“Nos llevamos un chasco”

“Nos llevamos un chasco”

Ana Rosa Suárez Argüello
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 64.

Encomendado por Benito Juárez, el general Manuel Loera fue el encargado de detener a Leonardo Márquez y Tomás O’Horan y Escudero, militares que combatieron contra las armas republicanas. En una entrevista de 1904, Loera relata los detalles de cómo llevó a cabo aquella expedición.

Estado mayor de Porfirio Díaz durante los festejos del centenario de la independencia, 1910, inv. 34520, SINAFO-FN.

Ángel Pola llegó a la capital en 1882 procedente de su natal Chiapa de Corzo, cuando tenía 21 años. Su intención era formarse como veterinario, pero al final le atrajo más el periodismo, al que dedicó casi toda su vida. Colaboró en El Diario del Hogar, El Monitor Republicano, El Siglo Diez y Nueve, El Nacional, El Universal, entre otros. Más tarde fue fundador de El Noticioso, la Revista Moderna y la Editorial Reformista. Al retirarse del periodismo, se dedicó a atender su librería en la calle de Cuba número 99, frente a la Plaza de Santo Domingo, en la ciudad de México.

Liberal convencido y enemigo acérrimo del conservadurismo, no ocultaba sus filias y fobias en sus escritos y se valió de muchas entrevistas –de las cuales se le considera introductor en México– para poner en evidencia a aquellos que le parecían personajes y pasajes oscuros del segundo imperio. Muestra de ello es la que hizo al general Manuel Loera (1839-1919), militar hecho prisionero en el sitio de Puebla y deportado a Francia, que a su vuelta se consagró a la lucha por la república y a quien, a la caída del imperio, el presidente Benito Juárez encargó la aprehensión de los generales Leonardo Márquez y Tomás O’Horan y Escudero. No logró la del primero, pero sí la del segundo, quien –como él– había combatido en las filas republicanas y peleado en Puebla, pero desertó y apoyó a Maximiliano.

La entrevista que sigue apareció por primera vez en el folleto titulado Manifiestos. El imperio y los imperiales. Rectificaciones de Ángel Pola, cuya autoría es de Leonardo Márquez, y se publicó en México en 1904.


El relato del general Manuel Loera

–Me permite usted, señor general, que le dirija algunas preguntas? … Seré franco y claro.

–Puede usted hacérmelas.

–Como el nombre de usted figura en la Historia, es probable que enemigos envidiosos de su posición social hayan dejado que se diga que cuando fue usted a aprehender a O’Horan, que era su amigo, antes de proceder contra él, entró en convenio con usted para que lo dejara escapar y que le entregó cierta cantidad de dinero, muy fuerte, creo que 50 000 pesos, y que después resultó que usted no cumplió su palabra, y que…

