Norberto Nava Bonilla
Instituto Mora
En revista BiCentenario, el ayer y hoy de México, núm. 69.
Durante varias décadas, la escuela granja Francisco I. Madero albergó a niños de la calle con el propósito de enseñarles oficios y, sobre todo, alejarlos de la delincuencia. Testimonios tomados de diversas entrevistas nos permiten adentrarnos en lo que fue aquel desafío educativo.

La película Los olvidados (1950), de Luis Buñuel, muestra a un México urbano de la primera mitad del siglo xx que pocos querían ver en la pantalla grande, donde en un entorno crudo, triste y violento las infancias debían sobrevivir y en el cual no siempre había finales felices. Su narrativa, poco optimista, encontró una fuerte oposición en aquellos que deseaban seguir viendo en el cine mexicano la idealización del campo y de sus habitantes. Al final de la película, el niño Pedro es enviado a una escuela granja para “enderezar” su vida; allí se encontró a varios infantes vestidos con overol de mezclilla y camisa blanca, a quienes se les enseñaba el valor del trabajo mientras araban la tierra y recogían huevos de gallina.
El reportero de El Universal Ilustrado, A. Núñez Alonso, reunió una serie de testimonios, en octubre de 1930, en la escuela granja Francisco I. Madero, que bien puede ser un símil de Los olvidados. Con cierta ironía y sarcasmo, se muestra en el trabajo periodístico una sociedad infantil trabajadora. Se trata en ambos casos de describir proyectos educativos que buscaban formar a niños urbanos en situaciones vulnerables, y alejarlos del duro mundo de la calle.
La escuela Francisco I. Madero fue fundada en 1921 en un viejo y destartalado edificio ubicado en la colonia de La Bolsa, una de las zonas más marginales al oriente de la ciudad de México. Las novelas y crónicas de época mencionan que la colonia era casa y resguardo de delincuentes, ebrios y mendigos. Sus calles sin pavimentar implicaban para sus vecinos convivir con las tolvaneras en la temporada de calor y los lodazales en época de lluvias. Había algunos vertederos de basura en los que, con triste regularidad, aparecían cuerpos sin vida resultado de algún robo violento o una riña estimulada por el alcohol.
En ese contexto, la escuela tuvo su lugar destacado para la educación en México. Fue visitada por José Vasconcelos, Gabriela Mistral y Emilio Portes Gil en sus inicios. Para 1935 tuvo su época de oro como modelo de la educación socialista en el país. Pintores de la Escuela Nacional de Bellas Artes plasmaron murales con temáticas obreras en sus paredes. Más adelante, se convirtió en un internado regulado por la sep y se le dieron los fondos monetarios para la construcción de uno de los edificios más modernos, inaugurado el 28 de noviembre de 1940. Este contaba con talleres industriales, un amplio comedor, cocina moderna y una alberca con su trampolín de cinco metros, entre muchas otras mejorías.
Con frecuencia, embajadores y secretarios de Estado la visitaban. Jaime Torres Bodet, realizó eventos oficiales en “La Madero”, mientras ocupaba el cargo de secretario de Educación Pública.
Actualmente, el Internado Francisco I. Madero es de los pocos administrados por la sep. Con el brillo algo apagado, se mantiene en funciones en el cruce de la Av. Circunvalación y Congreso de la Unión, en la colonia Morelos.

De los testimonios de la escuela, recolectados por El Universal Ilustrado, reproducimos a continuación las explicaciones aportadas por su director, Arturo Oropeza, y algunos niños, que dan cuenta de una sociedad trabajadora, sin privilegios económicos y muchas esperanzas en un futuro de por sí incierto.
Los pilletes mexicanos en un nuevo camino para el futuro
2 de octubre de 1930
(fragmento)
–¿Cuántos niños reciben instrucción en la escuela?
–Unos 400 –nos dice.
–¿Y de donde proceden?
–La mayoría de sus hogares. Muchos pertenecen a estas familias de la Colonia de la Bolsa, hoy Colonia Morelos. Pueden ustedes figurarse la calidad de estos escolares. Los hay estudiosos, trabajadores, buenos; pero también abundan los traviesos y torcidos. Algunos, son recogidos de las calles por las autoridades; otros, nos los envía el Tribunal.
Alrededor de Fonseca, el fotógrafo, se ha aglomerado una legión de caras sucias y de expresiones diversas. Unos le tiran del saco, otros del trípode; le piden que los retrate. Para calmarlos en sus deseos, Fonseca, espectacularmente, prepara su cámara. Los chamacos rompen en un griterío ensordecedor. Y ellos mismos se colocan en un grupo. Hay voces de protesta. Los de atrás empujan a los de adelante. Todos quieren ocupar la primera línea.
El director me hace pasar a la sala de juntas. En tres hileras de mesas se ven unos carteles que anuncian: jefe de salubridad, jefe de justicia, jefe de relaciones fraternales, jefe de obras públicas, etcétera.
–¿Qué significan estos jefes? –pregunto.
–Son los delegados de cada uno de los departamentos de la escuela. El de salubridad está al cuidado del fomento de la higiene; el de justicia, falla las querellas que surgen entre ellos; el de relaciones mantiene correspondencia con las escuelas similares de las distintas naciones del mundo; el de obras públicas, construye zanjas para el desagüe, hace reparaciones dentro de la escuela y levanta monumentos. Vea usted esos dos que están construyendo en el patio.

