Recuerdos de una pasión otoñal

Recuerdos de una pasión otoñal

Graziella Altamirano
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 66

El médico Carlos Véjar Lacave escribió en 1976 un libro sobre su amigo y paciente José Vasconcelos. Allí describe a un excelente gourmet, un hombre frustrado con la política y quienes ejercían el poder, reacio a la adulación, las medicinas y la soberbia, irónico con el rastro de sus propias palabras, contradictorio sobre el fin de su vida. Presentamos aquí un extracto de José Vasconcelos (semblanza y pasión otoñal).

La vida y obra de José Vasconcelos ha sido escrita y analizada por innumerables plumas que hasta nuestros días continúan recordando al hombre y estudiando su pensamiento y acción. Se sigue redescubriendo al idealista, al luchador social, al funcionario y su obra educativa, al político en campaña, al humanista, al filósofo y brillante escritor. El personaje en todas las facetas y en todas las etapas de su vida. Quizá menos se ha dicho del hombre en sus últimos años, de su transformación de ideas y postreras reflexiones; su religiosidad, amores y pasiones.

Hoy presentamos el testimonio del doctor Carlos Véjar Lacave, quien fuera médico de cabecera de Vasconcelos durante los últimos 20 años de su vida, tiempo en el que llegó a conocer de cerca no sólo al paciente, sino también al amigo, al confidente, al hombre del que pudo escrudiñar su personalidad, ahondar en sus pensamientos y emociones y estar cerca de su entorno familiar y afectivo. Véjar escribió sus recuerdos, experiencias y reflexiones sobre Vasconcelos en un libro que publicó poco después de la muerte del escritor.

Carlos Véjar Lacave (Xalapa, 1908 – Ciudad de México, 1989) fue médico cirujano por la Universidad Nacional Autónoma de México con especialidad en gastroenterología por la Sorbona de París y la Universidad de Harvard, profesión que lo llevó a desempeñarse en la Secretaría de Salud y como docente en la Escuela Médico Militar y en la Facultad de Medicina de la UNAM, además de su consulta particular. Colaboró en el Instituto Mexicano del Seguro Social y, por propia iniciativa y bajo la dirección del licenciado Antonio Ortiz Mena, fue fundador y director de la biblioteca médica de dicho instituto. Además de ser miembro de la Academia Nacional de Medicina y editor médico de la Revista de la Facultad de Medicina, incursionó en el medio diplomático al ser nombrado embajador de México en Finlandia. Su vocación como escritor desde temprana edad lo llevó a publicar artículos sobre su profesión y 16 libros de diferentes temáticas, algunos bajo el pseudónimo de Hermilo de la Cueva, entre ellos: Bajo el signo de Esculapio (1965), Cuando el amor figura en el reparto (1967), Ignacio Chávez (1977), El último día de mi vida (1982) y Yo vivo con una sombra (1952), entre, este último prologado por Vasconcelos.

El presente testimonio es una selección de la obra: José Vasconcelos (semblanza y pasión otoñal), de 1976, en la que Véjar Lacave desnuda al personaje en todas sus facetas, y reflexiona sobre los “Perfiles Vasconcelianos”, refiriéndose a “la amistad”, al “pensamiento y acción”, a los ideales por los que luchó “el maestro”, como él le llama a lo largo de la obra. Se ocupa de “las frustraciones del genio” por su derrota política, y en la parte dedicada a la vida amorosa, ahonda en las “reflexiones sentimentales” y “la pasión otoñal”, destacando todo el tiempo “su gran capacidad de amar”. El autor termina analizando minuciosamente la obra del educador, del secretario de Educación, del escritor, del filósofo y del hombre místico.

El Vasconcelos que yo conocí

Las siguientes líneas de Carlos Véjar Lacave se desprenden principalmente del capítulo dedicado a “La Amistad”, de su libro José Vasconcelos (semblanza y pasión otoñal):

 “Tú no te has ido, maestro querido, sigues viviendo con nosotros,

vives en mis pobres letras y en mis esplendorosos recuerdos…

Se olvidarán aquellos que aparentemente brillaron

en el cielo de México durante tu tránsito vital.

Pero tú, con el libro bajo el brazo, la mirada serena,

 la sonrisa pronta y el pecho lleno de amor, no pasarás”.

