Una corrida de toros

Una corrida de toros

Verónica Zárate Toscano
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 64.

La mamá avienta los quelites al cielo. Su hija insiste en convencerla para asistir al entretenimiento al que sólo la clase alta tiene acceso. Un comensal con algo de influencias hará que el sueño de la muchacha no termine allí.

Johann Moritz Rugendas, Corrida de toros en la Plaza de San Pablo, óleo sobre tela, 1931, Museo Nacional de Historia.

María caminaba tranquila una mañana por los callejones del Parián cuando tropezó con una bola de gente arremolinada frente a un pedazo de papel pegado en la pared. Se escabulló como pudo para enterarse de lo que comentaban y, una vez informada, echó a correr.

No lejos de ahí, el grabador francés Jean Louis Prélier (aunque en realidad su apellido era Dudoille pero había tomado el de su esposa que tenía más renombre), realizaba un experimento. Había traído con él un voluminoso aparato que dio por llamarse “cámara de daguerrotipos”. Fijada sobre un tripié, la caja negra tenía en su interior diversas substancias y, a través de una lente abierta durante cierto tiempo, podía plasmar una imagen sobre una placa metálica. Por desgracia, la imagen de María no quedó capturada en el daguerrotipo que ha llegado hasta nuestros días como una de las primeras imágenes de la ciudad de México en la cuarta década del siglo XIX.

Ella era demasiado inquieta y pasó corriendo cuando el francés se mantenía inmóvil detrás de ese extraño aparato. Del movimiento de la muchacha no quedó ni un rastro, pero sí quedaron fijos para la posteridad la Catedral Metropolitana, el mercado conocido como El Parián y algunas otras construcciones de la calle del Empedradillo cercanas al aparato. A lo lejos quedó una mancha que podría interpretarse como la Sierra del Tepeyac. Tampoco puede apreciarse el pedazo de papel que había llamado la atención de María pues estaba pegado en la pared junto a una de las puertas del mercado que ya no alcanzó a caber en la imagen de Prélier. Ni tampoco se apreciaba el charco que había quedado de la lluvia de la noche anterior con el que María inevitablemente chapoteó, salpicando a los que estaban cerca.

– ¡Mamá, mamá! –gritaba María, mientras entraba corriendo a la casa con sus faldas revoloteando, sus huaraches manchados de lodo y su canasta en la mano.

La madre, apoyada sobre la mesa de la cocina, aventó al cielo los quelites que limpiaba por el susto que le provocó escuchar tales gritos. Era una mujer de pocos años, envejecida por la tristeza de convertirse en viuda de un militar que había perecido hacía ya varios meses. Sin contar con el apoyo que se esperaba que el gobierno diera a los familiares de los fallecidos defendiendo a la patria, debía dedicar sus fuerzas a ganar el sustento para la familia. Así que se las ingeniaba para preparar comidas con ingredientes de bajo costo, los cuales convertía en platillos que, a cambio de unos reales, eran devorados por los comensales en el patio de la vecindad donde vivía.

–¿Por qué tanta algarabía? – preguntó.

–Porque he visto un cartel pegado en una pared. Tenía muchas letras que no pude leer, pero un caballero de sombrero alto y bastón, al notar mi curiosidad y la de todos los mirones, nos lo leyó en voz alta. Y conforme más leía, más se escandalizaba –dijo.

–¿Pues qué decía el papel ese?

–Anunciaba que el domingo habrá una corrida de toros.

–¡Válgame Dios! ¡Bastantes angustias padezco yo a diario, como para ir a ver cómo matan a un animal! ¡Nomás me falta que quieras ir a ver cómo se despluman los gallos en las peleas! ¡O cómo los osos matan a los perros! ¡Que Dios nos agarre confesados! ¡Ya no sabe qué inventar la gente para el entretenimiento!

–Pero mamá, es que, según nos leyó el caballero, el torero, que creo recordar que se llama Bernardo Gaviño, va a ejecutar una suerte inimaginable. Y, por cierto, creo que eso fue lo que más hizo enojar al señor. Decía que le presentaría al toro “un reloj en lugar de muleta para darle muerte”. Un vendedor que estaba presente le dijo: “señor Argos, ¡no se enoje!” Y este le contestó “presentarle al toro el reloj para que vea la hora en que va a morir sí debe causar un gusto universal” y se alejó refunfuñando.

–Pues ese caballero tiene toda la razón, ¡es una paparuchada!

–¡Dicen que va a ser todo un espectáculo!

–A ver si no resulta un chasco, como aquello de que un hombre iba a volar con la ayuda de un globo y cuando no funcionó el aparato tuvo que salir corriendo, y no volando, para huir de la multitud que reclamaba.

–¡Ay mamá!, ¡tú siempre exageras las cosas!

–¡Uno de estos días van a inventar que es un espectáculo ver cómo corren los hombres de un lado al otro pateando una pelota!

–Pero mamá, con el dinero que he apartado para mí después de que te doy casi todo lo ganado con la venta de las flores, podría pagar nuestras entradas a la plaza de toros.

–¡Esas cosas no son para nosotros!

