Linotipistas y algoritmos

Linotipistas y algoritmos

Darío Fritz

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 67.

Hubo un tiempo en que la lectura no estaba democratizada. O en todo caso llegaba a unos pocos. Ya sea porque la alfabetización era incipiente, los costos altos o simplemente las publicaciones no llegaban fuera de los centros urbanos. La tecnología contribuyó a dar vuelta a aquella página negativa. El linotipo fue una de ellas. Cuando comenzaron a instalarlos a fines del siglo XIX en editoriales y empresas periodísticas, trajo aparejada una mayor producción de textos impresos con mejor calidad, especialización laboral y menor desgaste físico. También implicó una reducción de la mano de obra. En las páginas de El Mundo Ilustrado contaban orgullosos en 1899 la adquisición de esas cuatro máquinas “maravillosas” de la imagen, que incluso hacían más “limpia” la manipulación del papel, con menor carga de tinta.

Concentrados en la lectura, estos linotipistas teclean textos. En la postura, poco se diferencian de lo que hoy nosotros hacemos en celulares y tabletas. Lo más claro que podemos distinguir a más de un siglo de distancia está en el contenido: se trataba de un trabajo donde estaban presos de cada párrafo. Nada podían modificar. Tecleaban para enviar a la máquina la orden de impresión. Sin quitar una coma mal puesta ni posibilidad de dar opinión, contribuían a sostener el discurso porfirista de entonces –existía una ley de censura– que pocos años después ya sabemos en qué acabó. Hoy, los textos impresos pasan por malas horas para su consumo, pero podemos comentar, opinar, divergir, gritar u odiar desde el anonimato digital. Una libertad de todos modos acotada. Vivimos en nichos, aunque creamos lo contrario. Con tanta operación de algoritmos, la repercusión de lo que decimos es mínima. Mientras tanto, los que imponen su discurso –invierten dinero para ser leídos o derraman falsedades–, acaparan la atención con su escándalo. Atados a los textos de otros, tal cual le ocurría a los linotipistas, estamos a expensas de los alcances de cada voz que permiten divulgar las imposiciones algorítmicas de los Musk y Zuckerberg en sus redes digitales. La tecnología no es un fin en sí misma, importa para qué se la use. Aunque suene paradójico, los linotipistas del porfiriato no alimentaban la libertad de expresión, como tampoco opinar o informar en redes sociales implica hoy que alguien nos ponga atención.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *