Cita con exiliados estadunidenses en Carlota

Cita con exiliados estadunidenses en Carlota

Gerardo Gurza Lavalle
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 65

Hacia mediados de 1865, un grupo de militares del sur estadunidense, derrotados en la guerra civil, se instalaron en Córdoba, Veracruz, para escapar de una posible pena de muerte y reiniciar sus vidas como colonos. El general Sterling Price, exgobernador de Missouri, fue uno de ellos. Algunos meses más tarde, un periodista neoyorquino llegó allí para contarlo.

El 9 de abril de 1865, el general Robert E. Lee, comandante del principal ejército de la confederación sureña, se rindió en Virginia ante las fuerzas de la Unión. Esta capitulación no sólo significó el fin de cuatro años de una guerra cruenta y destructiva; también marcó el derrumbe del proyecto de una nación sureña independiente y basada en la esclavitud.

Para muchos confederados renunciar a ese proyecto y resignarse a vivir bajo un gobierno federal dominado por el partido Republicano y por los estados norteños era un prospecto inaceptable. Muchos de ellos se negaron a hacerlo y prefirieron probar fortuna en otros países. Algunos emigraron a Brasil y a Cuba, donde la esclavitud seguía siendo legal y era posible –o al menos eso pensaban– reconstruir una vida parecida a la que habían llevado en el sur de su país.

Otros más, especialmente aquellos soldados y oficiales que habían estado ubicados en el llamado departamento del Trans-Mississippi (Luisiana, Arkansas y Texas) decidieron emigrar a México. La frontera con este país no estaba lejos, la dominación norteña les repugnaba y además no sabían qué tratamiento recibirían de parte de las autoridades vencedoras. El prospecto de ser juzgados por traición y condenados a muerte o a una larga pena en una prisión militar no era muy halagüeño. Por último, en México el imperio de Maximiliano luchaba por consolidarse. Desde la perspectiva de los migrantes, el régimen imperial podría ofrecer la oportunidad de una nueva vida, ya fuera como soldados u oficiales en su ejército, o simplemente como colonos. El gobierno imperial acababa de lanzar un proyecto de colonización que parecía haberse diseñado con los confederados en mente. El plan era generoso en cuanto a la dotación de terrenos y otras facilidades, y además permitía a los colonos traer a sus antiguos esclavos, que ahora serían trabajadores “libres” pero sujetos a servicio durante un periodo de varios años. El proyecto abría a la colonización tierras muy fértiles ubicadas en el valle de Córdoba, Veracruz. Ahí surgió uno de los asentamientos más importantes de este experimento de colonización: “Carlota”.

Nombrada así en honor de la esposa de Maximiliano, la villa de Carlota atrajo al grupo más destacado de oficiales de la migración confederada, entre ellos el general Sterling Price. Nacido en Virginia en 1809, Price había tenido su bautizo de fuego en la guerra de 1847; posteriormente fue gobernador de Missouri y durante la guerra civil estuvo al mando de tropas en varias batallas importantes del teatro occidental del conflicto.

El texto que presentamos a continuación es una entrevista que un corresponsal del Herald de Nueva York realizó al general Price cuando este se encontraba en Carlota, abocado al esfuerzo de atraer más migrantes y de consolidar este asentamiento.

El lector encontrará opiniones muy interesantes. Sobre todo, llama la atención el optimismo con el que perfilaba los prospectos económicos de la colonización confederada en esa región, y la confianza con la que predecía el éxito de las armas imperiales sobre la resistencia republicana. Se mostraba confiado, asimismo, de que Francia mantendría su apoyo al imperio, y descartaba cualquier posibilidad de que el gobierno estadunidense, liberado ya por el fin de la guerra civil, tomara alguna iniciativa armada para auxiliar al bando republicano y desalojar a los franceses.

Los historiadores han debatido sobre el significado de este exilio confederado en México y la mejor forma de caracterizarlo. Algunos autores lo han percibido como un intento nostálgico y poco realista de restaurar un mundo desaparecido, aquel de la sociedad esclavista del sur estadunidense. Aunque esto tiene algo de cierto, el hecho es que la migración confederada fue un fenómeno complejo y más diverso de lo que admite esta visión. Carlota no fue el único asentamiento, hubo muchos otros, si bien pequeños y de existencia efímera, y muchos de los migrantes no eran oficiales de alto rango y jamás habían poseído esclavos. Estos migrantes de condición más modesta simplemente buscaban oportunidades para prosperar.