En el verano de 1959 expiraba en México uno de los hombres más valiosos que haya nacido en nuestro suelo: José Vasconcelos. Figura humana de las más controvertidas; escritor, filósofo, educador, político, periodista, todo ello en la más alta categoría. Fue un intelectual lleno de mensaje para sus contemporáneos, tuvo la suerte de vivir las horas más gloriosas y amargas de nuestra historia en lo que va del siglo, y de ser además actor y testigo de nuestras gestas revolucionarias y de la estructuración de una patria nueva […]

Profundamente inquieto, trabajador infatigable y amante de su país constituye por sí solo una etapa inolvidable en la cultura y en la educación del mexicano. Pensador de altos vuelos, produjo una obra extensa y magnífica que mientras más se analiza más asombra. Hombre polifacético, aplicó su talento a servir a los demás; valeroso hasta la temeridad, se enfrentó igual a los enemigos personales que a las situaciones difíciles, severo juez y crítico. Atento a nuestros gobernantes, supo acusar pero también supo perdonar […]

En México no se le ha hecho justicia, especialmente en el sector gubernamental; en apariencia se objeta su pensamiento; en el fondo significan graves reproches por su independencia en la conducta. Pero los que lo trataron lo admiran; algunos elementos jóvenes se interesan ya en conocer y guardar celosamente su mensaje. Los que fuimos sus amigos no hemos trabajado lo suficiente para perpetuar su memoria y ensalzar sus aciertos. Para enmendar esa falta quiero hablar de los sentimientos del hombre extraordinario que fue amigo fraterno y hacer una semblanza del mexicano genial cuya vida fue atestiguada por mí en sus dos últimos decenios. Como médico y como amigo del maestro, tuve sus confidencias y supe de sus tribulaciones y de sus éxitos, advertí la nobleza de su espíritu y su firmeza de carácter […]

Cierro un momento los ojos y recuerdo cómo conocí al maestro a su regreso a México en 1938. Me llevó a presentar un excelente amigo de ambos y partidario afectuoso y admirador sincero, el señor don Joaquín Cárdenas. Mutua simpatía nació inmediata. Tenía entonces 56 años y traía su bagaje de recuerdos y desengaños. Más los últimos que los primeros, pues no olvidaba la derrota que echó por tierra sus enormes esperanzas. La elección presidencial del 29, hecha en medio de lucha encarnizada contra la dictadura, el ejército o por lo menos una fracción importante de él, le decepcionó profundamente; pudo advertir una vez más cómo le volvieron la espalda hasta sus allegados, y el pueblo aletargado e indiferente, cansado de violencia, no movió una mano para protestar por el fraude […]

Casi diez años habían transcurrido desde esta gran amargura cuando lo conocí, pero en su corazón no cicatrizaba la herida, no cicatrizó jamás; su mente genial y sus pasiones gigantescas aún deseaban expresarse; luchar contra lo imposible. Aun en la cercanía de su muerte escribe una misiva a su yerno en que repudia el ser enterrado en la Rotonda de los hombres ilustres, pues existen ahí enemigos suyos y gente para él indigna de haber tenido ese honor. Y declara abiertamente: “La ciudadanía de nuestro país no tiene derecho a honrarme como escritor, mientras no me reconozca como político”.

El cambio fue profundo después de su fracaso político, pero su amor a México no sufría menoscabo por ello, porque aunque sus tendencias al regresar de su destierro eran conservadoras, lo que aparentemente no se compaginaba con su pasado revolucionario, lo cierto es que su ideología hispanista, su deseo de servir los valores de la cultura iberoamericana y alejarnos del tutelaje yankee, así como de combatir la corrupción interna, permanecían inconmovibles. A su frustración política se añadió el asco que le dieron muchos de los hombres que dirigían la grey gubernamental. El mismo fenómeno se presentaba en muchos revolucionarios de gran calidad, digamos don Luis Cabrera, que cuando se refirió a los hombres en el poder los llamó “niños de teta de la revolución”, y añadía: “les digo así no porque hubieran sido lactantes cuando nosotros hicimos la revolución, sino porque han estado pegados todo el tiempo a las tetas del gobierno emanado de aquel movimiento”.

