Astrid Prisilla Carbonell Chávez
Universidad Anáhuac México
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 38.
El día primero de noviembre me encontraba lejos de mi patria. El anhelado olor a cempaxúchitl y chocolate acudía a mi imaginación, arrastrándome a la búsqueda de una andanza parisina. Fue así como me encaminé hacia el cementerio de Montparnasse, con la decisión de apreciar un día de muertos afrancesado. Peculiar manera de seguir la tradición latinoamericana, aquella que esconde cientos de misteriosos ritos añorantes de la existencia del más allá. Para mis adentros pensaba que el ojo global mira sin parpadear a las calacas mexicanas. Para el mundo, el paso de la vida a la muerte es un momento emblemático que causa admiración, temor, dolor e incertidumbre, pero en México, la muerte es una carcajada, el mexicano vive seduciendo a la niña blanca, ya sea para venerarla, honrarla e incluso burlarse de ella al acudir a innumerables bailes en donde al son que impone la vida el hombre no para de zapatear. Con ello demuestra su filosofía, los mexicanos son aquellos que acogen la muerte con humorismo y le dan la bienvenida con alegría, la veneran como a la vida, dándole un matiz especial, porque entienden el significado de que la vida no existe si no es vivida y mucho menos tendría un significado sin la presencia de la encantadora muerte.
Un susurro entre las tumbas corta de tajo mis reflexiones; al fondo del panteón una capilla relativamente sencilla en color gris llama mi atención a causa del blasón que presentaba sobre la puerta. Un escudo con un Águila devorando a la serpiente, en cuyo marco se lee el nombre de un fantasma: Porfirio Díaz. Desde el interior escapaba un gutural sonido pregonando quejumbrosas reflexiones en un monólogo casi inteligible que ahora trataré de plasmar.
Ay Nicolasa, ¿estás ahí?, soy tu hermano Porfirio, no hay soldados como los nuestros; no nos importaron sus historias de guerra. Sus cruces adornan la base de nuestra bandera mexicana. Pídele a Dios que no me vuelva loco de felicidad; dale un abrazo a Delfina. ¿Loco? He tenido una eternidad para escuchar a miles de personas pasar llamándome ¿loco?, para muchos de los mexicanos no fui más que un dictador afrancesado loco. Loco se vuelve el hombre cuando supone que el futuro de la democracia es puesto en peligro por la prolongada permanencia en el poder de un solo presidente:
¿No te conmueve, di, la bancarrota ni el hambre que a tu pueblo tanto aprieta?
Si no te enmiendas, yo sin ser profeta Te digo que saldrás a la picota.
Mi amigo Ireneo Paz tenía razón al escribir estos versos, Juárez tomó la silla durante catorce años, pero no pudo con la deuda externa, creía que escudándose en la constitución navegaría hasta el fin del mundo. Lo cierto es que su carrera política fue una obra maestra, cada paso que dio fue cauteloso hasta la muerte, transformándose en un ente idolatrado en aquella nación a la que mi ser ya no puede volver. Si acaso la muerte hubiera esperado unos años más para tocar a mi puerta… acaso… estaría conmigo, decrépito y desterrado al otro lado del mundo. Pero, con toda sinceridad puedo decir que mi servicio no corrompió mis ideales políticos, creo que la democracia fue el único justo principio del gobierno, aun cuando llevarla al terreno de la práctica sea posible sólo en pueblos altamente desarrollados. Recuerdo que me entregaron un Estado en el momento en que el país estaba dividido y el pueblo era incapaz de ejercer algún principio democrático. Arrojar de repente a las masas la responsabilidad total del gobierno habría producido resultados que podían haber destruido a un gobierno libre. La única manera en la que pude resolver este desastre fue con la creación de un sistema rígido y perfecto.
Superar una crisis financiera por la pérdida de cosechas, la devaluación del peso, una guerra en contra de los yaquis, habían desencadenado furor en la sociedad. Con la esperanza de recuperar la paz, así como la soberanía, me lancé junto a mis colegas a la lucha en favor de la libertad de mi patria. Nuestro propósito siempre fue el de abogar por la dirección del gobierno y el desarrollo científico del país, así cumpliríamos nuestro fin: “Orden y progreso”, dos palabras que encierran en su significado una milagrosa resurrección. México renacería de entre las cenizas para cumplir su destino; el éxito.
