En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 64.
La niñez atraviesa médula y cuerpo de este número de BiCentenario. La niñez de los soldados en tiempo de emancipación, la niñez que se encierra para sobrevivir a los disparos de los máuser durante la Decena Trágica, la niñez de un hijo de mineros que opta por no seguir los pasos de su padre, la de cuatro hermanos en la casona del aún pueblo de San Ángel, de un par de sacerdotes para quienes la construcción de la infancia marcará su destino desde concepciones muy opuestas, la niñez traumática de sobrevivir a la guerra fratricida para edificar el futuro a miles de kilómetros de distancia de sus orígenes.
Hubo un pasado en que la niñez vivía la guerra a la par de los adultos, aunque ya por ese aprendizaje cruel la definición de madurez le cabía también a ella. Fue el caso de Santiago Tapia. A los seis años, mientras su padre se debatía contra los españoles en San Juan de Ulúa, acompañaba de cerca desde el campamento en Orizaba. A esa edad perdió a su madre, así que siguió al padre por varias batallas más hasta que en 1832, con doce años, conoció la cárcel y la tortura, porque allí estaba él, y al poco tiempo lo perdió en un fusilamiento. Estaba claro cuál sería el siguiente paso, con trece años ya era un oficial del ejército. Como los hijos de Morelos y de Santa Anna, o Mariano Arista, soldado desde los 11 años, y décadas después presidente de México. Tapia contaría aquellos pasos tan tempranos por la milicia en unas memorias que son de las escasas a las cuales recurrir para conocer esas circunstancias naturales para la época.
La violencia que asumían aquellos niños del siglo XIX, un siglo después otros la padecían para sobrevivir a los combates entre maderistas y huertistas durante la Decena Trágica en el centro de la ciudad de México. La imagen de la adolescente Rosario Arellano González aferrada a la cabecera de latón de la cama y apoyando su codo en una de las perillas que la adornaban, a la espera en la habitación junto a niños y familiares hasta que los enfrentamientos en las calles cesaran, son elocuentes del terror de las víctimas de toda guerra, los civiles. Y en esta, donde entre los que disparaban había también niños, la suerte, el destino, las ánimas del purgatorio como ella solía decir, se confabularon con la oportuna decisión de salir de allí para salvarse de las filosas balas de los Mauser que comenzaron a entrar por las ventanas como fantasmas dispuestos a acometer la muerte. Rosario se los transmitió a los hijos y nietos y nietas –aquí una de ellas lo relata–, no sólo como testimonio de días sombríos, sino como la marca que deja en la niñez el paso opulento de las tragedias.
De esas trascendencias de las guerras y los conflictos sociales en el impacto en la niñez, traemos un reportaje fotográfico de lo que fue el exilio en Morelia de los más de cuatro centenares de niños y niñas, rescatados de la guerra civil española por el gobierno de Lázaro Cárdenas.
Las dichas y adversidades de la infancia fueron las que relataron en sus obras artísticas y literarias los hermanos Juan y Edmundo O’Gorman. Entre la vida formativa en una amplia casona novohispana de San Ángel, con las fuerzas zapatistas asediando en los alrededores, pero atados al aprendizaje paterno y materno, fuese sobre la música o el arte, hasta aquel lugar en el que ya jóvenes se realizaban tertulias literarias, fueron madurando los prolegómenos de lo que sería en ambos casos un deslumbrante protagonismo cultural.
Algo similar ocurre con los casos de los sacerdotes Maximino Pozos y Gerardo Thijssen Loos, aún en las antípodas en que se encontraban desde su compromiso social. Si para los hermanos O’Gorman, los padres Cecil y Encarnación tuvieron sustantiva influencia en su formación, para el holandés Thijssen, llegado a México para emprender actividades comunales en la década de 1970, el ejemplo de su padre, protector de judíos ante el exterminio nazi, lo llevó a insertarse en el ámbito más progresista de la Iglesia católica. El caso de Pozos camina por otra vía, la de la formación en los claustros conservadores de la Iglesia católica jalisciense que lo impulsaron a una participación militante en la confrontación contra el estado mexicano durante el conflicto cristero.
Las páginas de esta edición de la revista recuperan la entrevista que en 1904 le diera el general Manuel Loera al periodista Ángel Pola para ofrecer su versión personal de lo que fue la detención de un colega suyo, Tomás O’Horan y Escudero, y la frustración en el caso del general Leonardo Márquez al que no pudo capturar. Un testimonio que da cuenta sobre el resbaloso límite entre “amigos” militares y lealtades difusas en tiempos convulsos y que se pagaban con la vida.
Esperamos disfruten este nuevo número de BiCentenario. Hasta la próxima.