Basta leer los sobrenombres que puso Vasconcelos a muchos de los pretendidos próceres revolucionarios, para entender su indignación por una revolución que era ahora dirigida por una ralea falta de toda moral y decencia. Afirmaba: “desde que hay monarcas absolutos sus delegados son también absolutos, y el último gendarme absoluto. Y esto ya no es gobierno, es destrucción…”

Hombre íntegro, de intachable honradez, se rebelaba iracundo contra la injusticia, contra el fraude, contra la mentira y la traición, ¡Cómo no recordarlo en ésta, una de sus auténticas personalidades, peleando con denuedo contra los prevaricadores y malvados, hiriendo con sus frases de florete al enemigo, siempre por un México mejor, libre de falsos redentores! ¡Era hermoso contemplarlo así, con la cara enrojecida y los ojos fulgurantes por la ira, mientras golpeaba el suelo con el bastón, al tiempo que iba diciendo: “tengo que defender a nuestra gente que sufre con paciencia inexplicable la explotación de estos sinvergüenzas…!”

José Vasconcelos fue un amigo magnífico, leal y sincero, jamás trató de ganar la amistad de nadie por senderos torcidos […] Fue amable y cortés, jovial y lleno de humor, y noble y generoso hasta llegar al perdón de sus más irreconciliables enemigos, como aconteció con varios expresidentes. Sin embargo, su amistad no la prodigaba indiscriminadamente, tenía muchos conocidos pero en realidad no eran muchos los fieles y buenos amigos. “El valor de la amistad –nos decía– es superior en las relaciones humanas a cualquier otro valor”. Por fortuna, al final de su vida, su balance amistoso era francamente positivo. Sus amigos podíamos tener desacuerdos con su ideología, pero esto no disminuía nuestro cariño. Sabíamos que lo importante para él era que fueran hombres de buena voluntad los que llegaran cerca de su corazón.

No era fácil adularlo porque su vanidad era poca, y frecuentemente hacía crítica e ironía de sus propios escritos, creyendo o aparentando no tomarse en serio. Le decían: “Usted en algunas páginas habla mal de Voltaire y de Rousseau, parece que en el libro De Robinson a Odiseo. Y también la emprende contra Bernard Shaw, a quien dice usted detestar por su palabrería de juglar, y a France por su gracia afinada y trivial y ni siquiera Ortega y Gasset se salva”. “¿De veras, dije todo eso?”, contestaba preguntando, y después de unos instantes, sonriendo añadía: “Qué quiere usted, uno dice muchas tonterías y con frecuencia no tiene ni derecho de arrepentirse”.

Y constantemente era lo mismo, un sorprenderse de lo que había dicho. Sin embargo, cuando se encontraba entre interlocutores con talento, se prodigaba en opiniones reciamente fundadas mostrando toda la capacidad y la erudición que poseía.

Su genialidad no modificaba al hombre sencillo que era. Su conversación grata, casi se podría calificar como llena de ingenuidad y sencillez. Reía animadamente de la charla jocosa, de los chistes; se interesaba igual por temas populares que por elevados; jamás hacía citas y gozaba con el anecdotario propio y el ajeno. Su palabra, con frecuencia descuidada y llena de picardía, alegraba a los demás, al propio tiempo que les proporcionaba un motivo de júbilo. Nunca estaba en plan académico y tampoco pontificando sobre ningún tema. Con más frecuencia, en cambio, hacía un chiste para quitarle importancia a un motivo serio, lo que en ocasiones le acarreaba molestias y dificultades. Cuando lo nombraron Académico de la Lengua nos decía casi riendo: “Positivamente no me interesa ser académico, pero el Presidente de la Academia acostumbra a reunirnos en su casa y darnos unos magníficos agasajos. Y eso sí me interesa mucho, tiene una excelente bodega y buena cocina”.

Detestaba los modales demasiado diplomáticos y políticos. Es que estaba más allá de todas esas pequeñas cortesías y oropeles que tiene el trato humano diario. Me acuerdo de que alguien le dijo que sus trajes estaban malhechos y algunos demasiado viejos, a lo que contestó que tenía muchas cosas importantes en qué ocuparse, para distraer el tiempo en ir a escoger su ropa. Yo le dije alguna vez que su sombrero realmente estaba feo, y me contestó sonriendo: “pues así los deja mi yerno”. Naturalmente que exageraba, pero esto ayuda a definirlo.