El plan era brillante. Junté a las mentes más brillantes de la república; aunque pocos, los intelectuales formaban dos partidos: el liberal y el conservador. Los del partido liberal eran personas de naturaleza modesta, pero de fidelidad canina, unos muchachillos imberbes estudiantes de Derecho, nunca imaginé que esos afeminados tendrían un solo punto a favor con el que lograrían grandes cosas. Por otro lado, recuerdo a mis compatriotas, la mayoría conservadores más o menos de buena talacha, casi siempre curas o soldados, pero con los pantalones bien puestos a pesar de ser asiduos clientes de las peluquerías. Nombres… Francisco Bulnes …nombres… Alfredo Chavero … nombres… Manuel Flores …nombres… Guillermo Landa y Escandón …nombres… José Yves Limantour y más nombres… Justo Sierra Méndez, todo queda en nombres, mi pueblo olvida que traté de llevarlo a Francia, mi segunda casa, el lugar donde dicen que reposo.
Hemos preservado la forma republicana y democrática de gobierno. Hemos defendido y guardado intacta la teoría. Sin embargo, hemos también adoptado una política patriarcal en la actual administración de los asuntos de la nación, guiando y restringiendo las tendencias populares, con fe ciega en la idea de que una paz forzosa permitiría la educación, que la industria y el comercio se desarrollarían y fueran todos los elementos de estabilización y unidad entre gente natural, inteligente y dócil.
Esas palabras resuenan en mi cabeza, se las dije a Creelman y repito que ningún presidente ha logrado como yo ganar la confianza de Estados Unidos, ¡Logré lo que Juárez no pudo! el pago de la deuda externa y de una manera encantadora, ¿Quién imaginaría que breves cantidades abonadas en un plazo de 15 años nos salvarían? Sustituí el sistema tributario apoyándome en el catastro y las estadísticas, eliminé las aduanas interiores, así como reduje las tarifas arancelarias. La prevención de una reforma para el sistema de sustitución del presidente se me debe, a mí y sólo al señor presidente Díaz. México consiguió después de tantos años una clase media, pero la gente no comprendió la importancia de esta como el elemento activo de la sociedad. La clase media representa un adelanto, esta toma las mejores características de la sociedad para crear una clase activa, trabajadora, de progreso en la cual descansan los principios de una naciente democracia. El precio de estos adelantos fue un régimen oligárquico, técnico con muchos simpatizantes. El mismísimo Justo Sierra expresó que mi régimen llevó a México a la cúspide del progreso.
Tuxtepecanos: ¿No advierten que mi único pecado fue envejecer? No deseo volver a la vida, porque sé que el pueblo mexicano, aun después de 100 años sigue siendo incompetente para el progreso, sé que si me dieran otra oportunidad, regresaría a este lugar, a lado de otros soñadores y libres pensadores, cuyas ideas yacen bajo tierra.
En ese momento el alba pintaba sus colores en el inmenso cielo. Mi lógica dictaba que estaba por esfumarse la figura que gobernó por 27 años con desmesurada ambición en los que las elecciones se convirtieron en mera formalidad. Pero yo no estaba ahí para juzgar a aquel espíritu, sino para entenderlo y con sus penas aprender. Discernir que, al igual que la nuestra, su vida era una obra de arte.
Inferir que no existen villanos, solo personas con una decisión entre manos. La luz iba iluminando el pequeño sepulcro de nuestro general, su voz iba desapareciendo conforme pasaban los segundos, pero dejó escapar una última sentencia:
Puedo dejar la presidencia de México sin ningún remordimiento, lo que no puedo hacer, es dejar de servir a este país mientras viva. El alba del horizonte es mensajera de mi realidad, Porfirio Díaz está muerto y desde que Madero liberó al tigre, nadie lo ha podido volver a encerrar