Editorial

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Suenan mariachis y las calles se impregnan de aroma a taco, chilaquiles y mole. Reina el acento latino y los colores verde, rojo y blanco. Cada 5 de mayo, miles de mexicanos invaden los centros de sus comunidades en alrededor de 200 ciudades estadunidenses para festejar una fecha que para ellos tiene mayor importancia que el propio 16 de septiembre. Desde la misma Casa Blanca se comparte el festejo de los 34 millones de mexicanos. No son un dato menor: suman el once por ciento de la población total del país y 65% de los hispa- nos residentes. La conmemoración por los aniversarios de la Batalla de Puebla de 1862, conocida allí como Día del orgullo mexicano, va adquiriendo dimensión propia, aunque no tenga la espectacularidad del Desfile nacional puertorriqueño en Nueva York, o la popularidad del Día de San Patricio de los irlandeses.

Pero, ¿por qué esta conmemoración se ha convertido en un día mexicano en Estados Unidos y supera a la misma celebración que se hace aquí todos los años? Como todo proceso cultural que se ha ido construyendo por espacio de décadas, las razones no son lineales, como lo explica el historiador Juan Mora-Torres. El triunfo sobre las huestes francesas se dio en un contexto en el cual aún estaba fresca la pérdida de más de la mitad del territorio a manos de Estados Unidos, la eco- nomía se encontraba derrumbada y el país dividido. México había mutado de joya de la corona española a una nación libre, pero débil. El 5 de mayo simbolizaba, por entonces, una manifestación de triunfo y orgullo en medio de la persistente adversidad colectiva. Otros motivos propios de la vida de los migrantes harían fortalecer esa dignidad década tras década.

Un orgullo y satisfacción cercano experimentaron poco más de tres décadas antes a la Batalla de Puebla las autoridades y pobladores de Xalapa. Su disputa tenía otro tipo de enemigo por delante, escurridizo y mortal a la vez. Una epidemia de cólera se esperaba que entrara a la ciudad en 1833, y a pesar de las escasas armas con que contaba la medicina de la época pudieron salir airosos en los dos años que se manifestó la enfermedad. Con medidas preventivas de higiene tuvieron un saldo de tan sólo 0.016 por ciento de fallecimientos del once por ciento de sus pobladores infectados. Todo un triunfo de la salubridad pública, como nos relata Rogelio Jiménez Marce.

Pero no siempre puede envanecerse de orgullo. Dos fenómenos políticos, con trascendencia muy diferente, marcan que una causa por justa que parezca tendrá enfrente intereses personales o institucionales dispuestos a destruirla. Le ocurrió al ex presidente Francisco I. Madero y a su vicepresidente Pino Suárez, ejecutados por la avaricia de poder huertista. Sobre aquella conspiración, nos dice en su texto Edgar Sáenz López, sólo se pudo echar una luz definitiva cuando sus autores intelectuales y materiales ya no tenían las armas que los hacía impunes.

El otro fenómeno político que les presentamos, de menor trascendencia aunque de alto impacto para la construcción democrática del país, se edificó en las elecciones de 1964 cuando desde la izquierda se planteó la creación del Frente Electoral del Pueblo para competir electoralmente contra el candidato del oficialismo, Gustavo Díaz Ordaz, y el aspirante del pan. El agrupamiento que encabezaba Ramón Danzós Palomino no pudo competir porque se lo prohibieron. Hizo campaña, de todos modos, con escasos recursos, sufriendo persecución y encarcelamiento, pero sin lograr permear en el electorado. Fue una fuerte frustración para la izquierda y quienes desde entonces aspiraban por un México con elecciones libres.

BiCentenario salta como en todas sus ediciones, por distintos escenarios de la vigorosa historia mexicana como el empecinado regreso de Cuba del general Leonardo Márquez, lugarteniente de Maximiliano; las dificultades de Agustín de Iturbide para legitimarse como monarca; o los recuerdos del general Gilberto Nava Presa, quien acompañó a Francisco Villa en varios de sus pasajes revolucionarios, rescatados aquí de una entrevista que le hicieran Alexis Arroyo y Daniel Cazés en 1961.

En un tema sin tanta prosapia política, nos adentramos en las vicisitudes de los viajeros del siglo XIX que debían encontrar lugar dónde reposar en sus recorridos por las castigadas rutas mexicanas. Una dura tarea si se sabe que en gran parte de los mesones y ventas sólo había tablas donde descansar el cuerpo, muy cerca del hedor que difuminaban los caballos exhaustos, mientras que el colchón apenas se podía disfrutar en la hotelería capitalina.

En tiempos más cercanos, las imágenes nos llevan a la transformación radical del Michoacán rural y parsimonioso de la zona de Uruapan, cuando la tierra se abrió hace 71 años para dejar estallar un volcán. El fenómeno de San Salvador Paricutín recorrería el mundo durante nueve años de acti- vidad volcánica y aquel poblado de campesinos purépechas cambiaría para siempre.

Casi cinco décadas más tarde de aquel espectáculo geológico extraordinario, las discusiones por un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos y Canadá calentaban el ambiente político y social en México. Las voces de rechazo y aceptación dividían las calles civilizadamente. Acordado a fines de 1992, pudo entrar en vigencia en enero de 1994 luego de que fuera ratificado por los congresos de los tres países. Paolo Riguzzi y Patricia de los Ríos diseccionan el TLCAN, dos décadas después de su firma, y nos dicen qué tanto le ha servido a los mexicanos para su desarrollo económico y social.

Este número 23 de BiCentenario, diverso y generoso en buenas plumas, se cierra con los colores que la naturaleza le prodigó a México en la pintura de Luis Nizhizawa, un artista al que el ADN mexicano-japonés le marcó la vida y sus trabajos artísticos.

Darío Fritz