En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 65
La inmigración en México ocupa escasos espacios de atención y significancia, disminuida por su característica circunstancial de lugar de paso para llegar a Estados Unidos. En la actualidad, los inmigrantes no alcanzan el uno por ciento de la población del país, dato que no varía sustancialmente en términos históricos. No ha sido nunca una política de Estado alentarla, pero hubo diversos momentos en que se intentó que su llegada en números menores contribuyera al desarrollo del país. Un proyecto de ese tenor lo potenció Maximiliano después de que en abril de 1865 acabara la guerra de secesión en Estados Unidos y varios generales y tropa de los derrotados confederados del sur decidieran sacar los pies del país y buscar refugio aquí ante posibles condenas de muerte o encarcelamientos. La idea de instalarlos en varios puntos del territorio se concretó pronto en Córdoba, Veracruz, ese mismo año. El asentamiento se llamó “Carlota”, en honor a la esposa del emperador, y allí llegó, entre otros, el general Sterling Price, ex gobernador de Missouri, acompañado de algunos soldados, su archivo personal y pocos de los que fueron sus esclavos, aunque aquí estaban prohibidos. “Es la tierra prometida –se entusiasmaba Price ante un periodista neoyorquino que lo visitó en diciembre de aquel año–. ¿En dónde vas a encontrar tierras tan ricas y un clima tan sano como este?”. Le habían concedido 640 hectáreas de tierra que ya le producían cafetales, tabaco y ganadería. Crítico de la idiosincrasia mexicana de entonces, tuvo una lectura equivocada sobre el poder del emperador que le implicó en menos de dos años organizar la retirada –enfermó aquí de tifoidea–, antes de la salida de sus protectores franceses y la llegada de las tropas juaristas en marzo de 1867. El experimento concluyó junto con la caída de Maximiliano, igual que otros similares de pequeñas colonias donde no había personajes de renombre como Price, sino simples soldados y oficiales que debían ganarse la vida al concluir la guerra. También contribuyó a su abandono la decisión del gobierno estadunidense de no perseguir a los militares exiliados.
Esta historia que destacamos a partir de la portada de la presente edición de BiCentenario se emparenta con otro episodio de aquellos años convulsos de mediados del siglo xix y que nos acerca a los intereses imperiales franceses por hacerse militar y políticamente fuerte en México. Nos referimos a la siempre presente Batalla de Puebla del 5 de mayo de 1862, estandarte de nuestra historia militar, no tanto porque lo fuera definitoria para expulsar a los invasores –y no lo fue–, sino porque a partir de allí se establecería como un hito para el orgullo nacional, consumado con la libertad algunos años después. Un mito ha recorrido a lo largo del siglo y medio transcurrido desde entonces, acerca de las razones que contribuyeron a la victoria aquella tarde. ¿Fue la estrategia del general Zaragoza la que motivó el triunfo?, ¿la heroicidad de unos soldados mal equipados y que no superaban en número a los franceses?, ¿el desconocimiento de los invasores sobre el terreno y las fuerzas a las que se enfrentaban? La respuesta puede ser compleja, y han abundado en ese sentido, aunque desde la humildad se pueden contener sorpresivas definiciones. El comandante a cargo de aquella batalla, el general Ignacio Zaragoza, tuvo un análisis muy elocuente que en estas páginas se analiza.
El pasado y sus hechos son un arma poderosa para entender, entender en este caso cómo se construía el predominante lugar secundario que se le asignaba a la mujer en la vida pública y privada. Un caso fue el de Enriqueta Faber, una joven suiza que escapó del campo de batalla en 1808 donde servía a las tropas de Napoleón el Grande, vestida con las ropas de su esposo francés muerto allí mismo. Y esas ropas ya no se las quitaría nunca. Decidió estudiar medicina cuando a las mujeres se les prohibía y lo hizo camuflada de varón. Con los estudios terminados recaló en Cuba donde ejerció como médico. Algunas traiciones la condenaron en una sociedad que no la comprendía. Tenía 26 años apenas cuando se enfrentó a la discriminación por un travestismo que asumía y la llevó al destierro. Hoy Cuba la ha reconocido como estandarte del feminismo. Su historia fue recuperada por primera vez a fines del siglo XIX por el diplomático mexicano de origen cubano, Andrés Clemente Vázquez.
Traemos también a estas páginas algunos matices de la vida de Palma Guillén, colaboradora de José Vasconcelos y la primera mujer que en 1935 se desempeñó como enviada extraordinaria y ministra plenipotenciaria del servicio exterior mexicano en Colombia y Dinamarca, y más tarde como cónsul en Milán. Durante su servicio defendió la necesidad de igualar los ingresos salariales de hombres y mujeres en el servicio diplomático.
En este número de la revista exploramos las razones por las cuales el cine de Emilio “el Indio” Fernández ha trascendido épocas y a una abundante competencia de directores virtuosísimos, recuperamos la vida de uno de los patólogos más reconocidos en el país, Miguel Schultz Contreras, narrada por él mismo, y también revisamos el agridulce recorrido histórico del cine-teatro Ávila Camacho de Chetumal, amenazado por una probable demolición.
Otros temas quedan para el descubrimiento de este BiCentenario. Hasta pronto.