Martha Santillán Esqueda
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 66
Apenas en 2012 el delito de incesto fue modificado en el código penal federal. La violencia sexual intrafamiliar no sólo se esconde entre las paredes y el silenciamiento de una casa, sino que desde la justicia misma se ha contribuido a mantenerla marginada.
En 1931 se filmó en México Santa, la primera película sonora de habla hispana en Latinoamérica, basada en la novela homónima de Federico Gamboa. Dos años más tarde se produjeron en el país 21 filmes con sonido, de los cuales tres de esas producciones abordaron la cuestión del incesto: Sagrario (Ramón Peón, estrenada en 1933), El Tigre de Yautepec (Fernando de Fuentes, 1933) y La mujer del puerto (de Arcady Boytler, estrenada el 14 de febrero de 1934).
Si bien el tema principal en Sagrario es el adulterio, se esboza la preocupación del incesto cuando una joven se enamora de su padrastro, sin que el enamoramiento pase a mayores. En cambio, en los otros dos filmes abordan el vínculo entre hermanos sin que los personajes conozcan el parentesco que los une.
En El Tigre de Yautepec el incesto no pasa de un romance coronado con besos. En cambio, en La mujer del puerto se evidencia la consumación del encuentro sexual; el único filme que lo hará en décadas. El drama comienza cuando Rosario (Andrea Palma) con engaños se entrega sexualmente a su novio y su padre muere. Al quedarse sola, y manchada por haber hecho el amor fuera del matrimonio, termina como prostituta en un burdel de un puerto. Tiene un encuentro sexual con un marinero, pero después de una charla intensa sobre sus vidas descubren que son hermanos. Rosario se suicida aventándose al mar. En este filme la mujer es quien se autocastiga. Y es así porque hay una transgresión primera: la apertura sexual de Rosario que la convierte casi en automático en prostituta. En cambio, su hermano, quien salió corriendo detrás de ella, se queda sosteniendo el chal de Rosario mientras vemos el mar chocar con las rocas y la leyenda “Fin”. Un dato curioso: esta película se exhibió durante una semana y se prohibió que hombres y mujeres la vieran juntos. El tema era escabroso para la época.
Casos reales
Mientras en la pantalla grande se narraban de esa forma las relaciones incestuosas, en la vida real de aquel 1933 las cosas transcurrían por otros senderos. En mayo, una mañana de domingo en Santa Cruz de Galeana, Guanajuato, Andrés notó que le faltaba un botón a su camisa; aquí comenzaba un drama de la vida real. Llamó a su media hermana, María Antonieta, para que se lo arreglara y esta acudió de inmediato. Desde que ella llegó al pueblo, dos meses atrás, para hacerse cargo de la correspondencia del negocio de telares de su padre, hacer las remesas de mercancías y coser ropa, también atendía a Andrés en todo lo relacionado con las cuestiones domésticas.
María Antonieta estudió hasta cuarto año de primaria; trabajaba “cosiendo ajeno”, y llegó a emplearse como dependienta en una cristalería. A la edad de nueve años conoció a su padre, Encarnación Ramírez, un comerciante acomodado, quien de joven sedujo, embarazó y abandonó a la entonces sirvienta de su casa, María Luisa, la madre de María Antonieta. Desde que su padre reapareció en sus vidas, comenzó a pagar la renta del cuarto de vecindad donde habitaban y a pasar temporadas allí. A los 15 años conoció a Jesús. En Santa Cruz de Galeana, María Antonieta tenía prohibido decir que era hija de Encarnación o hermana de Andrés.
El día en que Andrés, de 19 años, le pidió a su hermana María Antonieta, de 18, que le cosiera el botón de una camisa, luego de hacerlo comenzó a jugar “de manos” con ella, tal como habían hecho desde niños. En medio de risas y manoteos, él tomó un cordón grueso y le amarró las manos por detrás de la espalda. Andrés la aventó con fuerza al suelo, le alzó la falda y comenzó a aflojarse los pantalones. María Antonieta le pidió que ya no siguiera. En su declaración mucho más tarde, ante un juez narró: “al notar ella lo que [él] pretendía hacer, le suplicó y le tiró de puntapiés para evitar la violación”. Gritó tan fuerte como pudo, pero Andrés no se detuvo: “la dominó y la deshonró”. Claro que pidió auxilio, aseguró, pero nadie la ayudó; todos los vecinos se habían ido a misa.