Otra cuestión que ha sido materia de debate radica en que el proyecto de colonización del imperio haya previsto el uso de antiguos esclavos como fuerza de trabajo. Para varios observadores contemporáneos e historiadores posteriores esto equivalía a una restitución de la esclavitud. Esta conclusión es discutible. El reglamento de colonización no permitía la esclavitud en sentido estricto, aunque sí creaba un régimen de “aprendices,” en el que los trabajadores estarían privados de libertad de movimiento por toda la duración de sus contratos. Semejante régimen laboral sin duda se habría prestado a abusos y creado una forma de peonaje, pero no resultaba equiparable a la adopción franca de un sistema de trabajo esclavizado.

En cualquier caso, las dificultades y durezas implícitas en la colonización, la inestabilidad política del país, así como las noticias provenientes del otro lado de la frontera, en el sentido de que no enfrentarían ningún castigo por su apoyo a la causa confederada, prepararon el retorno gradual de la gran mayoría de los migrantes a Estados Unidos. El merodeo de bandas armadas de republicanos, quienes empezaron a ganar presencia en la región en la medida en que las fuerzas imperiales disminuían, también causó desánimo en muchos habitantes de Carlota. Los exconfederados habían unido su suerte al régimen imperial, y no tenían razones para esperar buen trato por parte de los liberales. Si bien no fue de manera inmediata, la caída de Maximiliano selló el destino de Carlota y de asentamientos similares.

La entrevista con Price nos ofrece un interesante testimonio de primera mano de uno de los principales protagonistas de esta migración poco conocida en México.

The New York Herald

Suplemento del 12 de enero de 1866

Nuestra correspondencia de Córdoba.

Cordoba, Diciembre 23, 1865.

Llegada a Veracruz – Familias de rebeldes van a Córdoba – El paisaje de Veracruz – Conversación con un soldado rebelde – Visita al general Sterling Price – El general en su tienda, comprometido en construir una ciudad – Una conversación con él – Sus opiniones sociales, políticas y económicas – Sus ideas sobre el imperio – Sus plantaciones y proyectos – Los Generales Shelby y Ewell, sus vecinos más cercanos, etc.

Tras mi llegada a Veracruz, me enteré por un comerciante estadunidense de la ciudad, que alrededor de una docena de rebeldes, o más, se habían establecido un poco arriba de Córdoba y que su llegada atrajo a algunas familias sureñas al lugar. Lo que me dijo de su estilo de vida, de su sistema de trabajo, de la región a la que llegaron, de los excelentes proyectos que tenían, llamó mi atención y curiosidad al máximo grado. Ya que estaban casi en mi camino sus plantaciones más cercanas, a casi 15 millas de distancia del camino que lleva a ciudad de México, y ya que podía tomar el tren que sale de Córdoba para el Paso del Macho a las [dos] de la tarde, decidí cambiar mis planes y pasar algunas horas con los exrebeldes. […] Deseaba ver a antiguos conocidos, de quienes supe vivían ahí y a quienes no veía desde el inicio de la guerra.

Para un hombre que viene de Nueva York, la región de Veracruz parece un invernadero de grandes dimensiones, en medio del cual crecen plantas de formas muy elegantes y de hermosos colores, que florecen espontáneamente, debajo de un cielo de incomparable luminosidad y pureza. Aquí el hombre puede tener un adelanto de lo que debe ser la comunión del cielo y la tierra, con frecuencia anunciada como obra del tiempo y de la perfectibilidad del hombre. En este clima tropical, el aire, la luz, la brisa son de una naturaleza que no hay manera de imaginar y que sólo al experimentar te puedes hacer una idea. En las inmediatas cercanías a Veracruz, las tierras son, sin embargo, húmedas y lúgubres; pero dos o tres horas después de que dejas en carro la ciudad, empiezas a respirar una atmósfera más seca y pura, y tus ojos descansan con el complaciente escenario que no tiene paralelo alguno en el mundo.

Bajé del tren en Córdoba y habiendo dejado mi equipaje en la estación de trenes, pasé la noche en la ciudad esperando mi carruaje, que debía salir temprano por la mañana hacia el poblado confederado. Me despertó mi casero con una taza de chocolate que me dio mientras seguía en la cama. Al mismo tiempo, me aconsejó apresurarme ya que “el estadunidense” me esperaba abajo. Al principio no entendí qué quiso decir, pero al asomarme por mi ventana, vi en la calle una gran carreta abierta con asientos adentro y, al frente, tomando las riendas, a un hombre con una pierna de madera, quien por su ropa y su manera de hablar supe que era un soldado confederado.

