De las huelgas de 1958 a las protestas estudiantiles

De las huelgas de 1958 a las protestas estudiantiles

Eduardo Celaya Díaz
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 65

El lento proceso de democratización mexicano nace en los reclamos de los trabajadores telegrafistas, ferrocarrileros, maestros y médicos y la explosión del descontento estudiantil que finaliza en 1968. El régimen autoritario los controló a partir de la represión, pero el país pudo comenzar a vislumbrar otro futuro.

La ciudad de México, capital del país, se convirtió en el espacio propio de la clase media, donde podía vivir sus sueños y aspiraciones. Desde los gobiernos posrevolucionarios y, sobre todo, a partir de la gestión de Miguel Alemán (1946-1952), la clase media se fortaleció por medio de las políticas económicas que eventualmente llevarían al llamado “milagro mexicano”. Entre estas estrategias resaltaron los apoyos al capital y a la industrialización, así como a empresas extranjeras que invirtieron en México, ofreciendo espacios de empleo y crecimiento a la población. La educación representó uno de los medios por los que el ascenso social era posible. Hijos de obreros comenzaron a estudiar y profesionalizarse en las aulas del Instituto Politécnico Nacional (IPN), mientras que las familias de clase media mandaban a sus herederos a formarse en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El futuro parecía promisorio para este sector de la población, en un país que crecía demográficamente, así como en estabilidad y paz social.

Después de la segunda guerra mundial, el mundo vivió un periodo de altísimo crecimiento económico ante la recuperación y reconstrucción de Europa. México, estabilizado ya después de la lucha revolucionaria, caminaba rumbo a la modernización que el partido oficial prometía. Las clases obreras y campesinas, integradas al partido oficial por medio de mecanismos corporativistas, gozaba de ciertos beneficios, aunque también carecían de democracia en sus sindicatos. El “charrismo” era cosa de todos los días, pues los líderes sindicales se colocaban y manejaban desde la cúpula política del partido único. Sin embargo, la abundancia y el crecimiento económico daban esperanzas y prevenían movilizaciones sociales. Pero el cambio de rumbo económico afectó pronto a la estabilidad lograda. Al tiempo que el gobierno apostó por el crecimiento industrial y el capital, dejó de lado uno de los logros de la revolución: el gasto en servicios públicos y sociales. Para 1956 una fuerte crisis afectó al campo, que repercutió en la pérdida de poder adquisitivo para los obreros en las ciudades.

Estallido obrero

El presidente Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) enfrentó, justo en tiempos electorales, una huelga de telegrafistas que estalló el 13 de febrero de 1958. Los reclamos eran puramente económicos: pedían mejores condiciones salariales para enfrentar las carencias. Unas semanas después también fueron a huelga petroleros, maestros y ferrocarrileros, todos con peticiones similares. Si bien las protestas no eran desconocidas, el elemento que cambió este periodo, conocido como de las jornadas de 1958, fue que estos movimientos se vivieron con intensidad en la ciudad. Las clases medias, acostumbradas a la estabilidad y paz en las calles, los vieron con malos ojos, sobre todo por ser encabezados por obreros, a quienes llegaban a considerar como “los otros”, aquellos que no pertenecían a su clase social.

El presidente Ruiz Cortines, así como el candidato oficial y próximo presidente, Adolfo López Mateos (1958-1964), pedían unidad nacional, integración y sacrificio de todos los segmentos de la población para continuar con la modernización del país. Algunos sectores de la clase media estaban de acuerdo con este discurso, por lo que iniciar huelgas y paros o, incluso, las estrategias de tortuguismo, todo se percibía como un atentado al crecimiento económico ya logrado, y al que vendría. Los miedos de la guerra fría estaban vivos en la imaginación del mexicano y una posible influencia soviética amenazaba con la estabilidad de seguir el camino del capitalismo. Los movimientos urbanos, aquellos que no habían terminado ya por negociaciones con el gobierno, como el de los telegrafistas, comenzaron a ser vistos como influidos por el comunismo internacional.

El 12 de abril, el movimiento magisterial tomó el Zócalo y desconoció abiertamente a los líderes sindicales; decían que no los representaban. Una nueva etapa de las protestas se inició, pues los reclamos ya no sólo eran económicos, sino democráticos. Al denunciar al sindicalismo oficialista, los maestros comenzaron a cuestionar el corporativismo y el “charrismo”. El 30 de abril tomaron los patios de la secretaria de Educación Pública (SEP), lo que provocó quejas de algunos actores sociales, como la Cámara Nacional de la Industria de Transformación (CANACINTRA) o la Asociación de Banqueros, quienes pidieron mano dura para acabar con este desorden.