María Antonieta optó por guardar silencio. Los días transcurrían y ella enmudecida soportaba la presencia del hermano, además de seguir atendiéndolo mientras sorteaba sus constantes invitaciones para que “hicieran vida marital”. Llena de vergüenza y culpa, decidió no contarle a nadie lo sucedido y terminar su noviazgo con Jesús. Logró regresar a su casa tres meses más tarde.
En aquellos años, la violación era un delito que apenas se denunciaba. Durante la mayor parte del siglo xx, las cifras oficiales muestran la existencia de pocas denuncias penales, y más reducida aún era la relación porcentual entre acusación y sentencia. Entre 1928 y 1947 hubo en el país un promedio anual de 740 varones procesados por violación, de los cuales sólo el 22.83% obtuvieron sentencia; para 1950, las cifras fueron 1,010 y el 29.10%, respectivamente. En 1967 se reformó por primera vez el delito de violación (la cópula, con el pene, violenta sobre cualquier persona). Entre las modificaciones, el castigo estipulado en el código penal federal (uno a seis años de prisión) se incrementó a un margen de dos a ocho años; y se agregarían de seis meses a dos años de prisión si la violación la cometía un ascendiente contra su descendiente, o viceversa, un tutor contra su pupilo, el padrastro o amasio de la madre contra el/la hijastro/a. La figura del hermano violador no fue tipificada sino hasta 1991.
Silencio y leyes
Varios motivos se entrelazan en esta arraigada cultura de la no denuncia o fenómeno del silencio que ha atravesado todo el siglo xx. Por un lado, las escasas denuncias se han debido a la poca atención judicial, pero también a los maltratos recibidos por las víctimas durante los procesos penales; y, por otro, al estigma social, la culpa y la vergüenza que sufren las mujeres violadas, máxime si en el acto pierden la virginidad, como le sucedió a María Antonieta, quien aseguró que antes de la violación ella era “señorita” y que, por tanto, se derrumbaba su prometedor futuro (el matrimonio con Jesús).
Ante la insistencia de Jesús por reestablecer su noviazgo, María Antonieta se animó a romper el silencio. Le reveló “que la había deshonrado su hermano Andrés, cosa que él no creyó”, ni tampoco lo que le hizo su padre, hasta que vio la noticia en los diarios del asesinato de aquel hermano, como dijo al juez. Aunque María Antonieta no le contó a su madre, María Luisa, lo de Andrés, si se atrevió a decirle que, a los dos meses de haber regresado a su casa, su papá comenzó a besarla, a sentársela en las piernas y a abrazarla en forma inconveniente. La madre le sugirió que “procurara cuidarse”. En ese estado de cosas, en mayo de 1934 llegó Andrés con dos pistolas a la vista para decirle que si no se iba con él mataría a Jesús. María Antonieta aterrada escondió una de las pistolas. En una acalorada discusión al respecto, a finales de junio, ella le disparó en la cabeza mientras el hermano estaba recostado en la cama.
Se abrió un proceso penal por homicidio. En las declaraciones que hicieron los padres, antes que el abuso sexual intrafamiliar, la virginidad de su hija era la verdadera preocupación. Encarnación dijo que su hija “era una muchacha seria y honrada y nunca supo que cometiera ligerezas”. La madre aseguró que “ni siquiera llegó a tener sospechas” de “lo que había pasado entre María Antonieta y Andrés […] en virtud del parentesco que había entre los dos muchachos”. Ambos se expresaban como si “lo sucedido” hubiese sido más bien un acto sexual consensuado, un “simple” incesto; en todo caso, los jueces creyeron que la violación en efecto existió y que ello fue el motivo del crimen.
