Ana Rosa Suárez Argüello
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 63.
A mediados del siglo XIX, estadunidenses deseosos de encontrar nuevas oportunidades de negocios en México y llegar rápido al Pacífico, hacían la ruta Nueva Orleáns-Minatitlán en barco, navegaban una parte del río Coatzacoalcos para luego emprender la marcha más conflictiva por tierra hasta llegar a Ventosa y de allí se embarcaban nuevamente hacia Acapulco. Las dificultades abundaban, a tal punto que pronto declinaron las opciones de establecerse y colonizar en algún punto del recorrido.
Un sueño largamente acariciado, el de un camino que uniera el golfo de México y el océano Pacífico, se convirtió en realidad a fines de la década de 1850, cuando la Louisiana Tehuantepec Company (LTC) logró concluir, inaugurar y poner en operación una empresa de transporte que incluía barcos de vapor, carruajes y carretas, mulas y caballos, a fin de mover viajeros, carga y correo, de manera rápida y eficiente por el istmo de Tehuantepec. El sueño duró poco y acabó en pesadilla, pero el camino atrajo al territorio a hombres de negocios, especuladores, profesionistas, técnicos y emigrantes deseosos de tomar parte en la carrera del oro que iniciaba en San Francisco, California.
Varios de estos peregrinos dejaron testimonio público de su paso por el istmo en las cartas que dirigieron a periódicos y revistas, donde narraban su periplo y vertían juicios sobre la ruta. De la mayoría de ellos se ignora todo, a excepción del abate francés Charles-Étienne Brasseur de Bourbourg, del estadunidense contratado para operar el servicio de carruajes, Henry S. Stevens, y del estudioso alemán Matthias G. Hermesdorf.
¿Qué contaron estos viajeros? ¿De qué manera describían a la región y sus habitantes? ¿Cómo se refirieron al nuevo camino y qué posibilidades le otorgaban? Si bien algunos textos fueron pagados por la LTC y por lo tanto eran muy positivos para la ruta, esto no era unánime, lo cual nos permite afirmar, de entrada, que coincidían en el aprecio hacia la naturaleza local y los bienes que prometía. Admiraban las bondades del clima –calificado de saludable y grato–, la belleza de la selva y la fertilidad de la tierra.
Desde que avistaban la barra del Coatzacoalcos, los viajeros del Quaker City –el vapor que unía Nueva Orleáns y Minatitlán–, se sentían seducidos por la vegetación tropical. Si bien temían los escollos a la entrada del río, que le faltara profundidad y hubiese algún “norte”, olvidaban sus pesares tan pronto como el vapor surcaba el río. Se pensaba que el ingreso se facilitaría con la construcción de un faro, mejor iluminación del fuerte y barcos apropiados.
Una vez que atracaba el Quaker City y pasaban por la aduana, los viajeros echaban una mirada rápida a Minatitlán, la “principal factoría” de la ltc en el istmo y donde, en meses anteriores, se había llenado de tiendas provistas de mercancías estadunidenses y contaba ya con seis bares. Luego se dirigían al muelle de la empresa junto al río Coatzacoalcos y subían al Suchil, el pequeño vapor que lo surcaba. Si algo les gustaba era el paseo que seguía. Hablaban del río Coatzacoalcos con entusiasmo: por la limpidez del agua, las plantas y los animales exóticos, la caza abundante, las maderas preciosas, las riberas ideales para los cultivos de sabana, los tropicales y la cría de ganado. Según decían, se avistaban pocos ranchos y caseríos, aunque “muy hermosos”, con sus chozas de adobe cubiertas de palma o paja.
Etapa por tierra
Una vez en tierra firme se emprendía la marcha hacia el litoral del Pacífico por diversos pueblos y campamentos. El siguiente sitio de desembarco era El Súchil, poblado “enteramente estadunidense; hay tres hoteles y un almacén”. Cada hotel tenía su bar-room, tal como en “todos los hoteles de su país”; el almacén general pertenecía a la empresa, adonde llegaban víveres, vestuario, útiles e instrumentos de Estados Unidos, libres de impuestos, lo cual favorecía el contrabando, agravado por el desperdicio y los gerentes desordenados y deshonestos.