En junio, los ferrocarrileros desconocieron también a sus líderes sindicales. El día 26 realizaron un evento en la explanada del monumento a la revolución, para explicar a la sociedad las razones de su movimiento. La respuesta oficial, más que de negociación, fue represiva: la congregación se disolvió con violencia. El 5 de agosto se levantó el paro ferrocarrilero, pero las demandas no fueron escuchadas, mucho menos resueltas. La opinión pública, la prensa, incluso Fidel Velázquez, líder de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), señalaron a las huelgas y protestas como una evidente amenaza del comunismo que buscaba desestabilizar al país. La huelga ferrocarrilera estalló de nuevo el 25 de febrero de 1959 contra los Ferrocarriles Nacionales de México y el 25 de marzo en la empresa del ferrocarril del Pacífico. El gobierno reaccionó contra esta nueva provocación: despidió a más de 9 000 ferrocarrileros, ocupó los locales sindicales y detuvo a sus líderes. El problema parecía resuelto, pues contaba con el apoyo de las clases medias, que buscaban ante todo un ambiente propicio para continuar su crecimiento y mejorar sus condiciones económicas y su vida cotidiana.

Ya entrada la década de 1960, ante la aparente estabilidad lograda, sobre todo tras los fallidos reclamos de democratización de la clase obrera, una nueva amenaza se sintió en la ciudad. La industria, fuertemente apoyada por el Estado, ya no era capaz de mantener su ritmo de crecimiento. Ante la imperiosa necesidad de lograr el equilibrio, el gasto social nuevamente se contrajo. El capital invertido en salud, por ejemplo, debía ser el menor posible. Sueldos y prestaciones del personal médico se vieron fuertemente afectado. Mientras percibían una paga de entre los 400 y los 1 500 pesos mensuales, las jornadas de trabajo eran de 36 horas, por 12 de descanso. Del 26 de noviembre de 1964 al 20 de diciembre del mismo año estalló una huelga de médicos, encabezada por la recién formada Asociación Mexicana de Médicos Residentes e Internos, A.C. (AMMRIAC). Pero esta huelga no tenía los mismos elementos que aquellas de las jornadas de 1958. No nacía del reclamo ante las promesas incumplidas de la revolución, pues no eran obreros ni campesinos quienes protestaban; se trataba de médicos, miembros de la clase media, profesionales que estudiaron y se formaron a partir de otro tipo de sociedad, y que creían en otras promesas, las de estabilidad y abundancia de la clase media en un país modernizado. Además el partido único, al ver el éxito que la política corporativista había tenido en asociaciones obreras y campesinas, buscaba tener un control más fuerte de los trabajadores de clase media. Los médicos se negaron a ser parte de ella; no querían que el autoritarismo interviniera en su toma de decisiones internas.

Hubo tres paros más de médicos, cada uno buscando el diálogo con el presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). Por más negociaciones que se establecieran, los acuerdos no eran cumplidos. El cuarto de estos paros, que inició el 14 de agosto de 1965, sería el último. La respuesta del gobierno fue una decisión que ya estaba probada y era garantía de terminar con las protestas. El 26 de octubre de 1965 el cuerpo de granaderos ocupó los hospitales 20 de Noviembre, Colonia y Rubén Leñero. Los médicos en huelga fueron sustituidos por médicos militares y el conflicto se dio por resuelto. Pero la inquietud quedó latente en el aire; miembros de la clase media, aquella que había apoyado la mano dura contra los obreros, tomaba en sus manos la lucha contra la intervención estatal exigía la democratización de la sociedad. La prensa nuevamente creó una imagen negativa de aquellos que protestaban, acusándolos de intentos de desestabilización. El fantasma de la revolución cubana, llevada a cabo en 1959, flotaba sobre la imaginación del país. La unidad nacional resultaba más necesaria que nunca, al menos en el discurso, para evitar el intervencionismo extranjero en el progreso de la nación.