–Como usted comprenderá, esto me llena de indignación […] Pero dejemos a un lado todo esto. Voy a procurar complacer a usted, narrándole los episodios que tuvieron desenlace con motivo de la aprehensión de O’Horan. Una de tantas noches, estando yo en el Gran Circo Chiarini, que estaba en la calle de Gante, el teniente coronel don Francisco Díaz fue allí y me comunicó que el señor presidente Juárez se había servido disponer que pasara yo inmediatamente a tomar órdenes; me parece que eran las doce o doce y media de la noche. Acto continuo, acatando este mandato del señor presidente, salí de aquel lugar; y, ya que tuve oportunidad de verlo, me preguntó si los cuerpos de caballería del norte, que estaban a mis órdenes, continuaban situados en la población de Apam y haciendas confluentes; y al responderle que sí, me significó más o menos lo siguiente: que, por antecedentes de mi humilde persona, antecedentes de caballerosidad y de cumplimiento estricto de mis deberes, muy especialmente con las órdenes militares, me confiaba un negocio de muy alta magnitud, el cual era la aprehensión de O’Horan, que se refugiaba en la hacienda de San Nicolás, propiedad de la señora doña Francisca Agüeros, casada con el señor general Prim; y que, en la de Anacamilpa, a corta distancia, se refugiaba también don Leonardo Márquez, con alguna otra persona. El señor Juárez me encareció la necesidad urgente de la aprehensión de estas dos personas que tantos males habían causado a la república, así como la de hacer un ejemplar con ellos. Me indicó que tomara un tren que saldría a las primeras horas del día, para ir a mi cuartel general; y habiéndome encontrado con que se había cambiado el horario de tal tren (que era entonces de la sección del Ferrocarril de Veracruz que iba hasta Apizaco), tuve que hacer la expedición o ruta hasta Apam, en caballos alquilados o comprados, de los cuales maté tres. En mi cuartel general, adonde llegué cosa de las tres o cuatro de la tarde, di mis órdenes para que las diversas unidades de caballería de mi mando tomaran distintas direcciones al obscurecer, haciendo propalar la voz de que se retiraban a la capital de la república y a la ciudad de Puebla. Siguiendo las estrictas órdenes que dicté, los regimientos de mi mando, a buena distancia, empezaron a rodear tanto la hacienda de San Nicolás como una loma inmediata; y en esto, favorecida mi expedición por alguna lluvia que vino a caer como entre diez y once de la noche. Don Tomás O’Horan, que de noche abandonaba la hacienda de San Nicolás con precaución bien meditada, no se apercibió del gran cerco o circunvalación que efectuaron las tropas que allí tenía yo situadas; y por esta circunstancia permanecía en la hacienda; y esto se sabía, habiendo sido observado por mis gentes que le sobrevigilaban, y se me había participado que, a las primeras horas de la noche, había vuelto a la indicada hacienda. El cerco a distancia lo centralicé entonces sobre el edificio, y diversas comisiones de oficiales mandé al interior de la casa en busca del indicado O’Horan, ante el señor Eguía, primer administrador de la hacienda, y el señor don Luis Carballeda, hoy general del ejército, instándoles para que indicaran el lugar en donde se hallara escondido O’Horan. Por fin, estos señores se apersonaron conmigo en demanda de lo que deseaba, y de plano les manifesté lo mismo, les expuse cuál era mi misión, ordenada por el Supremo Gobierno, por el Primer Magistrado de la Nación; y aun cuando vacilaba un poco el primero, el segundo, con los buenos sentimientos patrióticos que lo animaban, me confesó de plano que O’Horan estaba dentro del recinto. O’Horan, comprendiendo la dificilísima situación en que estaba colocado, procuró escapar por alguno de los grandes corrales que existían en la hacienda, en uno de los cuales fue capturado por mis comisionados. O’Horan me conocía con anterioridad y me hizo infinidad de proposiciones, que el caballero y el hombre honrado jamás ha admitido, aun cuando por su vida militar y con motivo de las diversas comisiones que haya desempeñado, hubiese estado en condiciones de oír ofertas más ventajosas.

Leonardo Márquez, tarjeta de presentación para Constantinopla, 1864, inv. 451659, SINAFO-FN.

–Perdone usted mi curiosidad, general, ¿podría usted decirme en qué consistieron las proposiciones de O’Horan?

–O’Horan me ofreció regalarme algunos de los hermosos caballos que conservaba en la hacienda, así como también las alhajas que contenían sus equipajes; y, por último, una fuerte cantidad de dinero que tenía en poder de los honorables señores Buch, la que, repito, también ponía a mí disposición, ofreciéndome dar la orden para que la percibiera. […] Unos 50 000 pesos.

–¿Recuerda usted qué cantidad era?

–Unos 50 000 pesos.

–¿Decía usted, señor general, que O’Horan fue conocido suyo, anteriormente a estos sucesos?

–Durante la época que sirvió a la patria, como un caballero, estando en nuestras filas, las de nosotros los republicanos, fue mi amigo; y después, en las condiciones en que se colocó, me inspiraba horror por todos los malos antecedentes en su contra, por los males que había ocasionado a la nación y a la humanidad, que le hacían cargo justísimo de ellos. ¡Todos nos llevamos un chasco!

–¿Y qué le dijo usted en respuesta a esas proposiciones?

–Por mi honor de caballero: ¡qué se conformara con la suerte que le estaba destinada! Y, a propósito de esto, debo decir a usted que había yo recibido órdenes del Supremo Magistrado de la Nación, de que aprehendidos tanto O’Horan como Márquez, e identificadas sus personas, los mandara pasar por las armas.

–¿Así de terminantes fueron esas órdenes?