El delito de incesto se reconocía cuando un ascendiente tenía relaciones sexuales con sus descendientes (no se explicitaba la edad); se imponían de uno a seis años de prisión para los primeros y de seis meses a tres años para los segundos. Cuando eran hermanos, se estipulaba un castigo de seis meses a tres años. Redactado de esta forma, se daba por sentado que la relación sexual entre parientes era de mutuo acuerdo y entre adultos; sin embargo, no se consideraba de ninguna manera cualquier mecanismo de abuso (psicológico o físico) que pudiese mediar para que el incesto se realizara.
Por aquellos años, el abogado Francisco González de la Vega afirmaba que los “actos incestuosos […son] producto de frecuentes procesos hereditarios degenerativos en forma de variadas taras somáticas o psíquicas en los descendientes”. Por su parte, el abogado Vicente Aguilar Ventura sostenía que la relación sexual entre parientes no debía ser considerada un crimen pues no atacaba o lesionaba “un interés jurídicamente protegido”, en todo caso era un asunto que debía preocupar a la psiquiatría. Jorge Beutelspacher y José García Nieto, alumnos del famoso criminólogo Alfonso Quiroz Cuarón, consideraban que el incesto estaba lleno de “contradicciones y escabrosidades”, sin ofrecer una postura clara al respecto ni mucho menos esbozar alguna idea en torno a posibles violencias. Así, los juristas también omitían en sus reflexiones el tema de la violencia sexual intrafamiliar, trasladándolo al terreno de una atípica patología individual.
Entre tanto, algunos diarios se ocuparon del asesinato. En particular, el Excélsior dio seguimiento a la noticia durante cinco días y en ningún momento utilizó las palabras violencia, abuso, sexo, incesto o afines. Presentaba a María Antonieta como víctima de un trágico destino: un padre que la había abandonado y puesto en los brazos de su “verdugo”. Refería la violación como un acto en el que el hermano “seductor” la deshonró o bien como un “impresionante drama de amor y de odio”. El mutismo ante la violencia sexual intrafamiliar era general.
Silencios y salud mental
El silencio en México respecto de la violación indudablemente ha sido social y político. Pero el silencio, también social y político, en torno al abuso sexual intrafamiliar es aún más férreo. Ello va de la mano de una falta de credibilidad con la víctima o de apoyo familiar, como le sucedió a María Antonieta cuando se acercó para hablar del tema con Jesús o con su mamá.
La historiadora María Eugenia Sánchez Calleja, en su estudio sobre la prostitución de menores durante la posrevolución, encuentra que el abuso sexual de chicas por parte del padre, padrastro u otro varón familiar de autoridad era una práctica bastante común y silenciada en la medida de lo posible por los mismos familiares; por su parte, la socióloga Gloria González-López da cuenta en sus investigaciones de la continuidad de estas prácticas y de lo extendido que están hasta la actualidad.
Con el caso de María Antonieta, queda claro cómo el silencio y la negación estaban arraigadas en todos los ámbitos sociales: familiar, mediático, médico, jurídico.
El ministerio público pidió a la corte penal que María Antonieta fuese castigada por homicidio calificado, pues disparó cuando Andrés estaba acostado. Y así fue: recibió trece años de prisión, la pena más baja por ese delito. La defensa apeló, solicitando que se le hiciera otro examen psiquiátrico, pues desde el inicio del proceso se manejó la hipótesis de que ella estaba embargada por un miedo grave y mentalmente alterada cuando disparó el arma.
En la primera etapa del proceso penal habían realizado a María Antonieta un estudio psico-fisiológico y otro psiquiátrico. Ambos peritajes la diagnosticaron como histérica con deficiencias hormonales, pero con plena conciencia de sus actos, incluso en el momento del homicidio. En el tercer examen, realizado tras la apelación, los psiquiatras estimaron que María Antonieta era en efecto una histérica; sin embargo, también consideraron que ella, al haber estado expuesta a un conjunto de experiencias complejas (la violación, el hostigamiento de Andrés, los acosos del padre, el peligro que corría su noviazgo, la falta de contención), mentalmente se fue desequilibrando hasta el colapso emocional que desembocó en el homicidio, el cual cometió en un estado de conciencia obnubilada. Ello implicaba que María Antonieta no era responsable del crimen.