Excelente gourmet, sabía mucho de cocina, tanto de la internacional como de la nuestra. Los platos deliciosos no guardaban secretos para él. También en conocimiento de vinos era fuerte, y cuando había un buen Borgoña o un clarete de Burdeos, les hacía los honores. En cambio un mal vino casi lo escupía. Decía: “Hay mucha gente que sabe que el vino es malo unas horas después, cuando les duele la cabeza. Yo por fortuna lo descubro en el momento de tomarlo, mi cabeza no llega a doler”.

Alguien le dijo alguna vez al verlo comer tan suculenta y abundantemente: “Maestro, en su artículo sobre “Altiplanitis”, enfermedad que usted inventa para todos los que vivimos en este valle, recomienda como remedio hacer comidas ligeras, a base de fruta y verduras, suprimir la carne y las bebidas alcohólicas, tomar sólo refrescos y lo vemos comer con apetito feroz esos jugosos filetes, esos ricos postres, todos los buenos mariscos”. El maestro reía escuchándolo y cuando terminó dijo mirándonos alegremente: “No hagan ustedes caso de esas recomendaciones, las hice cuando no tenía dinero para comprar carne” […]

Jovial y atractivo, alejado de toda pose, ganaba inmediatamente la buena voluntad de los interlocutores. Hombre sencillo, que recibe a todos, que charla con todos y no se aísla en la consabida torre de marfil; hombre práctico, con sus pies bien asentados en el suelo, pendiente de todos los acontecimientos y siempre listo para el trabajo y la aventura. Todos los que lo trataron lo recuerdan con esa alegría y confianza que no excluye el respeto.

Sólo una cosa lo perturbaba: el encontrar personas necias, soberbias, de baja calidad mental. Apreciando el tiempo como la mayor riqueza que el hombre posee, especialmente cuando está en el ocaso de la existencia, le dolía enormemente perderlo, y las discusiones tontas no las toleraba. Cierta vez que un visitante le discutía, cuando yo llegué, algunos falsos postulados y absurdos silogismos, oí con sorpresa que el maestro en todo le daba la razón. Cuando hubo salido le dije con vacilación que si estaba de acuerdo en las tesis que le habían sido planteadas y me contestó sonriendo: “No ve que lo hice para que se largue: un pretencioso idiota como éste no va a quedarse con muchos minutos de mi tiempo”.

Sumábamos seis o siete contertulios los jueves, más algún diplomático sudamericano que se nos añadía y nos ponía al tanto de las novedades en su país, o bien un refugiado político, algún escritor de provincia o del extranjero; en ocasiones más raras algún filósofo español o norteamericano.

La comida dejaba por tanto de ser un acto meramente fisiológico para convertirse en un acto amistoso y social. Su mesa era un deleite no sólo para el paladar, sino para el paladar espiritual de la comunicación fraterna, del comentario gracioso o el cuento pícaro. Se comían con refinamiento las viandas, se bebía el buen vino pero también se absorbía espiritualmente ese ambiente jerárquico y gracioso que el maestro siempre buscaba.

Se hablaba de todo y de igual a igual, no quería ser la estrella de primera magnitud y poco hablaba de él, pero se preocupaba a veces ansiosamente de los demás, no sólo para la charla, sino para poner en orden torcidas economías y obligadas limitaciones. Es decir, le gustaba ayudar. Por eso con frecuencia nos solicitaba auxilio para un recién llegado que no tenía trabajo, para un refugiado político o para editar el libro de un escritor novel.

Siempre enamorado de los valores espirituales, estimaba en los amigos la veracidad, la valentía para hacer una declaración, la lealtad a sus credos, aunque fueran totalmente opuestos a los suyos. Por eso en su mesa nos sentábamos igual el marxista furibundo que el católico recatado o el filósofo liberal. En esa tertulia nuestra, todos nos dábamos la mano independientemente de nuestras ideologías […] Fue para nosotros una flama que no se apaga, a pesar del tiempo y la distancia. Con su conducta sencilla y su capacidad de amar, fue un forjador de amistad; nos abrió su alma señalando en ella las faltas.