–¡Inmediatamente! Sin más ni más. Las palabras del señor presidente, más o menos, fueron estas: “Manuel, solamente en usted tengo confianza de que no lo cohechen. Vaya usted y aprehenda a ese hombre”. Pero continuemos nuestro relato: O’Horan, ya bien preso, le dejé con los centinelas de vista correspondientes, para llevar a cabo las otras órdenes que había yo recibido; y, antes de esto, pasé al lugar destinado para su capilla, allí en la misma hacienda.

–¿Y allí?

–O’Horan siguió implorando los sentimientos tiernos de la humanidad, manifestándome las condiciones de sus hijos y la de una joven, su esposa; suplicándome que no lo ejecutara, y repitiéndome los ofrecimientos que me habia hecho, los que deseché de plano con toda indignación, por lo que diré adelante, como prueba de ello. Al ser aprehendido, O’Horan se me arrodilló como una mujer, diciéndome: ¡Sálvame! Muérete como un hombre, le respondí; acuérdate de todos los males que has hecho y de tus manes de TIalpam, de Panzacola. ¡Te aborrezco! ¡Tus víctimas y la justicia demandan tu vida! ¡Ven conmigo!

–Pero ¿no me fusilarás en el camino? –me dijo.

–No.

–¡Ah! tú me salvas… tú me devuelves la vida! –dijo.

–Le signifiqué que tenía a la vez alguna otra misión que cumplir, y que entretanto dejaba orden a alguno de los jefes de que no lo fusilaran, sino hasta mi regreso; y emprendí el viaje a esa misma hora. En esta situación quedó prisionero. Ya al trote o a galope, con la mayor parte de las unidades que tenía yo a mis órdenes, nos dirigimos rumbo a la hacienda de Anacamilpa, en donde, por los antecedentes que tenía el señor Juárez, como he dicho, se sabía que se refugiaba Márquez, y circunvalé esta hacienda hasta donde me fue posible, por la gran cantidad de monte que contenía entonces. Requerí al administrador, que no recuerdo ahora su nombre, para que me entregara a Márquez o me indicara en dónde lo guardaba. Este caballero, cumpliendo con las leyes de hospedaje para con un refugiado, y después de alguna larga conferencia y mucho apremio, siendo preciso indicarle todo lo que su vida correría de peligro con no decir la verdad, se decidió a obedecer. Para no ser muy extenso, por fin este señor me indicó el lugar del monte en donde dormía Márquez, sitio a donde ocurrí con el mayor sigilo posible, a fin de no ser apercibido por el fugitivo. Márquez y el que lo acompañaba seguramente que se apercibieron de la batida que le daba al monte, que por lo fragoso del mismo, al huir, no me dejaron huella alguna. Debo decir que el lugar donde dormía Márquez con su correligionario o asociado, lo dejaron caliente todavía: así estaba el zacate en donde se recostaban; y, como era hombre experimentado en asuntos de campaña, consideré que los caballos, si no los tenían brida en mano, sí deberían haber estado a muy corta distancia; y, en efecto, los caballos no hacía mucho tiempo que habían defecado: todavía se sentía el calor en los detritos. Se luchó toda esa madrugada para buscar el rastro, el rumbo por donde Márquez hubiera escapado; todas las gentes de mi mando trabajaron a conciencia; se tuvo verdadero empeño por los jefes y oficiales que estaban a mis órdenes, así como también por la misma tropa, para conseguir, repito, la aprehensión de este individuo. Vino la luz de la mañana; el sol alumbraba ya debidamente el monte, y por ciertos reconocimientos me cercioré de que el perseguido no se encontraba dentro de la circunvalación que le había yo formado. Vuelvo a San Nicolás el Grande; y en virtud de los ofrecimientos que O’Horán me había hecho, pedí al juez de letras de Apam que con un notario viniera a San Nicolás. […] A estas dos respetables autoridades, en presencia de O ’Horan, del señor Eguía, del señor Carballeda y de algunos otros empleados de la hacienda, les ordené que formaran un inventario minucioso de los valores, alhajas y ropa que contenían los equipajes de O’Horan, o sea dos petacas; que se hiciera una reseña escrupulosa de todo, así como también de los ocho o nueve caballos que tenía el mismo O’Horan allí, entre ellos, un colorado precioso; que sellaran las cajas y que tomaran nota de la cantidad de dinero que me había ofrecido, y que estaba depositado en la casa, lo repito, de los honorables señores Buch, en esta ciudad. Supliqué a la autoridad referida y al notario, sellaran y cerraran los equipajes, y con la razón correspondiente del juez de letras y del notario, que daba fe de esto, para que así se pudiesen conducir aquellos a la secretaría de Guerra, como de facto sucedió. […] O’Horan tanto me suplicó que no le fusilara en la hacienda, así como los señores Eguía y Carballeda, exponiéndome que aquella propiedad era del general Prim, jefe ilustre de la expedición tripartita; y por los antecedentes del mismo, que se le debían, naturalmente, ciertas consideraciones, ofrecí a estos señores y al mismo O’Horan que lo traería a la capital de la república; y si en parte contravenía a las órdenes del eminente Juárez, abrigaba yo la idea de que al venir a la plaza de México, O’Horan sería juzgado con todas las prescripciones de la ley y ejecutado; puesto que lo merecía por los males que había ocasionado, mandando ejecutar a muchas víctimas; era, pues, necesario; ¡se demandaba un ejemplar castigo con este individuo! En efecto, en el primer tren que pasó por la hacienda de San Nicolás, tomé asiento con O’Horan y mi ayudante, para traerlo a esta capital, ordenando a la vez que vinieran los equipajes a la vista del notario que había tomado nota de ellos. Al llegar a esta plaza, me encontré al distinguido patriota, general de división don Alejandro García, entonces comandante militar, que con las tropas de la guarnición me esperaba en Buenavista (o corrales adonde llegaba entonces el tren), para ejecutar a O’Horan, por lo cual me mandó que se lo entregara.