Los estudiantes

Pero los movimientos que más preocuparon a las clases medias fueron los de estudiantes. Desde 1942, se habían sucedido protestas de estudiantes y maestros del IPN, que exigían el reconocimiento de títulos, aumento de becas y mejoramiento de condiciones de vida. En 1956, otra protesta que reunió a más de 100 000 individuos pedía reestructuraciones en el IPN y la Escuela Normal Superior. En 1958, los estudiantes del IPN protestaron también contra el aumento de la tarifa de los camiones. En 1961, en todo el país, en conjunto con las ideas del Movimiento de Liberación Nacional (MLN), los estudiantes estructuraron un movimiento de defensa de la revolución cubana. Estos acontecimientos, que a ratos adquirieron un carácter lúdico, pero que fueron influidos por los sucesos mundiales, preocuparon al gobierno y a las clases medias. En las aulas se discutían autores marxistas, de tendencia crítica, de la Escuela de Frankfurt. La nueva izquierda, corriente crítica del marxismo más cercana a las luchas sociales de igualdad y democratización, influyó en el pensamiento de las nuevas generaciones. Por otro lado, el ‘porrismo’ la versión estudiantil del control corporativo del gobierno, amenazaba con imponer el autoritarismo del partido oficial en las organizaciones estudiantiles.

El 14 de mayo de 1966 estalló la huelga en la UNAM después que dos estudiantes de Derecho fueron expulsados por repartir propaganda política. Tras la renuncia del rector, ante la presión del estudiantado, el nuevo rector, Javier Barros Sierra, concedió algunas demandas. Los huelguistas convocaron a la marcha por la libertad, dando más unidad a la protesta. Ya no eran obreros o médicos quienes protestaban, sino los hijos de la clase media. Estos estudiantes, quienes habían crecido en la bonanza del periodo de posguerra, quienes no habían sufrido la violencia de la lucha revolucionaria ni tenido carencias materiales, enarbolaban nuevas demandas. La democratización de la sociedad era una de ellas, la principal quizá, ante el temor de un futuro incierto por la saturación de los mercados de trabajo y por el decrecimiento económico. No estaban ya dispuestos a vivir en el mundo de sus padres, querían formar una nueva sociedad; no buscaban derrocar al sistema político, sino mejorarlo. La marcha por la libertad, sin embargo, fue vista como una nueva amenaza a la estabilidad el país y reprimida con violencia apenas había comenzado.

El ambiente era de miedo en las calles, miedo ante la posible amenaza del comunismo que infectaba las mentes de las jóvenes generaciones y ponía en peligro el progreso logrado por los gobiernos revolucionarios. Ciertos sectores de la clase media veían en los ‘filósofos de la destrucción’ como Marcuse, un peligro que se infiltraba en el seno de la familia mexicana. El recuerdo del progresismo de Jacobo Árbenz en Guatemala, o el triunfo de los barbudos de la revolución cubana en 1959 hacían esperar lo peor. Otra amenaza pendía sobre la mente de los mexicanos: la posible frustración de las olimpiadas de 1968, que México tendría el honor de organizar para mostrar al mundo su desarrollo y estabilidad. En este panorama, no extraña la reacción ante el conflicto entre dos grupos de estudiantes, el 22 de julio de 1968, quienes fueron recibidos por granaderos al regresar a sus planteles. El 26 del mismo mes se vivió otro episodio de represión, cuando dos marchas que conmemoraban la toma del cuartel Moncada fueron disueltas con violencia. En la prensa se repetía que agentes del comunismo internacional habían provocado la violencia de la jornada; sólo ellos eran culpables de los disturbios.

