Mitos alrededor de la Batalla de Puebla

Mitos alrededor de la Batalla de Puebla

Faustino A. Aquino Sánchez
Museo Nacional de las Intervenciones, INAH

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 65 

Que un pequeño ejército mal equipado y preparado como el mexicano venciera al más poderoso de la época, el de Napoleón III, parecería inexplicable. Muchas conjeturas se han hecho. Aquí se analizan las explicaciones sencillas que dio el general Ignacio Zaragoza, quien comandó aquellas tropas victoriosas.

Anónimo, Batalla del 5 de mayo de 1862, óleo sobre tela, 1870, Museo Nacional de las Intervenciones. Secretaría de Cultura-INAH-MÉX. Reproducción autorizada por el INAH.

La victoria lograda por el Ejército de Oriente sobre fuerzas expedicionarias francesas el 5 de mayo de 1862, en las afueras de la ciudad de Puebla, es el hecho más relevante de la historia militar de nuestro país. Ninguna otra batalla, aunque haya sido decisiva (la del 5 de mayo no lo fue), es objeto de las celebraciones anuales y del culto oficial que caracterizan a la de Puebla. Tal notoriedad se debe a que desde el momento mismo en que las tropas francesas dieron la espalda a las mexicanas al atardecer de aquel 5 de mayo, apenas pudo creerse que un ejército nacional –mal equipado y entrenado– hubiera puesto en fuga a los que entonces eran considerados “los primeros soldados del mundo”.

Para explicar lo inexplicable, se han destacado varias claves: el genio militar del comandante en jefe mexicano, general Ignacio Zaragoza (también objeto de culto desde su muerte, pocos meses después de la batalla); el extraordinario valor que el amor a la patria inspiró en los soldados del Ejército de Oriente, la soberbia mostrada por los franceses –sobre todo la de su general, Charles Ferdinand Latrille, conde de Lorencez–; y el devenir histórico, que apuntaba hacia un mundo liberal que dejaría atrás el mundo de las monarquías tiránicas, representadas por Napoleón III.

Sin embargo, tanto entonces como ahora, se ha dejado de lado la sencilla y lógica explicación que dio el propio general Zaragoza: la ineptitud de Lorencez. Cuatro días después de la victoria, el general mexicano remató su parte oficial sobre la jornada del 5 de mayo con tres oraciones que se han hecho célebres: “El ejército francés se ha batido con mucha bizarría; su general en jefe se ha portado con torpeza en el ataque. Las armas nacionales se han cubierto de gloria”. A pesar del ambiente de euforia triunfal y de que a todas luces se estaba convirtiendo en un héroe, Zaragoza hizo gala de la más loable honestidad, pues reconoció que el triunfo –para los legos en materia militar, milagroso– le había sido servido en bandeja de plata por el propio conde de Lorencez al atacar este el punto más sólido de la línea de defensa mexicana: el fuerte de Guadalupe. Para explicar la “torpeza” del jefe francés, es necesario hacer un breve recuento de los hechos previos a la batalla, los cuales pueden seguirse en la colección documental Benito Juárez, documentos, discursos y correspondencia.

Luego de romper los Tratados de La Soledad, por los cuales los franceses y la Alianza Tripartita –Francia, Inglaterra y España– se habían comprometido a volver a sus posiciones en la costa de Veracruz en caso de rompimiento de hostilidades, Lorencez inició su avance desde Orizaba, y en los primeros combates con las fuerzas mexicanas, en Fortín y las Cumbres de Acultzingo (19 y 27 de abril), comprobó que no tenían talla para medirse con las suyas. Fue entonces cuando escribió a su gobierno aquellas palabras que exhibieron la soberbia europea respecto del resto del mundo y que, luego de la derrota, lo perseguirían por el resto de su vida: “Somos tan superiores a los mexicanos en organización, en disciplina, raza, moral y refinamiento de sentimientos, que, desde este momento, al mando de nuestros 6 000 valientes soldados, ya soy el amo de México”.

