Ernesto A Turrent Márquez
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 62.
Puntualmente a las cuatro de la madrugada, se levantó, se fue a asear y tomó su ropa de la silla de madera. Su esposa ya tenía listo su itacate, la abrazó y se dispuso a iniciar una jornada más de trabajo. Estaba orgulloso de su parcela: cuarenta hectáreas, parte sembrada de maíz, otro tanto de potrero con ganado. Logro de la revolución, de los ideales de Emiliano Zapata.
Subió a su caballo después de despedirse de su familia y se perdió en la noche. “Mi buen amigo Matanche, tu mesmo sabes lo que amamos a esta tierra, los chilpayates que ahora son letrados queren que la venda, para que nos mudemos a la capital, eso no va a pasar, mi amigo”. El equino pinto relinchó como si supiera lo que su dueño le decía.
Pensó en su hijo Toño que era contador y le había dicho que pusieran un anuncio vendiendo la unidad de dotación: “Vendo parcela de cuarenta hectáreas en producción”. Dejó escapar un suspiro. Esa tierra era su vida, no la vendería jamás. Aunque le diera muina a sus hijos.
Llegó a su trabajadero y bajó del caballo. Extrañamente, el cuaco estaba nervioso. Un olor a huevo podrido inundaba el ambiente. “Me cuadra que anda una culebrita por aquí”. Pensó y sonrió inmediatamente: “Vendo parcela con culebra sonajera”.
Su pensamiento fue interrumpido por una sacudida leve. “¡Ora, ora! no se me ponga rejega que no la voy a vender”, pensó mientras daba pequeños golpes en el suelo tratando de calmar a su tierra. De pronto un profundo olor a azufre se percibió en el ambiente: “Vendo parcela apestosa barata”, pensó sonriendo. Otro temblor más intenso, el suelo se abrió y comenzó a salir vapor del interior. “¡Jesucristo!”, alcanzó a exclamar ya asustado por el evento.
Al ver que sus animalitos comenzaron a caer sin vida al suelo, uno por uno, subió a su caballo y se dirigió a su casa, “Vendo parcela enojona y asesina”, dijo el hombre, a quien no se le quitaba de la cabeza que el suelo se había enojado por la broma de la venta. “Tomen lo poco que puedan y vámonos pal pueblo”, dijo a su familia.
Don Dionisio subió a su esposa y a su nieta pequeña al lomo de Matanche, y se dirigieron a toda prisa al pueblo. La gente ya se disponía a abandonar el lugar, todos se dirigían a un poblado cercano. Para la tarde, la cresta del nuevo volcán se asomaba por el horizonte y su rugido se escuchaba a kilómetros. “Vendo parcela con volcán activo nuevo”, pensó sonriendo. Él sería el primer mortal en la tierra dueño de un volcán.
De la casa y el pueblo de don Dionisio Pulido nada quedó, sólo la torre de la iglesia se asomaba como mudo testigo del cataclismo. Había nacido el Paricutín, al parecer por el berrinche de la parcela al escuchar que sería vendida.