La dignidad de la viuda de Tomás Mejía

La dignidad de la viuda de Tomás Mejía

Iván López Gallo
Colegio Iberoamericano de Ciencias y Artes

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 68.

Una entrevista de 1891 en el Diario del Hogar da cuenta de las dificultades para sobrevivir que tuvo la joven esposa del general Mejía, fusilado en Querétaro, junto a Maximiliano de Habsburgo y el general Miguel Miramón.

Tumba de Tomás Mejía, Museo Panteón de San Fernando, Ciudad de México, México, octubre de 2022.

El 19 de junio de 1867 el Cerro de las Campanas fue testigo de la ejecución del archiduque Maximiliano de Habsburgo y los generales imperialistas Miguel Miramón y Tomás Mejía. De acuerdo con Andrés Garrido del Toral, quien fuera cronista de Querétaro, poco antes del fusilamiento de estos personajes los vecinos de Querétaro vieron a una joven mujer que “desmelenada y muy descompuesta trató de subir al estribo del carro que conducía a su pareja rumbo al calvario y fue arrebatada del mismo brutalmente por los guardias y atropellada por una rueda, quedando de hinojos y herida en la frente y mejillas con su hijo en brazos al tiempo que daba gritos desgarradores”.

La mujer se llamaba Agustina Castro, tenía en ese momento tan solo 20 años y era la mujer del general Tomás Mejía, con quien tuvo tres hijos: el bebé mencionado por Garrido del Toral, también de nombre Tomás; una niña dos años mayor que tenía alguna discapacidad, llamada Adalberta, y Gonzalo, el primogénito, quien murió algunos meses después de nacer. Antes de ser fusilado, Tomás Mejía redactó su testamento, dejándole a su familia todas sus posesiones: 18 vacas y una casa de adobe.

Por ello, no es extraño que, en agosto de 1891,  el Diario del Hogar diera cuenta de una mujer que “arrastraba su miseria y sus andrajos por las principales calles de la ciudad [de México] en pos de trabajo, a fin de mantener a una pobre joven que se encuentra tirada e impedida para buscar la subsistencia”. Ese mismo año, la viuda de Mejía le dio una entrevista al periodista Víctor M. Venegas en la que habló sobre los últimos días de su esposo y de la vida que ella y su familia tuvieron después de su muerte. El texto de Venegas fue publicado el 16 de agosto de 1891 por La voz de Guanajuato. Semanario independiente –del cual procede la siguiente selección– y nos parece importante, no sólo por lo que la viuda menciona sobre el supuesto ofrecimiento que Mariano Escobedo le hizo a Mejía de dejarlo escapar, sino por dar cuenta de un tema poco abordado: la vida de las familias de quienes murieron en los diferentes conflictos armados en que se ha visto envuelto nuestro país.

El texto comienza con la detallada descripción de una elegante ceremonia en honor de Maximiliano, Miramón y Mejía, en un templo al que asistió una “aristocrática concurrencia” , que lucía diversas bandas y condecoraciones, y en la que había incluso algún “caballero rubio, de aspecto pronunciadamente teutón”.

A continuación, Venegas narra que la gente salió del templo y se precipitó al cementerio, llevando flores y coronas, para después escribir: “¡Oh!, dichosos los muertos que aún tienen una mano cariñosa que deposite sobre su tumba un piadoso recuerdo, pero… ¿y los vivos, y los vivos sobre quiénes se arroja la losa del olvido?”


Conversación con la viuda

de Tomás Mejía

Al terminar la señora su relación, de la cual brevemente hemos extractado ya ligeros apuntes, el sudor perlaba por su frente y gruesas lágrimas corrían por sus mejillas. Casi me arrepentí de mi impertinente curiosidad que me había llevado hasta hacer sangrar una herida que ni el tiempo ha logrado cicatrizar. Iba a disculparme de mi torpeza, cuando ella, comprendiendo sin duda mis intenciones:

–No se apene usted –me dijo–, cuando se vive triste, sola y abandonada como yo, los recuerdos, por tristes que sean, son un lenitivo; parece que al sumergirse en ellos se acerca uno a las personas queridas, ausentes tanto tiempo ha de nuestro lado.

–Usted perdone, señora, contando siempre con su indulgencia deseo preguntarle. ¿Es cierto que, como he leído no sé dónde, una persona de influencia, algunos llegan a asegurar que fue el general Escobedo, ofreció salvar la vida al general Mejía, rehusándose este si no podían salvarse sus compañeros?