Por su parte, el general mexicano, convencido de que era imposible enfrentar a los franceses a campo abierto, decidió hacerse fuerte en Puebla con cerca de 6 000 hombres, y con el objetivo de contener al invasor el tiempo suficiente para que el gobierno pudiese formar un ejército capaz de “destruirlo en uno o dos golpes”. La pequeñez del ejército de Lorencez hacía factible su destrucción, e incluso Zaragoza se sintió capaz de realizarla él mismo, pues el 3 de mayo, ya en Puebla, escribió al gobierno que, si se le proporcionaban 2 000 infantes de refuerzo, “yo le aseguraría hasta con mi vida que la división francesa sería derrotada precisamente el día 6”. Al mismo tiempo, destacó una división de caballería al mando del general Tomás O´Horan hacia el rumbo de Cholula, con la misión de dispersar un contingente de tropas conservadoras al mando de Félix Zuloaga y Leonardo Márquez, estacionadas en Atlixco, y así evitar que el Ejército de Oriente pudiera verse acorralado a dos fuegos en la inminente batalla. Como respuesta a la petición de refuerzos, el ministro de Guerra, Miguel Blanco, contestó el día 4 que ese día salían de México 2 000 infantes y el 6 estarían en Puebla.

Zaragoza contestó a las 2:20 de la tarde que quedaba enterado del envío de refuerzos y esperaba que llegasen el 6 bien temprano. Aún no tenía noticias de sus exploradores y no sabía que O´Horan acababa de derrotar por completo a los conservadores en Atlixco. Por la noche, fijó el plan de batalla, según el cual las tropas deberían estar formadas en sus cuarteles a las cuatro de la mañana del 5 y de ahí marcharían a ocupar los barrios ubicados frente al camino de Amozoc, al sur del cerro de Guadalupe, en torno a la plaza de Los Remedios.

A las siete de la noche el general seguía sin noticias de O´Horan, pero supo que los franceses acababan de llegar a Amozoc, a tan sólo cuatro leguas de Puebla –aproximadamente 16 kilómetros–, por lo que escribió al gobierno: “No creo que salvando todas las reglas militares nos ataquen mañana mismo, sin embargo, estoy preparado.” Con “las reglas militares” el general se refería a que Lorencez tenía que dar a sus tropas al menos un día de descanso en Amozoc, pues venían de una larga marcha desde Orizaba. Además, debía reconocer el terreno y las defensas de la ciudad para formar un plan de ataque. No sabía que el plan de Lorencez iba a consistir, precisamente, en salvar todas las reglas del arte para intentar sorprenderlo.

La soberbia del conde de Lorencez comenzó a tambalearse el 4 de mayo, pues al llegar a Amozoc recibió informes, exagerados, de que Zaragoza se disponía a enfrentarlo en Puebla con un ejército de 12 000 hombres y abundante artillería. Además, desde que semanas atrás Juan N. Almonte había ordenado a Márquez apoyar al ejército francés en sus operaciones, no tenía noticia alguna de las fuerzas conservadoras. Sin pensar en investigar y comprobar los alarmantes informes, convocó a un Consejo de Guerra en el que expuso que la supuesta superioridad numérica de los mexicanos y sus preparativos planteaban un serio problema, pues con 6 000 soldados y 16 cañones de campaña era imposible establecer un sitio, y tampoco era conveniente realizar ataques de reconocimiento, pues se perdería personal; estando tan lejos de Francia era necesario economizar vidas. Aunque sus asesores mexicanos, Juan N. Almonte y Antonio Haro y Tamaríz, aseguraban que Puebla siempre había sido fácil de tomar atacándola por el sur, su inseguridad lo llevó a ignorar sus consejos.

Buscando una solución en la carta topográfica que estudiaba, Lorencez se fijó en que el fuerte de Guadalupe dominaba a Puebla por el norte, y concluyó que su posesión “aseguraba la de la ciudad”. Convencido de esto, y creyendo, por declaración de uno de los presentes que decía conocer el fuerte, que los fosos estaban cegados y la muralla ofrecía poca resistencia, insistió en que lo único que podía hacerse era intentar un asalto relámpago, capaz de tomarlo sin poner en peligro al ejército en caso de ser rechazado. Los mexicanos se verían sorprendidos por la fogosidad francesa, tan temida en todo el mundo, y su supuesta ventaja numérica quedaría neutralizada. El consejo convino, de manera unánime, en que de la audacia y rapidez del ataque iba a depender el éxito, en que dar un día de descanso a las tropas resultaba improcedente y en que, por tanto, al día siguiente el ejército francés asaltaría el fuerte tan luego llegara a Puebla.

J. P., Miguel Negrete, óleo sobre lámina de cobre, 1850, Museo Nacional de Historia. Secretaría de Cultura-INAH-MÉX. Reproducción autorizada por el INAH.