Se llegó a plantear la posibilidad de cambiar el punto de desembarque a un lugar bautizado como Hargousana –nombre inspirado en Peter A. Hargous, el principal accionista de la ltc–, a unos 20 kilómetros de la unión del río Coatzacoalcos con el río Jaltepec, por lo menos durante la estación de lluvias, pues eso ahorraría tiempo y dinero. Se arguyó además que en ese sitio la caza abundaba, podía cultivarse algodón y había maderas ricas y variadas. Sin embargo, esto no se realizó y, mientras la ruta operó, El Súchil fue un sitio terminal, del cual partían los viajeros, montados en los caballos y mulas que allí los aguardaban. Pese a que empresarios y periódicos declararon una y otra vez que todo el camino de tierra estaría pronto acabado y hubo empeño en lograrlo, el recorrido, que era aceptable en tiempo de secas, en temporada de lluvias implicaba marchar por senderos pantanosos, topar con deslaves, vadear ríos desbordados y muchas penurias más.
Se erigieron varios campamentos de paso, a cada 25 kilómetros, aproximadamente. Eran centros vitales de la obra, con un ingeniero al frente, que dependía del cuartel general en La Chivela. La vida en ellos resultaba difícil por el calor, los mosquitos y otros múltiples y aviesos insectos, la mala comida, el agua caliente para beber, la lluvia constante en ciertos períodos, los males estomacales y aun las muertes.
Cada campamento tenía su propio almacén y un encargado de pedir lo necesario a El Súchil. Cuenta Brasseur que los encargados:
disponían de todo a su conveniencia, rehusando si se les daba la gana, pretextando que se habían agotado los objetos demandados y diciendo que había que esperar a que llegaran otros de Nueva Orleáns; pero por otra parte, se los vendía, sin intermediario y a un precio inferior, a los indígenas que venían a comprarlos para uso personal. Respecto a las cuentas, era infinitamente más cómodo no llevarlas.
El día a día en los campamentos resultaba rutinario y aburrido, sobre todo cuando el mal tiempo obligaba a sus moradores a permanecer dentro. El aguardiente corría en abundancia, sobre todo en las tabernas y durante los “fandangos”, en los que se bailaba, bebía y jugaba. Había un club: el “Glass Eye”, inaugurado para conmemorar el tránsito del primer correo por el istmo, y cualquier novedad era bien apreciada, como los funerales istmeños cuyas descripciones salpican los textos, los conflictos entre conservadores y liberales o entre los pueblos de Juchitán y Tehuantepec.
Sin embargo, para los viajeros, que podían sufrir los mismos males y desgracias que afligían a los residentes, además de que debían de soportar los abusos por parte de los dueños extranjeros de negocios o de los encargados del transporte, los campamentos eran un momento de reposo, la ocasión de tomar un refrigerio sin hacer gasto alguno, pues tanto víveres como alojamiento solían incluirse en el precio del pasaje. Sin embargo, a veces debían pagar valores altos por la comida y llevarla en los recorridos en carruaje.
Un alto importante era la villa de Tehuantepec. Había varias posadas: el Hotel Unión, la California House y el Hotel Français. La primera brindaba pocas comodidades para dormir; hamacas, catres de tijera, esteras de palma sobre el suelo de baldosas, a veces sábanas y almohadas. La segunda pertenecía a Alexander Bell, quien la anunciaba como cercana a la plaza y el consulado de Estados Unidos. La última era la mejor; la administraba un mexicano, asociado con un francés; allí servían comidas aceptables, “a la manera europea”. La presencia de tantos soldados sorprendía a quienes llegaban, y es que la guarnición del departamento se albergaba en el antiguo convento.
Los caminantes partían de Tehuantepec a Ventosa a lomo de caballo o mula y allí esperaban el arribo del Oregon, barco de primera y muy amplio, que los trasladaría a Acapulco, donde desembarcaría a los viajeros procedentes de San Francisco. En tanto se resolvía la cuestión de si la terminal se mudaba o no a Salina Cruz, el capitán prefería anclar a unos ocho kilómetros arriba del puerto, a 20 metros de una estrecha playa; los botes del barco y la empresa iban y venían, casi siempre entre un fuerte viento y oleaje. Si alguno caía, “los desnudos nativos” le ofrecían pronta ayuda, aun cuando era raro que alguien no terminase mojado.
Cuando el viaje se efectuaba en sentido contrario, esto es, de San Francisco a Nueva Orleáns, los avatares del pasaje resultaban parecidos, aun cuando algunas diferencias atañían, por ejemplo, al descenso en el litoral oaxaqueño, pues al llegar los botes a unos seis metros de la orilla, los “nativos” cargaban sobre los hombros hasta la parte seca bultos y viajeros, que luego transponían la arena hasta la modesta oficina de la empresa. Allí, un empleado mexicano revisaba el equipaje y hacía los cobros aduanales.