En la medicina, en lo que yo lo traté muchas veces, también era un hombre un tanto raro. Como muchos otros no creía en los médicos, ni en las drogas, y con mucha frecuencia, sin consultármelo, iba, no con otros médicos, sino curanderos, comadres, gentes que le daban alguna recomendación. Una vez venía de Argentina y me enseñó un frasquito pequeño diciéndome: “Mire esta es agua del volcán de Copahue, es excelente para el reumatismo que yo padezco y se toma por gotas, es muy fuerte, veinte gotas al día y si viera qué bien me siento”.

A los dos meses le decía a su hija: “Oye, estoy muy mal, todas estas cosas no me sirven. Creo que hay que llamar a Carlitos”. Entonces iba yo a verlo y le daba la medicina ortodoxa. Otra vez era un japonés que le hacía puntos de fuego en sus rodillas, un chino con su acupuntura, un naturista con una cura de aguas y frutas… era su desprecio para la ciencia que se hacía manifiesto hasta en sus mínimos detalles: trataba de creer más en la magia que en la medicina, su ignorancia aparente de nuestro arte la exageraba. En algún interrogatorio le pregunté: “¿Cómo anda usted de la próstata?” y me contestó un tanto despreocupado; “¿Dónde queda eso?” […]

Alguna vez que hablaba yo de medicina psicosomática, y estando reciente su internación en el Instituto de Cardiología, me comentó: “¿Recuerda cuando estuve encamado? Pues bien, después de la visita de usted y su hermano me sentí tan bien que estoy seguro que me hizo más provecho nuestra charla que las drogas del cardiólogo. Acuérdese que al día siguiente pude solicitar mi alta”.

Sentía sin duda que la vida llegaba a su fin y en realidad su posición ante la muerte, aunque un tanto contradictoria, iba iluminándose con celeridad haciéndolo tan confiado en su fe, en su destino extrahumano, que la miraba sonriendo en sus últimas semanas. Recuerdo que una noche tuvo un sueño apacible y dulce; soñó que se moría y que eso le daba una sensación de tranquilidad, de serenidad, el clásico remanso en que descansan las agitadas aguas de un río. Llegué en la tarde y estaba yo junto a él, cuando después de referirme su sueño, sonriendo dijo frente a su hija que estaba con nosotros: “No tuve suerte. Aquí, María del Carmen me argumentó en contra, asegurándome que no es tan fácil morirse. Y ahora sí lo creo”.

Tenía 77 años, pero yo como médico advertía que era bastante sano y que el tiempo no había maltratado mucho sus órganos. Pero la más querida de sus nietas alcanzaba la adolescencia y su carácter la conducía a la vida conventual, fenómeno explicable porque dos de sus tías eran monjas. Este suceso debía llenar de alegría a un católico ferviente, mas no sucedió así, por el contrario, se entristeció profundamente al saberlo… y el corazón del hombre de 77 años comenzó a declinar. La emoción actúa inexorablemente en todos los sistemas y aparatos del organismo como espina que irrita. Lo mandé con el cardiólogo y comenzó su tratamiento; afortunadamente era fuerte y la enfermedad casi no se manifestaba en su estado físico, pero en lo mental declaró: “La resistencia humana tiene sus límites, ya los alcancé”.

Seguimos aparentemente nuestra vida normal, sus actividades permanecían las mismas, el humor se hacía inestable, por momentos se ensombrecía, pero en forma muy transitoria, pues rápido volvía a su habitual carácter. Lo calmaba mucho la visita diaria a su hijito Héctor, pasaba ahí seguramente muchas horas felices, pero la semilla de la angustia estaba sembrada y pronto había de fructificar. El cuerpo resistía, el alma no… En el fondo del alma del que va a morir quedan sólo los afectos, las alegrías que da el amor. Los hijos, una compañera, unos cuantos amigos. Así lo siente el maestro. Prepara el advenimiento de esta mística posición el ver partir a la nietecita Rosario.

El maestro siguió su vida, no fueron muchos los que notaron su pena. Tuve yo la gloria de que su último artículo fuera el comentario de mi libro: La deshumanización de la medicina. Pero Dios ya lo había escuchado, sabía que la existencia de José Vasconcelos había llegado a su límite y que iba a empezar por tanto su inmortalidad.