–Entrégueme usted a esa fiera, para pasarla inmediatamente por las armas –me dijo.

Sepelio de Manuel F. Loera, 1913, inv. 20046, SINAFO-FN.

–[…] la gente estaba toda alborotada; gritaba… ¡muera O’Horan!, ¡fusílenlo!, ¡déjenoslo para matarlo! A mi pesar, no pude cumplir con aquel mandato de un jefe tan respetable, exponiéndole que ni las tropas, ni el cuerpo que comandaba estaban en el dominio de la plaza; y que yo mismo había recibido órdenes directas del señor presidente de la República y solamente tenía que darle cuenta de ellas. Ya después de entablar esta conversación con el señor García, me comprometí con dicho jefe a que en mi carruaje llevaría a O’Horan hasta el templo de las Brígidas, en donde estaba la prisión militar, a las órdenes del distinguido patriota don Basilio Garza. Le hago entrega formal de O’Horan, ordenándole que colocara centinelas de vista dentro del mismo lugar en que se le ponía, con recomendaciones especiales y muy serías, manifestándole que si el preso se fugaba, correría riesgo su vida; en fin, tanto, que se le formó a él un verdadero zarzo de responsabilidades. Ya con el recibo correspondiente, me presenté en Palacio ante la eminente figura de Juárez.  Recibido por el señor, al darle cuenta de mi misión, se expresó de una manera bien seria, interrogándome por qué no había cumplido con su mandato. A lo que le expuse que enmendar lo que él había ordenado me pareció conveniente y decoroso para la patria como para él mismo, traer a O’Horan, y que, si como era de suponerse, se le habría de nombrar un juez instructor y un jurado, éste fallaría en vista de la causa, dándole al procesado todos los recursos que nuestra carta fundamental concede para los procesados; y que, repito, el jurado determinaría la suerte de este señor. El señor Juárez, todo bondad, todo circunspección, sin embargo de lo molesto que estaba con mi persona por no haber cumplido debidamente con sus órdenes, este ínclito caballero me abrió los brazos y sus palabras fueron estas:

–Manuel, tiene usted razón: que lo juzgue la ley y no aparezcamos ni usted ni yo, como los asesinos de esa figura. […]

–Le presenté el recibo de la prisión en donde estaba bien guardado O’Horan, llamó después al señor ministro de la Guerra y le ordenó que nombrara un juez para que conociera de la causa que debería formarse en contra de O’Horan, y fue el señor coronel don Varela. […] Como llevo dicho, el consejo de guerra se reunió en el gran Teatro Nacional y allí los defensores de O’Horan aquilataron todos los recursos propios de la defensa; empero los razonamientos del ministerio público, en nombre de la sociedad agraviada, expuestos ante dicho consejo de guerra, inclinaron su opinión en pro de ellos y se determinó su fusilamiento, el cual se llevó a cabo en la plazuela de Mixcalco, en donde este señor había mandado fusilar a tantos patriotas. […]