Gral. Imperialista Tomás Mejía, ca. 1866, inv. 608382 SINAFO-FN. Secretaría de Cultura-INAH-Méx. Reproducción autorizada por el INAH.

–Algo hay de cierto, pero no como lo han referido. El general Escobedo, desde el primer momento me habló con entera franqueza diciéndome que era imposible la salvación de Tomasito por no sé qué circunstancias de la ley.

Escobedo le debía a Tomasito la vida y aún recuerdo que alguna ocasión en mi misma casa se le proporcionaron caballos y recursos para salvarse de una situación comprometida. Al caer Tomasito prisionero lo vi y con leal franqueza no me ocultó la verdad.

Una noche estando yo en el alojamiento que en su misma casa me proporcionaba el Sr. Frías y Soto, quien, no obstante sus opiniones liberales, no vaciló en tenderme una mano protectora, una noche, repito, se acerca a verme el capitán Alcaraz, que aunque liberal también, sentía profundo afecto por mi marido.

–Señora –me dijo–, en virtud de mi posición puedo facilitar la fuga del general. Me comprometo con mi cabeza a sacarlo hasta fuera de las fortificaciones; tenga usted dispuestos caballos, el general es valiente, es audaz, conoce bien el terreno y es seguro que se salvará.

–Pero usted se compromete –le decía la señora.

–No tenga usted cuidado. No juego más que la cabeza y estoy tan acostumbrado a tener en nada la vida, que lo mismo me da que sea hoy o mañana cuando la pierda. Anímese usted, un hombre tan leal y valiente como el general no debe morir.

La señora, en sus diversas entrevistas con su esposo, le indicó la idea del generoso capitán.

Al oírla, Mejía se sonreía con melancólica sonrisa que le era habitual y sólo le decía acariciándola tiernamente:

–No seas niña, no seas tonta.

Redoblaba ella sus esfuerzos; le hacía comprender el porvenir de miseria que esperaba tanto a ella como a sus hijos; la suerte de esos pobres niños que quedaban sin amparo; la de ella que no contaba con más apoyo que él. Mejía la escuchaba dolorosamente, silencioso y meditabundo. Cuando concluyó aquella de hablar le dijo:

–De una vez por todas quiero que me escuches lo que tengo que decirte. Soy pobre pero honrado, al morir nada tengo que dejar a ustedes, sino a ti mi cadáver, a mis hijos un nombre sin mancha. Muero satisfecho porque creo haber cumplido con mi deber. Podré haberme equivocado, pero si me equivoqué, Dios, que juzga las intenciones, sabrá apreciar las mías, que no fueron otras que procurar el bien de mi país.

No quiero manchar con una acción indigna mi nombre honrado. Peleé como bueno, fui vencido, caí al lado de los míos, ellos mueren, los acompañaré; lo demás sería infame y una infamia jamás la cometeré.

Al ver la esposa la inquebrantable resolución de Tomasito, como cariñosamente lo llama todavía, no insistió y se resignó a perderlo.

Abandonada

Muerto el general Mejía, la viuda hizo gestiones para recoger el cadáver; conseguido el objeto de sus ansias sólo pensó en huir de la ciudad maldita para venir a México a reunirse con su hija, niña de dos años que estaba al lado de su familia.

Sus amigos, si alguna vez los tuvo, la habían abandonado por completo. Con los escasísimos recursos de que pudo disponer alquiló un guayín para transportar el cadáver y ella se vino en un carro de transporte acompañada de los dos asistentes, fieles acompañantes de sus momentos de angustia.

Llegó a México, dio cristiana sepultura al cadáver, gastando el resto de lo que poseía en el modesto monumento que aún existe en San Fernando y comenzó para ella el dolorosísimo vía crucis de la miseria y del olvido.

Antes de abandonar Querétaro el general Escobedo, tutor legal de sus hijos, le ofrecía asilo en su casa. No aceptó ella por sentimientos que fácilmente se comprenden. Algún comisionado de Austria le hizo proposiciones para llevarla a la corte de Viena.

–No estaría en mi centro –contestaba la señora–, yo soy una pobre ranchera y no una mujer de la corte. No conozco el idioma y por otra parte, pensar que las consideraciones, las comodidades, el dinero de que podría disponer eran el precio de la sangre de mi marido, me haría daño, no podría sufrirlo.

Vino a México, repito, y aquí comenzó la vida de la mujer pobre: hoy se empeña una alhaja cuidadosamente escondida como reliquia consagrada, a la alhaja sigue un objeto de menos valor; agotado todo lo que pueda representar algo empeñable, viene la miseria, la fría y descarnada miseria, apenas paliada con el tejido de gancho realizado a vil precio, con el bordado cedido por la vigésima parte de su valor, con la munición que mata, con la costura del cajón.

Pero llega un día en que ni aun esos recursos, con todo y su deficiencia, pueden ser ya aprovechables. Las penas, las fatigas, las largas veladas pasadas a la vacilante luz de una lámpara de petróleo a fin de terminar la munición, el tejido, el bordado que han de proveer para el gasto del siguiente día, han determinado casi una ceguera. La vista se niega a servir. ¡Roto el instrumento para qué sirve el músico!

La noble mujer tiene que desempeñar los oficios más humildes, a fin de conseguir un pedazo de pan que llevar a sus hijos.

¿Y los amigos, y los partidarios, y los admiradores del general?, se preguntará. ¡Ah!, no escasean las flores y las coronas en el sepulcro del fusilado en el Cerro de las Campanas.

Nobleza de enemigo

Hace quince años las Colonias de los Arquitectos no eran el barrio aristocrático que todos conocemos. […]

Un día, los escasos habitantes de la parte menos poblada y por ende la más pobre del barrio de los Arquitectos, vieron con asombro que lujosos carruajes que conducían una elegante comitiva atravesaba las desiertas calles de la naciente colonia, deteniéndose de cuando en cuando para dar paso a un caballero anciano de tez rubicunda y barba entrecana, que con cierto interés parecía tomar informes en las chozas del barrio.

Seguramente encontró lo que buscaba, puesto que dirigiéndose al cochero de su carruaje: “allí”, le dijo, indicándole con la mano unos jacales que apartados de los demás se distinguían en el límite del barrio.

La comitiva se dirigió allí, bajó nuevamente el caballero y encarándose con una señora que con las mangas remangadas hasta el codo se ocupaba en batir lodo para tapar quizás los agujeros de los muros, le dijo cortésmente:

–¿La Sra. doña Agustina Castro, viuda del general don Tomás Mejía?

–Servidora de usted –contestó la interpelada, no repuesta aún del asombro que le causara la inesperada visita.

–El Sr. presidente de la república, que espera afuera, desea le conceda usted el favor do una entrevista –replicó el caballero.

Un rayo que hubiera caído a los pies de la señora, de seguro que no lo produce el efecto que estas palabras.

Pálida, cortada, convulsa no acertaba a balbucear la más ligera frase. Entretanto, el Sr. general [Porfirio] Díaz que, efectivamente, era quien buscaba a la señora, penetró a la habitación. Repuesta un tanto la viuda de la sorpresa que le causara la visita presidencial, hizo entrar a todos aquellos caballeros a la única habitación de que se componía la casa y toda turbada ofreció al Presidente el único objeto que podía servirle de asiento: un cajón de vino.

El presidente la tranquilizó con sus francas maneras. Le dijo que, conocedor de su situación, había ido a buscarla. Que sabiendo que tenía dos niños, quería auxiliarlos con lo poco que pudiera y que puesto que la ley le prohibía decretarle una pensión como a viuda de militar, quería por lo menos que el niño pudiese educarse sin ser gravoso a la madre.

Se informó el general Díaz en dónde se encontraban los chicos (la niña tenía once años y el hombrecito nueve) y como le dijera la señora que se hallaban en el colegio, fue personalmente a buscarlos, acariciándolos y mimándolos como si fueran sus hijos.

El niño fue puesto en otro colegio, y la madre recibió una pequeña pensión para que pudiera atender a la educación de los huérfanos. El niño creció, entró al Colegio Militar y después de algún tiempo salió para el ejército.

Enfermedades, ligerezas juveniles y otros motivos que ignoramos, hicieron que el joven abandonara la carrera de las armas; y la miseria que parecía haber abandonado aquel hogar, volvió a abatirse como ave de rapiña, haciendo su presa a la desventurada familia.

–¡Ah!, señor –me decía la pobre mujer al referirme el rasgo generoso del general Díaz–. El Sr. presidente ha sido nuestro salvador; cuantas veces recurrí a él pidiéndole protección, encontré su apoyo y jamás me negó lo que le pedí. Positivamente fue nuestro salvador y nunca tendremos palabras suficientes para [… agradecer sus] servicios […].