A finales de julio, la violencia estalló en las calles. Los estudiantes reprimidos, ya consolidados en el movimiento estudiantil, protagonizaron episodios retratados por la prensa como la evidencia de la inevitable desestabilización del país. En las calles, pintas en los muros ridiculizaban al presidente Díaz Ordaz, en tanto que las voces de las clases medias exigían respeto a la figura presidencial. Se llegó incluso a acusar a la minifalda de ser una de las causas de los disturbios, pues al permitir el desfogue desenfrenado de la sexualidad, que debía ser reprimida, los jóvenes perdían la brújula moral, y amenazaban el orden y la moral mexicanas. El 4 de agosto se dio a conocer el pliego petitorio del movimiento: seis puntos entre los que destacaban la desaparición del cuerpo de granaderos, y la eliminación del delito de disolución social, herramienta de represión ante las exigencias de la población. Dos tomas del Zócalo, 13 y 27 de agosto, alarman a la opinión pública: se acusó a los estudiantes de mancillar el lábaro patrio y colocar una bandera rojinegra en la plaza. El ejército desalojó a los manifestantes en la madrugada del 28 de agosto. El presidente, en su IV informe de gobierno, insistió en la influencia del comunismo soviético, sobre todo, para evitar que se realizaran los juegos olímpicos. En respuesta al informe, el Consejo Nacional de Huelga (CNH) lanzó un comunicado y organizó la marcha del silencio, en la que estudiantes y manifestantes recorrieron el paseo de la Reforma con cintas y trapos en la boca.
El camino tomado por el gobierno fue el mismo: el 18 de septiembre los militares tomaron Ciudad Universitaria (CU), violando su autonomía y señalando a los estudiantes como enemigos de la nación. Aunque CU fue desocupada el 30 del mismo mes, el conflicto no terminó. El CNH convocó a un mitin, esta vez en la plaza en las Tres Culturas en Tlatelolco, el 2 de octubre. A las 6:10 pm, aproximadamente, el ejército avanzó sobre la masa congregada. En la prensa se manejó, a partir de un comunicado oficial, que francotiradores con armas exclusivas del ejército estadunidense abrieron fuego sobre los militares y la policía. El resultado de este episodio es ampliamente conocido, aunque nunca se ha sabido a ciencia cierta el número de muertos, detenidos y desaparecidos que hubo. El movimiento estudiantil fue finalmente derrotado. El 4 de diciembre, el CNH publica uno de los documentos de mayor importancia del movimiento, el Manifiesto a la nación 2 de octubre. En este texto se explicaban las causas de las movilizaciones, además de un análisis del ambiente político y económico de la nación, así como de su naturaleza antidemocrática. Tras su publicación, el 6 de diciembre, el movimiento estudiantil es disuelto formalmente.

El reclamo de democratización de la nación, que comenzó tímidamente con las primeras huelgas de 1958, se escuchó con fuerza en la ciudad en voz de los estudiantes, en 1968. Si bien puede considerarse el cierre de esta década de protestas como el triunfo del autoritarismo y el discurso oficial, los reclamos sociales fueron escuchados fuerte y claro. La estabilidad política se mantuvo, los juegos olímpicos se realizaron y los manifestantes fueron aplacados, pero el país entró en una nueva etapa formativa. La democratización estaba ahora en su mente, ya fuera inspirada por miembros de las clases obreras, campesinas o medias. México vivió, en el rango de una década, una profunda transformación ideológica y social, no tanto por la influencia de agentes extranjeros que buscaban desestabilizar al régimen, sino en la voz de los mismos ciudadanos que, al no sentirse representados por su gobierno, no tener voto en el proyecto de nación y negarse a ser parte del sistema corporativista, apostaron por sentar las bases de una nueva sociedad, e iniciar la refundación de una lucha por cambiar al sistema político mexicano.

PARA SABER MÁS

  • CRUZ ÁLVAREZ, CÉSAR, “La presión empresarial a Ruiz Cortines y López Mateos”, BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 54, 2021, en <https://cutt.ly/PeaAY5Kx>
  • DEL CASTILLO TRONCOSO, ALBERTO, “Fotoperiodismo y representaciones del Movimiento Estudiantil de 1968. El caso de El Heraldo de México”, Secuencia. Revista de Historia y Ciencias Sociales, núm. 60, 2004, en <https://cutt.ly/VeaAUgR7>
  • GÓMEZ DE LARA, JOSÉ JUAN, “Las demandas reprimidas del movimiento médico”, BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 55, 2022, en <https://cutt.ly/PeaAUEm4>
  • LÓPEZ CÁMARA, FRANCISCO, El desafío de la clase media, México, Editorial Joaquín Mortiz, S.A., 1973.
  • RODRÍGUEZ KURI, ARIEL, “El lado oscuro de la luna. El momento conservador en 1968”, Erika Pani coord., Conservadurismo y derechas en la historia de México, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Dirección General de Publicaciones, Fondo de Cultura Económica, 2009, v. 2, pp. 512-559.
  • SEMO, ILÁN, El ocaso de los mitos, México, Alianza Editorial Mexicana, 1989, (México un pueblo en la historia, 6)