En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 61
Ni muerto me dejarán descansar, decía Pancho Villa. Tras su crimen en julio de 1923 en Parral y la profanación de su cuerpo tres años más tarde, la frase resultó premonitoria. Y si el exjefe de la División del Norte se refería con razón a sus enemigos, que abundaban, a pesar de dejar las armas y refugiarse en las actividades agrícolas en su rancho de Canutillo, un siglo después su imagen de líder revolucionario y hombre de pueblo sigue generando admiración y respeto, pero nunca olvido. Analizado en retrospectiva, habría sido difícil mantenerse con vida por entonces, con los odios, venganzas y deslealtades propias que quedan aflorando al término de una conflagración civil. “La regla es la misma en Sicilia, en América y en todas partes. El hombre más poderoso del mundo si se enfrenta con alguien con el suficiente coraje para tirar en su contra, muere como cualquier otro”, decía en los años noventa Giovanni Falcone, aquel juez símbolo de la lucha antimafia en Italia. Para demostrarlo contaba con el ejemplo de Villa como también el de Trotsky de 1940, a pesar de todas sus precauciones para que Stalin no lo eliminara. A Falcone lo despedazaron 400 kilos de TNT en un puente de Palermo. Detrás de cada crimen de este tipo, político sin duda, siempre asoman dos preguntas clave: el porqué y el cómo. Eso trata de desentrañar el texto que presentamos en esta ocasión, entre tantos vértices que podríamos abordar de la vida del jefe revolucionario. El Villa que podía avizorar intenciones criminales en su contra ‒después de muerto le he de dar de comer a muchos, llegó a afirmar‒, intentó disipar provocaciones de supuestas asonadas militares, por ejemplo. Pero no le fue suficiente. Quienes pretendían cobrarle viejas cuentas desde el gobierno de Obregón, encontraron detrás del relato ‒la mala imagen en la prensa‒, la difamación y las traiciones, los ejes del complot que terminarían con su vida. Y como suele ocurrir con los crímenes de Estado, la impunidad se impondría sobre cualquier atisbo de justicia.
La política de deshacerse de enemigos o potenciales adversarios es permanente en diferentes momentos de la historia. Ahí están las enseñanzas de Maquiavelo y Sun Tzu. En junio de 1863, las tropas francesas victoriosas en Puebla deportarían desde Veracruz a 532 militares mexicanos, entre generales y oficiales, que se habían negado a integrarse a sus filas. Su exilio en diferentes ciudades franceses se resolvió de diferentes maneras. Una gran mayoría ‒352‒ aceptaría tres meses después regresar a México bajo la condición de un juramento de sumisión al régimen monárquico. El resto se convenció de regresar en los dos años siguientes, pero ya sin el apoyo del régimen de Napoleón III ‒no se los consideraba prisioneros de guerra‒, lo que hizo complejo el regreso, y algunos lo hicieron después de pasar por España.
Otro caso que nos habla de cómo plantarse ante el poder cuando no es aceptado por quienes lo detentan es el de Juan Nepomuceno Méndez, un comerciante de Tetela de Ocampo, en el norte de Puebla, que supo navegar entre distintos regímenes cuando se sintió derrotado. Recuperamos aquí su recorrido poco conocido junto a Santa Anna, Benito Juárez y Porfirio Díaz, sin perder la calidad de cacique local al mismo tiempo que participaba en diferentes destinos políticos, ya sea como militar o como funcionario. Detrás de tanta querencia por el poder estaba un único objetivo, ocupar la gubernatura de Puebla. Hoy es una figura inmaculada entre los poblanos.
De tiempos más cercanos, nos ocupamos en este número de dos escenarios que se fueron configurando durante el gobierno de Luis Echeverría (1970-1976): por un lado, su política pública en el cine, colocando al Estado como productor, distribuidor y exhibidor de una nueva cinematografía ‒bajo la dirección de su hermano Rodolfo‒ más social, más crítica, que buscaba romper con la fuerte narrativa del Cine de Oro. En segundo lugar, la reconfiguración de los espacios urbanos en la ciudad de México, centrados en la Unidad Vicente Guerrero, de Iztapalapa, toda una nueva ciudad de 8 000 viviendas que se integraba a la explosión habitacional de la capital.
De esos años, bastante convulsos, por cierto, nos asomamos a la lucha de los estudiantes de preparatoria que, desplazados de la posibilidad de ingresar a la UNAM, deciden crear su Preparatoria Popular en 1967, la cual se cristalizaría en una alternativa de acceso a la educación que el sistema educativo les negaba.
Dos entrevistas complementan un número 61 de BiCentenario más que auspicioso, con dos hombres de la cultura que marcaron época. En el terreno de la pintura: Diego Rivera. Después de un viaje a la Unión Soviética, cuna del comunismo que defendía, Rivera muestra su escepticismo sobre el arte colectivo que rompiera con la hegemonía del pensamiento capitalista. Pone su esperanza en una corriente artística mexicana influyente para el obrero latinoamericano y proclama que la pintura salga de los museos.
La otra conversación nos muestra a un Mario Lavista reflexivo sobre su pensamiento musical, de la mano del escritor Hugo Roca Joglar. Bach, Cage, Nancarrow, Paz, Villaurrutia, Fuentes, le marcan caminos, dice, y descubre voces posibles.
Hasta la próxima.