Evidentemente, al creer en informes falsos, el conde estaba cayendo en una coronelada –es decir, un error indigno de un general­. En esa época era una regla estratégica el abstenerse de atacar plazas fortificadas (ciudades amuralladas, recintos atrincherados o fuertes) pues, tal como escribió el general Sóstenes Rocha en sus Estudios sobre la ciencia de la guerra, “siendo en todos los casos muy mortífero el ataque de una plaza sólo se procederá a él en un caso absolutamente necesario”. En el caso que tratamos, Lorencez fue advertido de que no era necesario atacar el fuerte, pues la ciudad siempre había sido tomada por el sur. En todas las guerras civiles del país los fuertes de Guadalupe y Loreto nunca fueron atacados, pues su carácter inexpugnable resultaba más que evidente al estar ubicados en la cima de sendos cerros.

Zaragoza no gozaba de superioridad numérica y, por tanto, el conde podía enfrentarlo en una batalla campal, o lanzarse al asalto de la ciudad confiando en la excelente calidad de sus tropas. Por el contrario, al decidir asaltar un fuerte ubicado en una posición elevada, iba a obligar a sus hombres a atacar cuesta arriba y a pecho descubierto a una guarnición enemiga ventajosamente cubierta en murallas y trincheras. Además, carecía de artillería de sitio para abrir brecha en la muralla del fuerte y bombardear a la guarnición (Lorencez sólo contaba con artillería de calibre cuatro y doce, cuando habría requerido de 20 o 24, además de morteros u obuses para disparar bombas y granadas: los morteros con que contaba la expedición se habían quedado en los barcos anclados en Veracruz) y los accidentes del terreno podían ser utilizados por los mexicanos en su beneficio. En lo único en que Lorencez acertaba era en que tenía que atacar el 5 de mayo, pues Zaragoza estaba por recibir refuerzos el 6. En otras palabras, todas las ventajas tácticas iban a estar de lado de los mexicanos, pero el conde, convencido de que lo único que podía hacer era intentar un golpe de audacia, confiaba en que Zaragoza no tendría tiempo de aprovecharlas.

Por razones de espacio, vamos a obviar los detalles de la batalla y remitir al lector a las numerosas crónicas que existen de la misma. Aquí sólo vamos a resaltar que Lorencez, una vez que su ejército estuvo a la vista de Puebla la mañana del 5 de mayo, siguió deslizándose en una pendiente de errores. Llegó a Puebla hasta las 10 de la mañana y tardó dos horas en preparar el ataque, con lo cual perdió el efecto sorpresa; por su parte, el general Zaragoza, cuando vio que los franceses se dirigieron a emplazar su artillería a 2 000 metros al noreste de Guadalupe, sí que se sorprendió al ver que el francés esquivaba el desafío que le planteó con una línea de batalla al sur de Guadalupe, en torno a la plaza de Los Remedios, y que su objetivo era el fuerte: “este ataque que no había previsto, aunque conocía la audacia del ejército francés, me hizo cambiar mi plan de maniobras”. Al mismo tiempo, debió sentir “en su alma un movimiento de júbilo al ver perdido al enemigo. Este, en efecto, atacaba la ciudad por el punto más inexpugnable” (El Siglo Diez y Nueve, 5 de mayo de 1887). La lentitud con la que Lorencez actuaba dio tiempo al jefe mexicano para cambiar su plan de defensa y mandar a los generales Felipe Berriozabal y Francisco Lamadrid con tropas suficientes a reforzar el fuerte.

Una vez emplazada su artillería, Lorencez inició un inútil cañoneo contra la muralla de Guadalupe (las balas, por la pequeñez del calibre y el ángulo del disparo, rebotaban en la muralla o la sobrepasaban cayendo en la ciudad) en el que consumió casi toda su munición. Al emprender el asalto enfrentó lo que debió saber desde un principio: este resultó mortífero y sus tropas, acribilladas por la fusilería y artillería mexicanas, fueron rechazadas en tres intentos –en sus partes, los generales Negrete y Berriozábal se muestran conmovidos por la manera en que los soldados franceses fueron vapuleados, y elogian su valor y disciplina al enfrentar la lluvia de balas. Al emprender el asalto con 3 500 soldados y marinos, sólo contó con 1 500 efectivos para enfrentar a los 3 500 mexicanos que, al mando de Porfirio Díaz, defendían los barrios al pie de Guadalupe, por lo que también en el llano los franceses fueron barridos.