Y como le preguntara qué es lo que había dicho hace trece años, me enseñó la siguiente carta que por aquel entonces publicaron los periódicos:

Sr. General don Porfirio Díaz, presidente constitucional. –Casa de usted, enero 30 de 1878. –Señor de mi respeto: Hoy que mi salud me lo permite, me apresuro a manifestar a usted mi gratitud imperecedera por el señalado favor y deferente bondad con que se ha dignado proteger a mi pequeño hijo Tomás Mejía, que lo es también del infortunado señor general de igual nombre muerto en Querétaro hace diez años.

Es ilimitada mi gratitud al mirar abierto el porvenir de mi niño de una manera tan espontánea y desinteresada, no menos que magnánima de pareo de usted en su digno gobierno, y lo es, porque desde la muerte del autor de los días de aquel niño hasta hoy, sólo he sufrido decepciones y miserias, sin haber contado en nada con el favor, con los auxilios, ni siquiera con la conmiseración de nadie, con excepción de un tío cuya situación usted conoce.

Con menos dolor y aflicciones seguiré soportando mi desesperante miseria al lado de mi joven hija, una vez que veo esperanza de dar carrera y formar el porvenir del varoncito mencionado. ¡Dios bendiga a usted, señor presidente, por tan caritativa acción y me dé vida para seguir enseñando a mis hijos lo por usted hecho en favor de uno de ellos!

Acepte usted, señor Presidente, mi actual demostración de sincera gratitud y esté seguro de que siempre rogará por usted a Dios nuestro señor, la que se repite de usted S. S. Q. B. S. M. –Agustina Castro.

–¿Y actualmente el general Díaz conoce su situación?

–No señor. Desde que salió mi hijo del Colegio Militar, no le he vuelto a ver, he temido abusar de sus bondades; por otra parte, ha hecho tanto por nosotros, le debemos tanto mi familia y yo…

–¿Y de los antiguos amigos de su esposo, no ha recibido ninguna prueba de atención, ningún auxilio?

–No señor, acaba usted de leerlo, ni favor, ni auxilio, ni siquiera conmiseración debo a ninguno de los míos. Por el general Díaz he vivido mucho tiempo, por el general González tengo casa. Sin su proceder noble, no tendríamos ni yo ni mi hija un techo en qué ocultar muestra miseria. La pobre niña, baldada como usted vio, sin poderse servir de sus brazos, casi sin poder caminar, hace demasiado, me ayuda a ganar nuestra subsistencia. ¡Pero pagan tan poco por las labores de mano! ¡Le cuesta tanta dificultad tejer lo más insignificante, por la enfermedad que la agobia!

Tarda dos o tres meses en hacer unas puntas. ¿Es posible que comamos cada dos o tres meses?

En esta situación escribí una carta al Sr. general González a Guanajuato, hace dos años, el día 8 de abril. Dos días después, recibí la siguiente contestación –dijo enseñándome una carta–, y como usted verá, en ella me decía que acudiera a la casa del general don José Montesinos, a quien ya avisaba; que viera la casa que me conviniera y que la habitara todo el tiempo que quisiera sin pagar un solo centavo. ¡Cómo no ha de rebosar mi alma de gratitud para estos señores!

El emperador de Austria

Después, la señora nos refirió cómo en enero del presente año un amigo de la familia, que no ignora el ofrecimiento que Maximiliano le hizo la víspera de su fusilamiento, escribió una carta al emperador de Austria, Francisco José, explicándole la situación de la desventurada viuda. Hasta hace pocos días, el 29 de abril, se recibió contestación de Viena por conducto de la legación de Alemania. El Emperador de Austria probablemente ignora quién es la viuda del general Mejía. ¡Está tan lejos México! Han pasado tantos años del drama de Querétaro.

Salí de la entrevista con el corazón oprimido, pero con el alma confortada.

Duele el corazón ver tanta… desgracia; pero el alma se conforta al sentirse en presencia de un espíritu superior a quien ni el infortunio abate ni la miseria irrita; al ver una mujer, fuerte como la que nos pinta el Evangelio, altiva, sin orgullo, digna sin altanería, cristiana sin hipocresía, y que al verse en la situación horrorosa por [la] que atraviesa, dice como Job en el estercolero: “me diste todo, me quitaste todo; gracias, Señor”.

Víctor M. Venegas