Inmediatamente salté de la cama, tomé mi taza de chocolate, pagué la cuenta y en cinco minutos ya estaba sentado al lado de mi chofer estadunidense, quien durante el viaje de cinco horas, a través de arboledas de naranjos, magnolias, limoneros, arbustos de tulipanes, sembradíos de plátanos y magueyes gigantescos, me contó sobre sus diversas campañas en Missouri, Arkansas y Texas. Sin embargo, yo estaba tan extasiado por el magnífico paisaje que veía, por los brillantes colores de las plantas, árboles y flores, por el rojo y rico plumaje de los pájaros y por la transparencia del cielo azul que cobijaba cada objeto con un matiz casi sobrenatural, que presté poca atención a las descripciones de mi compañero. Mi indiferencia no pasó inadvertida; pronto mostró, por el cambio en su tono de voz y porque relajó sus modales, que sospechaba que yo era un yankee y se arrepintió de haberse abierto en mi presencia.

Justo llegaba el carruaje, o más bien la carreta, a la cima de una pequeña colina, cuando vi en la planicie extendiéndose enfrente de mí, unas cuantas tiendas distribuidas por aquí y por allá, y como a 500 yardas un grupo de casas sin terminar, placenteramente acomodadas a lo largo de un arroyo, alineadas por una fila de árboles y plantas. “¿Qué es esto?”, dije al conductor, quien chiflaba una tonada confederada, “¡Esto –dijo– es el asentamiento del general Sterling Price. Estas son sus tiendas y aquellas las de sus amigos. Tenemos aquí la fundación de una ciudad, que en un tiempo será tan grande como Richmond o Nueva Orleans!”.

“¡Una ciudad!” exclamé, no tenía idea que se podía construir una ciudad en tan poco tiempo, si el general Price apenas llegó a la zona en agosto, sólo cuatro meses atrás. “¡Veremos cuál será el nombre de esta rival de Richmond y Nueva Orleans!”.

“El nombre de esta ciudad será”, dijo tajantemente, “Carlota, en honor a la emperatriz, a quien todos amamos y admiramos, y por quien en todo momento estamos listos para derramar lo que queda de sangre confederada, en estas tierras y en otras si es necesario”, agregó con un tono desafiante.

Quince minutos después de que mi acompañante me hiciera descender frente a una casa baja con techo de paja [… que] no tenía yeso en la parte exterior y que estaba lejos de estar acabada por dentro, me dijo mi conductor: “Esta es la casa del General Price, pero como no está terminada, aún vive en su tienda, en el huerto de naranjas de por allá”.

En el camino vi a muchos mexicanos dedicados a dar forma y secar grandes ladrillos en el sol, como a lo largo de media yarda cuadrada, que parecían tan duros como las piedras. El barro que usaban para construir este material está mezclado con un tipo de cabello o paja, que lo hace más ligero y más fuerte.

Cuando los ladrillos están secos todo lo que tienen que hacer es apilarlos uno encima del otro, con la ayuda de un cemento duro que hacen en el país, para luego cubrir la estructura con una muy peculiar especie de paja, muy larga y gruesa, más fuerte y ligera que las tejas. Si a esto le agregas un poco de yeso afuera y un poco de estuco adentro, podrás tener una cabaña cómoda y agradable, como cualquiera querría. Estas casas no tienen el esplendor de una hacienda, pero para una pequeña familia son más que suficientes. Conozco mexicanos que prefieren este estilo de construcciones a las de piedra. Si no son tan durables, al menos son, en compensación, menos húmedas y más salubres. Cuando toda la comunidad esté congregada en este sitio, tendremos una pequeña ciudad, tan agradable como cualquiera de las ciudades en el sur o en Nueva Inglaterra.

Todos estos detalles me los dio un confederado que solamente tenía una pierna, que se divertía al sorprenderme y estaba encantado de verme más interesado de lo que había estado desde que nuestra convivencia empezó.

Mientras me acercaba a la tienda del general Price, cuya entrada estaba abierta, pude ver al viejo soldado sentado frente a una mesa, su cabeza reposando en una de sus manos, en una actitud contemplativa, como de un hombre muy interesado en la escritura o lectura. En cuanto me presenté ante el general, se puso de pie y, dándome a mano derecha, me dijo de manera muy abierta y familiar: “Ah, mi querido amigo, me da gusto verte. ¿Eres de Saint Louis, supongo? ¿Cómo están nuestros amigos en casa? Espero que todos estén bien. ¿Vienes para quedarte aquí y ser uno de los nuestros?”.