En efecto. Vemos los dos monumentos erigidos a Morelos y a Francisco I. Madero. Cuando más entusiasmados estamos admirando la estatuaria infantil, un proyectil vegetal hace rodar por el suelo mi sombrero. El profesor que me acompaña de amable mentor queda un momento confuso. Al fin vemos salir de una milpa el rostro picaresco de un chamaco. Pregunto:
–¿Y este qué es? ¿Agrarista acaso? –El profesor se ríe, y dice:
–Agrarista, quizás. Es que está limpiando la milpa de terruños.
Oímos unos gritos. El profesor se disculpa y sale corriendo. Entonces un chico negro como un carbón nos dice:
–Si me hacen a mí un retrato en que esté yo sólo, le acompaño para que vea usted la escuela.
–¿Y tú qué eres?
–Yo soy panadero. Pero vendo lotería también.
–¿Y cómo no estás más blanco?
–Es que la harina ensucia mucho.
–Bueno. Te haremos el retrato a ti solo. Pero enséñame la escuela.
Relaciones fraternales
Este es uno de los departamentos de la escuela. Guiado por el nuevo mentor panadero en la escuela y vendedor de billetes de lotería en la calle, me dispongo a conocer bien la escuela. El muchacho me dice:
–Vamos a ver a un compañero mío, el jefe de Relaciones Fraternales… Nosotros recibimos cartas de Rusia, de Alemania, de Inglaterra, hasta de la India.
–¿Sabes tú dónde está la India?
–Cerca de Guatemala…
–Estás muy adelantado en Geografía, muchacho.
–Pues si viera usted que la Geografía no es lo que más me gusta estudiar…
Después de un pequeño rodeo logramos localizar al jefe de Relaciones Fraternales. Es un moreno de nueve años. En el preciso momento que llegamos, está en el desempeño de sus funciones. Rodeado por un grupo de compañeros, que vociferan, azuzan y corean la pelea, se rompe las narices con otro camarada.
Salubridad
El negro panadero, comprendiendo que no debemos quedar muy satisfechos de la actuación de su compañero, el jefe de Relaciones, nos dirige al Departamento de Salubridad. Ante una mesa y unos papeles, José Ponce, de ocho años, nos recibe con una cara muy sucia.
–Oiga usted, señor delegado. Lo que peor nos parece de la escuela es esa cantidad de moscas que hay en el patio. ¿No sabe usted que eso representa un gran peligro para la salubridad?
José Ponce después de un breve titubeo nos contesta:
–Sí señor; tiene usted razón. Pero ¿qué quiere usted que hagamos con las moscas?
–Pues matarlas.
–Lo hemos intentado sin éxito. Mi departamento ha gastado ya bastante dinero en dos botes de “Flit”. Comprenderán que no vamos a gastar más dinero en esos animalitos que no reportan ninguna utilidad. Además, mientras no quiten de al lado de la escuela ese vertedero de basura que ustedes pueden ver al salir, son inútiles todas las campañas que intentemos en contra de las moscas.
Obras Públicas
El de Salubridad nos ha convencido. El negrito panadero nos conduce a Obras Públicas. Mientras tanto, le interrogamos:
–¿Y tú no tienes clases ahora?
–Sí, pero es lo mismo.
–¿Cuánto ganas tú a la semana?
–Dos pesos… Pero como tengo que dejar la escuela 1,50 por comer y dormir, pues gano sólo un tostón.
–Y ese tostón ¿a quién lo entregas?
–Al jefe de Justicia.
–¿Por qué?
–Porque hace un mes le abrí la cabeza de una pedrada… Fue sin querer… Pero él como juez me condenó a pagarle diez pesos de indemnización… Tengo que pagarle todavía cuatro meses… ¡Si me hubieran dejado de vacaciones estos días!… Porque vendiendo lotería se saca dinero ¿eh? Pero como estaba castigado…
Los miembros que componen el Departamento de Obras Públicas se hallan en la esforzada tarea de abrir una cuneta. Picos, palas y azadones trabajan con una actividad sorprendente. Pero el secreto de esta admirable laboriosidad está en Fonseca, que bajo el paño negro de la cámara los enfoca dispuesto a retratarlos.

¿Por qué están en la escuela?
A estas pregunta que hemos hecho a los niños recogido por la Escuela Francisco I. Madero, nos contestaron de diverso modo. Unos dicen que por aprender; otros, porque les obligan sus padres; algunos porque se divierten más en la escuela que en la calle. Los hay que confiesan, angustiosamente, que están en la escuela… porque no les dejan salir. Y hasta hubo uno que nos confesó cínicamente, que estaba en la escuela porque en ella le era más fácil apropincuarse [sic] a lo ajeno que en la calle.
–¿Y tú no tienes padres? –le preguntamos.
–Nunca los tuve. Tenía una tía que me hacía pedir limosna… Buenos fierros que ganaba para ella… Hasta que un día una técnica se la llevó…
–¿Y a ti?
–A mí me trajo un técnico.
–¿Y en la escuela, qué haces?
–Pues zapatos.
Y como Fonseca está desesperado con los moscos y los chamacos, nos despedimos del profesorado de esta escuela que merece la medalla del heroísmo cívico por la labor que desarrollan en esta legión de niños de todas las clases, de todas las intenciones y de todas las calañas.