Con este estudio, el proceso penal se complicó; así que se solicitó otro más que realizó el director del Manicomio General La Castañeda, Alfonso Millán. En su dictamen explicó las características de la histeria y la forma en que personas con deficiencias neuro-endócrinas, como María Antonieta, reaccionan violentamente ante estímulos externos agrestes. Con todo, no podía decir que justo cuando ella disparó la pistola se encontrara en un estado preciso de inconciencia. Reconocía que el homicidio que cometió era una reacción “excesiva” ante todo lo que había vivido, pero tardía y extemporánea.
En la sentencia definitiva, los magistrados determinaron que el asesinato cometido por María Antonieta, aun cuando fue una “reacción pasional desenfrenada”, lo hizo con plena conciencia, pero sin premeditación. De modo que redujeron la condena a ocho años de prisión por homicidio simple. En noviembre de 1939, un mes después de su sentencia definitiva, María Antonieta solicitó un indulto que le fue concedido. Dejó la prisión el 13 de diciembre, después de cinco años y medio en la cárcel.
En estos días
Tras la exhibición de aquellas tres películas, no se volvió a tocar en el cine el tema del incesto, por lo menos durante la época de oro, hasta mediados de 1950. En 1949 se filmó otra versión de la Mujer del puerto, ahora con María Antonieta Pons. Aquí, Rosario también muere al aventarse al mar; sin embargo, el encuentro sexual nunca se consuma pues los personajes descubren a tiempo que son hermanos. La vergüenza de Rosario que la impulsa al suicidio radica en que su hermano descubre que es prostituta.
La violencia sexual intrafamiliar es un tema muy complejo y escabroso, como sugirieron algunos abogados mexicanos en los años cincuenta, que ha solido oscurecerse penalmente bajo la figura del incesto. La historiografía dedicada al estudio y la comprensión de las transgresiones sexuales en México no ha logrado esclarecer suficientemente los procesos sociales y culturales que enmarcan el sexo coercitivo en el ámbito familiar debido, en gran medida, al pertinaz silencio que oculta estas prácticas de los registros.
En 2012 se realizó la única modificación que se ha hecho al delito de incesto en el código penal federal: se eliminó la figura de los hermanos y se equiparó con la violación la relación incestuosa con un menor de 18. Ese mismo año, el margen de la pena por violación aumentó a entre ocho y 20 años de prisión. En tanto, la violencia sexual intrafamiliar, se castiga en función del delito sexual cometido agravado por el parentesco.
La dura experiencia que vivió María Antonieta Ramírez hace 90 años (al igual que muchas mujeres, niñas y niños a lo largo del tiempo), nos invita a reflexionar sobre los entornos familiares y sociales que, enraizados en el pasado, forman nuestro presente. Cuando salió de la cárcel, ella tenía alrededor de 25 años; entonces no había centros de ayuda o de atención psicológica para personas que hubiesen sufrido violencia sexual intrafamiliar, pues se fueron creando hacia finales de los años ochenta. Desconocemos cómo vivió el resto de su vida: si se casó con Jesús o con alguien más, si tuvo hijos, qué entorno familiar construyó, si volvió a ver su padre, la manera en que “acomodó” emocionalmente lo que le sucedió. Pero la enseñanza que nos deja ese trozo de su vida es que no debemos ignorar esta problemática, ni en el pasado ni en el presente, con miras a un mejor futuro.
PARA SABER MÁS.
- Calleja, María Eugenia, “La prostitución en menores de edad: entre la prohibición y la tolerancia. Ciudad de México 1920-1940”, tesis de maestría en historia y etnohistoria, ENAH, México, 2002.
- González-López, Gloria , Secretos de familia. Incesto y violencia sexual en México, México, Siglo xxi Editores, 2019.
- Santillán Esqueda, Martha, Mujeres criminales. Entre la ley y la justicia, México, Cátedra, 2021.
- Segato, Rita, “La estructura de género y el mandato de violación”, en Rita Segato, Estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos, Buenos Aires, Prometeo, 2010.