Todas estas preguntas me las hizo sin un solo respiro y como si el general estuviera ansioso de escuchar la respuesta lo antes posible. Traté de satisfacerlo lo más rápido que pude, pero cuando decliné su propuesta de unirme a él o a su comunidad, hizo un gesto de impaciencia y pareció decepcionado.

“Bueno –dijo– lamento escuchar que no te interesa ser uno de nosotros. En mi caso como en el tuyo, no creo que un hombre maduro como tú pueda hacer algo mejor, establecerse en esta magnífica región y hacerse granjero. He estado aquí cuatro o cinco meses y todo lo que he visto y oído me convence de que realmente esta es la tierra prometida. Tengo aquí 640 hectáreas que no cambiaría por 12 000 hectáreas en ninguna parte de Estados Unidos. Lo que has visto debe convencerte de que no exagero. ¿En dónde vas a encontrar tierras tan ricas y un clima tan sano como este? En ninguna parte del mundo. Sólo los primeros podrán jactarse de tales ventajas. Aquí un hombre puede vivir en su tienda de la lana de sus ovejas y los frutos de la tierra, sin verse obligado a levantar ni la pala ni la azada; pero como vivimos en una época de civilización y hemos contraído hábitos lujosos y todo tipo de falsos deseos, debemos arar y levantar la tierra de arriba abajo, porque no sólo tenemos que satisfacer los apetitos naturales, sino trabajar para otros y crear riqueza, de modo que beneficie a todo el mundo”.

El general me hizo estas reflexiones mientras comíamos un almuerzo servido por un mexicano, que consistía en algo proveniente de la caza, frutas y crema. El general también habló de sus campañas. Señalándome un cofre grande que estaba en la esquina, me dijo que contenía todos los documentos que las narraban –alrededor de 460 libras de manuscritos– y que le gustaría conseguir un historiador que pudiera escribir sobre ellas. “Estos –añadió– son los documentos más completos y confiables que existen sobre el ejército confederado del Trans-Mississippi. Creo que con ellos podría erigir un monumento eterno a la memoria de los valientes soldados que pelearon bajo mis órdenes, ya que sus andanzas, sufrimientos y resistencia siguen enterrados bajo la sombra del silencio”.

El general también me informó sobre los confederados que se habían establecido ahí. Me dijo que las plantaciones del gobernador Harris se encontraban muy cerca de las suyas y que el general Ewell, el general Shelby y otros distinguidos oficiales eran algunos de sus vecinos más cercanos. Estos caballeros habían escrito a sus familias, que estaban en camino a reunirse con ellos. Él mismo esperaba que viniera su familia, tan pronto estuviese acabada la casa que construía en Carlota. […].

Pero –le dije– no temes que […] los […] decepcione. ¿No te has dado cuenta que tarde o temprano [….] triunfara [un poder] afin a Estados Unidos? ¿Han calculado las consecuencias de un suceso de este tipo y medido los peligros a los que estarían expuestos?

“Cada una de estas posibilidades fueron consideradas antes de que decidieramos hacer el asentamiento, y dejáme decirte que ninguna nos pareció lo bastante importante como para hacernos cambiar nuestros planes. Hasta donde nos concierne, los juaristas o disidentes no representan un solo peligro. Si ves unas cuantas bandas errantes en la frontera, cada día se hacen más y más pequeñas, ya desaparecieron del país, y hoy en día son o leales o indiferentes si prefieres, pero están del todo separadas de Juárez y su causa. Esos que pretendían ser juaristas hoy son bandoleros de caminos, que tratan de esconderse adoptando colores partidistas para evitar las penas por sus crímenes. Pero su número decae día a día. En los últimos tres meses no hemos visto uno solo en el camino de Veracruz a México. Antes, durante la república, varias diligencias eran detenidas cada semana, en las ciudades grandes no resultaba seguro salir después del atardecer. En el campo, así como en los pueblos, […] se carecía de seguridad para las personas y propiedades. Ahora las cosas han cambiado. Las ciudades son seguras y el campo también. Los mexicanos comienzan a entender que las buenas leyes y el orden son preferibles a la anarquía y el saqueo. Se sacuden su tradicional letardía y despiertan a la necesidad de protegerse. Durante los últimos dos meses, todas las batallas ganadas a los juaristas fueron ganadas por mexicanos nativos. El ejemplo de los franceses los estimuló y revivieron en su seno el sentimiento de dignidad y orgullo de su raza. Dejemos que este sentimiento crezca, que asuma proporciones nacionales y los mexicanos, ayudados por las defensas naturales que su país ofrece, como los españoles de antaño, se vuelvan invencibles”.