Los viajeros descubrían a los mexicanos de la región desde su desembarco en Minatitlán o en Ventosa y a lo largo de la ruta por México. Sus impresiones solían ser similares y no dejaban de trasminar las ideas de un pueblo que se sentía elegido de Dios y por ende superior al resto. Esas “grandes multitudes de nativos de rostros cobrizos, medio desnudos, asombrados” les parecían simpáticos, hospitalarios, serviciales así como satisfechos por el pronto fin del camino y por el espíritu de empresa que parecía introducirse en la región. Sin cesar se referían a los vítores que escuchaban desde el Suchil o los carruajes.
Sin embargo, y en contraste, se describía también a los pasmados e ingenuos “hijos del sol” –llamados así por su piel oscura–, como ignorantes, perezosos y explotados, incluso belicosos. Lo último se veía en el perenne conflicto Juchitán-Tehuantepec y en la aparición de la plaga de salteadores de caminos. La solución para algunos era la formación de escoltas armadas hasta los dientes para afrontar las gavillas de malhechores. Para otros, la receta era la del pueblo “destinado” a grandes hazañas: “si [los mexicanos] se comportan de forma desagradable, no tenemos más que azotarlos, y si no les gusta, nos los anexamos”.
Ahora bien, aun cuando por lo general los viajeros apoyaban la ruta, reconocían su superioridad en cuanto a tiempo y distancia sobre otros tránsitos así como las ganancias para California, también exhibían sus quejas. Los enojaba la desorganización; la falta de seguridad y atención; las ausencias de los agentes de la empresa y hasta del encargado del correo de Estados Unidos; las comidas caras y humildes; las posadas sucias y primitivas, donde era preciso compartir habitación y faltaban camas, jabón, toallas, entre otros; los múltiples insectos, muchos venenosos; los vapores que encallaban a la entrada y a lo largo del Coatzacoalcos, sin alcanzar El Súchil en tiempo de secas, obligando a los pasajeros a subir en canoas y barcas y remar río arriba; el estado rudimentario del camino, que no siempre permitía valerse de los carruajes y forzaba a ir a caballo o en mula y hasta caminar sobre pésimas veredas; los vientos que podían volver inaccesible a Ventosa; los abusos de empleados y funcionarios mexicanos; las largas esperas en Acapulco para hacer la conexión con el vapor de la Pacific Mail Ship Company, asociada con la ltc para este trayecto, o en otros sitios del istmo por aguardar los carruajes, etcétera.
La emigración fue otro tema abordado en estos relatos y la opinión al respecto se mostró dividida. Si bien para algunos los cambios en el istmo eran notables, anunciándose el pronto arribo de la “civilización progresista”, resultaba forzoso para que esto aconteciera el arribo de una población nueva. De allí que aludiesen a los atractivos para colonizar, entre otros la tierra barata y fértil, la posibilidad de desarrollar ciertos cultivos, de comerciar o emprender negocios, la urgencia de artesanos, “aun mujeres, pues aquí hay extremadamente pocas”.
Hubo otros, no obstante, que no hallaron móvil para colonizar. Les parecían exageradas las versiones sobre la abundancia de recursos y de oportunidades empresariales y aseguraron que vivir allí resultaría difícil pues la tierra estaba en manos de unos cuantos, los precios y arrendamientos eran muy altos, los aranceles elevados y escasos e inferiores los alimentos indispensables.
En suma, las opiniones se contradecían. Sería tan sólo cuestión de esperar a que el mayor o menor éxito de la ltc determinara si la afluencia de viajeros continuaría o no. No fue necesario aguardar mucho tiempo. La quiebra y desaparición de la empresa en los primeros meses de 1860 ofreció la respuesta.
PARA SABER MÁS
- Brasseur de Bourbourg, Charles, Viaje por el istmo de Tehuantepec, 1859-1860, México, FCE, 1981.
- Glantz, Margo, Viajes en México: crónicas extranjeras, Volumen 2, México, FCE, 1982.
- Suárez Argüello, Ana Rosa, “Comer, dormir y divertirse en el camino de Tehuantepec entre 1858 y 1860”, Tzintzun. Revista de Estudios Históricos, 2016, en https://cutt.ly/AwOwGtZb