–Es que, mamá, de alguna manera tenemos que ver lo que hace el mundo, entretenernos, y no sólo pasar el tiempo trabajando…

–Entretenida estoy ya todo el día! Entre ir al mercado, traer el mandado y prepararlo, servir las comidas y limpiar la cocina, no me quedan fuerzas más que para dormir.

–¡Ándale!, sólo es una tarde y nos alcanza para ir a los tendidos de sol.

–¡Tendida dejaste la ropa que te dije que recogieras! Y, además, ¿tú como sabes de eso?

–Es que mi amigo Chuy me contó cómo es la plaza de toros por dentro. Él a veces ayuda a los mozos de cuadrillas o hace limpieza por unos cuantos tlacos.

Louis Prélier, Fachada de la Catedral Metropolitana y el Parián, Ciudad de México, daguerrotipo, 1840. Donación de Eastman Kodak Company, ex colección Gabriel Cromer. Cortesía del Museo George Eastman.

En esa discusión estaban cuando llegó Fidel, quien solía ir a comer a casa de Doña Chole. Siempre observaba todo y platicaba con los demás comensales. Dicen que de ahí sacaba algunas ideas que luego plasmaba en sus artículos para el periódico o que recogería en las Memorias de sus tiempos. Ese día venía hablando de cómo la gente se había amontonado afuera del teatro para ver entrar a los que asistían a la función de la ópera “La Norma” de Vincenzo Bellini, y sobre todo a ver si alcanzaban a distinguir a los intérpretes como la Albini, la Césari, la Castellan, la Ricci, la Branzanti o los señores Giampietro, Spontini y Zanini.

María pensó en voz alta: “para asistir a alguna función ahí, tendría que vender muchísimas flores y ahorrar durante muchísimo tiempo para poder pagar las entradas, porque es una diversión para ricos…”

–Ricos me van a quedar los quelites si les sigo echando el coraje que me haces pegar con esas cosas que dices –dijo la madre.

–Es que a veces me aburro y necesito algo para distraerme, para divertirme…

–Ya no eres una niña para andar corriendo y jugando todo el tiempo. Además, no necesitas mucho dinero para “entretenerte”. Ve a la calle de la Amargura a ver las maromas que hacen ahí, o a los títeres del callejón del Vinagre, o simplemente ve a recorrer, si es que no te salpican los carruajes, los paseos por donde desfilan los señoritos y las señoritas. O si no, dile a tu amigo Chuy que te lleve en la canoa por el canal de la Viga donde transporta las hortalizas que su familia cultiva en Xochimilco y él trae para vender.

Fidel, que escuchaba atento la discusión, no pudo evitar intervenir.

–Con todo respeto, doña Chole, María tiene razón. No todo es trabajo. Hay muchas opciones para divertirse y todo tipo de espectáculos. Y muchas maneras de echar a volar la imaginación, de maravillarse, de aprender, de admirarse… Tenemos que romper con la monotonía de nuestra vida cotidiana y para eso los entretenimientos son necesarios. Y mire que, en esta ciudad de México, a pesar de los disturbios que con frecuencia padecemos, hay muchas opciones para distraernos. Además de las corridas de toros, hay teatro, acrobacias, coloquios, pasarelas, circo, juegos de óptica, mascaradas, disfrutar de la música –que es la alegría del pueblo– y muchas cosas más. Y, por si fuera poco, tenemos las celebraciones cívicas y las fiestas religiosas que siempre vienen acompañadas de otros eventos para delicia de chicos y grandes. Y no todos tienen que vaciar nuestros bolsillos…”

–Claro –replicó doña Chole–, usté entra gratis al teatro a cambio de andar describiendo todo lo que ve y oye en los periódicos. Pero uno de pobre, ni siquiera puede distraerse con esos papeles porque ni leer sabemos.

–Pues ¡¡permítame enseñarles a leer!!

–Una como quiera, pero la criatura –empezó a decir doña Chole–, yo ya estoy vieja pa’ eso.

–¡Pero yo no!” –gritó María entusiasmada–. ¿Sí me haría ese gran favor, señor don Fidel?

–Con todo gusto María. No se diga más, después de paladear los platillos de tu madre, si ella lo permite, podemos dedicar un tiempo para que te enseñe.

–Pues pa’ luego es tarde. Apúrese con los quintoniles mientras despejo la mesa.

–Ya he terminado de comer. Como siempre, doña Chole, todo delicioso. Ven María, siéntate. De casualidad traigo un libro que escribió mi amigo Cristóbal, aprovechando todos esos papeles que ha reunido, periódicos, cartas, diarios, etcétera. Se refiere a los espectáculos públicos en la ciudad de México después de la independencia. Leamos un párrafo: “En los espectáculos, los diferentes públicos gritaban, reían, lloraban, aplaudían, abucheaban, vitoreaban, se asombraban, dudaban; y a veces, menos contenidos, insultaban, lanzaban objetos, desordenaban el recinto, peleaban y paseaban triunfalmente a los protagonistas”. Pero vamos paso por paso… las letras son…

PARA SABER MÁS

  • Sánchez Ulloa, Cristóbal Alfonso, Una confusa algarabía. Espectáculos públicos en la Ciudad de México después de la independencia (1821-1846), Mérida, UNAM, Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales, 2023.