Inopinadamente, las armas mexicanas se habían cubierto de gloria, lo que fue aprovechado por el partido liberal para proclamar la superioridad de su causa sobre la de los conservadores, y tomar el triunfo como prueba de que México tenía la fuerza necesaria para enfrentar la injusta agresión de la primera potencia militar del mundo (El Siglo Diez y Nueve, 6 de mayo de 1862). Al menos por el momento –algún debate sobre la gran ventaja de que gozó Zaragoza vendría después (El Siglo Diez y Nueve, 7 de mayo de 1868)–, nadie reparó en que, en el fondo, fue un golpe de suerte que Lorencez resultara ser un inepto, de modo que poco a poco se fue forjando el mito de la capacidad de México para enfrentar a cualquier potencia. El país podía ser de los más caóticos, como afirmaban los europeos, “pero México cuenta con soldados tan bizarros y tan invictos como los que el 5 de mayo hicieron morder el polvo a los mejores veteranos del mundo”. No importaba si Napoleón enviaba 100 000 hombres, los valientes mexicanos no temblarían (La Chinaca, 12 de mayo de 1862).

Sin embargo, tal ingenuidad entusiasta resultó fructífera, pues el 5 de mayo se convirtió en un artículo de fe para resistir los cinco años de guerra que estaban por caer sobre México.

[…] el recuerdo del 5 de mayo, como un fuego sagrado templaba [las] almas en los días en que el pabellón enemigo ondeaba en nuestra capital, y [nos] daba fuerzas para no doblar la frente ante los ejércitos de la Francia. En esos días de prueba, la gloria del 5 de mayo se alzaba en los campamentos de nuestros guerreros y los envolvía con su luz y los embriagaba con un delirio sagrado, y les auguraba el triunfo de México, y les infundía nuevo valor: era el espíritu de Zaragoza que recorría las filas de los combatientes: era la renovación de la independencia en el corazón de cada mexicano. (El Monitor Republicano, 6 de mayo de 1868)

R. Aguirre, General Ignacio Zaragoza, óleo sobre tela, 1898, Museo Nacional de las Intervenciones. Secretaría de Cultura-INAH-MÉX. Reproducción autorizada por el INAH.

Pocos ejemplos habrá en la historia en que el capricho de la fortuna resultara tan decisivo pues, como otro periodista señaló:

Si la guerra no hubiera comenzado con tan espléndida victoria, el desaliento y el pánico hubieran cundido por todas partes y la sola idea de combatir hubiera parecido temeraria, pero el 5 de mayo y la memoria de Zaragoza inspiraban la esperanza en el triunfo del derecho, alentaron al pueblo y prolongaron la lucha […] hasta lograr la completa reivindicación de la causa de México. (El Siglo Diez y Nueve, 5 de mayo de 1868).

La jornada del 5 de mayo no fue una batalla decisiva, pero sí una batalla inspiradora de fe, esperanza y coraje, de ahí que su trascendencia llegue hasta nuestros días, y que la explicación lógica del triunfo –la ineptitud del enemigo– fuese barrida bajo el tapete en favor de otras explicaciones que halagaron el orgullo nacional, reforzaron la causa liberal y consolidaron la identificación de esta con el nacionalismo mexicano.

También fue inspiradora de mitos, como el supuesto genio militar de Zaragoza –elevado al nivel del de Napoleón el Grande–, el extraordinario heroísmo de las tropas mexicanas –en realidad gozaron de todas las ventajas– y la capacidad de México para derrotar a cualquier potencia pues, si durante el siglo xix se dijo que Zaragoza y sus huestes derrotaron a los “primeros soldados del mundo”, en algún momento del siglo xx comenzó a afirmarse que derrotaron al “mejor ejército del mundo”. Napoleón III contaba con un ejército de cuatrocientos mil soldados, Zaragoza derrotó tan sólo a un pequeñísimo contingente, por tanto, debemos concluir que tal exageración, que debería ser evidente, se convirtió en un mito.

PARA SABER MÁS:

  • Taibo II, Paco Ignacio, Los libres no reconocen rivales. Una historia narrativa de la batalla del 5 de mayo de 1862, México, Planeta, 2017.
  • Visitar el Fuerte de Guadalupe, Puebla, Pue.
  • Visitar el Museo Nacional de las Intervenciones, 20 de agosto S/N, San Diego Churubusco, Coyoacán, CDMX.