obstante, los Jáuregui salvaron la vida no porque pagaran la cantidad exigida, sino por la intercesión que hicieron en su favor numerosos parientes y amigos.
Consideramos que tanto Miramón como Márquez aprovecharon la coyuntura para deshacerse de las personas de quienes sospechaban, o de las que tenían informes, de que eran partidarias o agentes del gobierno constitucional. E incluso reflexionaron sobre la posibilidad de fusilar a algunos elementos conservadores desafectos a la administración del Macabeo, como los generales José de la Parra y Gregorio del Callejo, presos también en Tlatelolco, y vinculados políticamente con Félix Zuloaga, quien había sido depuesto como presidente en el mes de diciembre del año anterior.
Justificación y rechazo
Es importante mencionar que el gobierno no negó las ejecuciones de los civiles, que incluso justificó. Su posición fue respaldada por sectores radicales de la ciudad, como Francisco Vera, quien desde el periódico La Sociedad, del que era editor, apuntó: “Entre los prisioneros del enemigo se hallaban algunos jóvenes de México que, por desgracia, mal aconsejados acaso, acudieron a engrosar las filas constitucionalistas, y dieron un día de luto a sus familias, alcanzando un fin trágico, pues fueron pasados por las armas en Tacubaya, en la noche del 11 del corriente”. La misma prensa subrayó que si se les había fusilado no era porque “fuesen médicos, sino por haber abrazado la causa que defiende Degollado [y porque] se les encontró en las filas de los facciosos, y a esta desgraciada circunstancia se debe la triste suerte que corrieron”.
El crimen como señalamos, había causado una profunda impresión en el vecindario de la Ciudad de México, lo que los agentes constitucionalistas trataron de aprovechar para desacreditar al gobierno conservador, como parte de su guerra propagandística. Su respuesta fue mediática. Niceto de Zamacois refiere que en las calles circularon impresos anónimos condenando los fusilamientos, acto que calificaron de “inhumano y salvaje”, con el argumento de que las personas que habían sido asesinadas, número que inclusive precisaron fue de 53, solo atendían a los heridos. La respuesta del gobierno no se hizo esperar y en su defensa apuntó que la cifra de muertos era apenas de 16.
Dos fueron los libelos que más impacto tuvieron: el primero de la autoría de Francisco Zarco, titulado “Las matanzas de Tacubaya”, el segundo, “Los asesinatos de Tacubaya”, escrito por un personaje de apellido González. Los sendos folletos cumplieron con su objetivo, pues los fusilamientos fueron censurados por la opinión pública liberal, incluso el historiador Óscar Castañeda sostiene que el gobierno constitucional, a través del ministro Robert L. McLane, envió copia del texto de Zarco a James Buchanan, presidente de Estados Unidos, quien en su informe de ese año hizo alusión a ellos.
La condena en contra de los militares que participaron en las ejecuciones fue grande y estos, inclusive, trataron de disminuir su intervención. Fue el caso del coronel Antonio Daza y Argüelles, quien el 16 de abril, apenas cinco días después de los hechos, mandó un remitido a La Sociedad en el que afirmó que ninguna participación había tenido en “las ejecuciones de los prisioneros que se fusilaron en Tacubaya la noche de día 11”. Mencionó que él solo se había limitado a ordenar la sepultura de los cadáveres en el panteón de San Pedro, conforme a las instrucciones que recibió del gobierno.
En palabras de la doctora Clementina Díaz de Ovando, el asesinato de civiles en Tacubaya produjo “una ola de indignación” al tiempo que contribuyó “al desprestigio del partido conservador”, en particular de Miramón y Márquez, imagen de la que jamás lograron desprenderse debido al triunfo del bando constitucional en esa contienda y que se consolidó en el año 1867 al reinstalarse el gobierno republicano en la capital de país. Podemos entonces concluir que los fusilamientos serían recordados por los vecinos, quienes “hasta muy entrado el siglo xx”, concurrieron al panteón de San Pedro en aquella villa, para colocar flores en memoria de los mártires del 11 de abril de 1859.
PARA SABER MÁS:
- Hernández López, Conrado, “Las fuerzas armadas durante la Guerra de Reforma (1856-1867)”, en Signos Históricos, 2008, p. 36-67. http://bit.ly/2JEFzHd
- Lombardo, Concepción, Memorias, México, Porrúa, 1980.
- Ríos A., Arturo, La prensa como arena política: el polémico retorno de Leonardo Márquez a México, México, Instituto Mora, 2015.
- Silberman Ayala, Leopoldo, “El general Miguel Miramón Tarelo”, México, UNAM, Facultad de Filosofía y Letras, 2005, tesis de licenciatura en Historia, http://bit.ly/2VzAGGW