Le dije: ¿No pretende decir que van a lograr resistir una invasión de los estados del norte?

“No creo que ahora puedan”, dijo el general Price. “Han sufrido demasiado, tras el yugo de 40 años de guerra civil y anarquía, como para poseer ya ese afecto que uno puede tener a su propio país, que es la esencia del patriotismo y de todas las virtudes heroicas. Por un tiempo, los mexicanos van a necesitar protección. Afortunadamente esta protección se las da la nación mejor preparada para ello y, mientras cuenten con ella, no tienen nada que temer”.

–Pero suponga que dejen de estar protegidos, suponga que Francia se retira y los deja solos.

“Tal suposición no es probable –dijo el general Price– y esto se debe a varias razones. En primer lugar la familia Napoleón no suele echarse para atrás en sus proyectos. En segundo lugar, Francia está vinculada al príncipe Maximiliano por tratados y promesas que no puede romper sin traicionarse. Tercero, nada sería más fácil para el gobierno francés que, siendo incapaz de cumplir sus promesas solito, obtuviera la cooperación de otras naciones. Todos los amigos del imperio confían en este tipo de consideraciones que son, en su opinión, suficientes para descartar cualquier apariencia de peligro por parte de Estados Unidos. Pero déjame admitir tu suposición. Supongamos que Estados Unidos invade este país, saque a los franceses y restablezca la república. ¿Cuál sería la consecuencia? Que cuando los estadunidenses lleguen al territorio mexicano, la aristocracia terrateniente mexicana se aliaría a la aristocracia terrateniente del sur, con el propósito de crear disturbios. No debes dejarte engañar por la opinión pública de este país. Todos los hombres con una pequeña propiedad apoyan al imperio y están en contra de la república. Además, ¿quien dice que los católicos romanos mexicanos no se unirían a los estadunidenses e irlandeses de la misma denominación y llevarían la guerra al mismo corazón del país, a su mismo umbral? No estoy tan alejado del norte como para desconocer los sentimientos de los católicos allá y estoy muy cerca del sur para ignorar la opinión de los confederados sobre el tema. Por lo tanto, aunque triunfara tu bando, y el general Grant triunfase en la ciudad de México, estarías más confundido, más apenado, con tu conquista, que si hubieras sido repelido a las afueras y te hubieras retirado silenciosamente a tus propias fronteras”.

El general desarrolló estas ideas mucho más allá de lo que puedo reportar aquí, pero la mayoría de sus observaciones se orientaban a la misma conclusión: que una guerra en contra de México, exitosa o no, sería la ruina para Estados Unidos; que México estaba en menos peligro de guerra que los estadunidenses; que una guerra extranjera, en el presente orden de las cosas, fortalecería el nacionalismo mexicano y ocasionaría reacciones europeas, que despertarían dudas para siempre sobre la integridad e independencia de México. En breve, parecía perfectamente seguro del establecimiento del imperio y de su capacidad para resistir cualquier combinación hostil por parte de sus enemigos.

Pasaron cinco horas de conversación con el general, y ya era momento de mi partida, ya que no podía retrasar por más tiempo mi visita a la ciudad de México. Me trató de convencer de pasar la noche en su tienda, pero, para mi gran pesar, me vi obligado a declinarlo. El general me acompañó durante mi regreso a Carlota, donde me esperaba la misma carreta, enseñándome varios campos sembrados por él –algunos con árboles de café, otros con tabaco y otros que ya estaban cultivados cuando los compró–. También me comentó que exportó este mismo año una cosecha de café de alrededor de 500 dólares, esto sin incluir el tabaco, los frijoles, el ganado, los caballos, los camotes y las frutas. Sus trabajadores eran mexicanos […] Eran perseverantes y leales, pero flojos y necesitaban supervisión constante. El buen trato tenía un gran efecto en ellos y el general me dijo que casi todos los días podía ver una mejoría en la cantidad de trabajo, así como en su comportamiento general. Sus hijos eran invitados a ir a la escuela para ser educados. El emperador acababa de completar la legislación a fin de prepararlos para pasar de su condición de peones a la de hombres libres. Pero llevará tiempo establecer un país para dignificar a estas personas y conseguir los medios para elevarlos y ofrecerles una honorable posición en el mundo.

Traducción de Fernanda Lavín.