Un viaje placentero por el Istmo de Tehuantepec

Un viaje placentero por el Istmo de Tehuantepec

Ana Rosa Suárez Argüello
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 67.

Los estadunidenses necesitaban a mediados del siglo XIX unir sus costas en el menor tiempo posible. Dos vías externas eran conocidas, la panameña y la nicaragüense, pero la opción del Golfo de México a través del Istmo de Tehuantepec sería la más rápida –quince días– y la más estratégica para sus intereses. Fue una alternativa que duró tan solo un año, arruinada por los altos costos económicos.

El sueño largamente acariciado de una vía interoceánica por el Istmo de Tehuantepec pareció convertirse en realidad a fines de 1858 y durante 1859. Los periódicos de Estados Unidos se referían a ella con frecuencia e invitaban al público a tomarla. La prensa de California estaba exultante. Animados por la promesa de que pronto recibirían las noticias de la costa atlántica en sólo quince días, el Sacramento Daily Union y el Daily Alta California reiteraban sus ventajas, entre otras las estratégicas: “Es la más cercana a nuestras posesiones en ambos océanos, la más fácil de proteger y permanece abierta en tiempos de guerra. El Golfo de México está solemnemente destinado, de aquí en adelante, a ser un mar estadunidense, sobre el cual es necesario que el país tenga un poder superior y dominante”.

La Louisiana Tehuantepec Company (LTH) había logrado habilitar una ruta para unir Nueva Orleáns con San Francisco. Un vapor de la empresa, el Quaker City, zarpaba rumbo a Minatitlán, con pasajeros y las valijas entregadas por la Oficina General de Correos. Al llegar a Minatitlán se efectuaba el paso por la aduana y el traslado de pasajeros, equipaje y correo en el menor plazo posible al vaporcito Suchil para surcar el río Coatzacoalcos. El recorrido duraba cerca de 18 horas, escoltado –según un periódico de California– por “los aplausos más entusiastas” de los pueblos por los que pasaba, bellos paisajes, cultivos de caña de azúcar, café y frutas tropicales, amén de abundantes “changos y pericos […] y muchos lagartos”.

Los viajeros descendían después en el embarcadero de El Súchil. De inmediato se dirigían, a pie, en caballo o carreta, hacia el poblado de Almoloya, vuelto estación central de las recién llegadas diligencias. Una vez ahí, los viajeros abordaban los carruajes y emprendían el recorrido hacia el litoral del Pacífico, seguidos por el transporte del correo, con “la bandera de las barras y las estrellas ondeando sobre él”.

Pasaban por la ciudad de Tehuantepc, donde se alojaban en posadas, algunas con bares y whiskey en ellos. Se quedaban allí unas horas, para seguir después hasta Ventosa, pasar de nuevo por la aduana y subir a los botes que los trasladaba al vapor Oregon, que zarparía para Acapulco. La empresa había llegado a un acuerdo con la Pacific Mail Steamship Company, para que esta se encargara del transporte en el Pacífico, con el vapor Oregon que haría la ruta Acapulco-Ventosa-Panamá y con el Golden Age, que cubría el trecho entre San Francisco y Acapulco.

Durante los meses siguientes, la LTH trasladó con éxito el correo y numerosos pasajeros entre Nueva Orleáns y San Francisco cada quince días, de manera regular. La correspondencia con los vapores del Golfo de México y el Pacífico resultó bastante eficiente y en repetidos artículos y anuncios de prensa se manifestaron las ventajas sobre otras rutas –de catorce a 16 días. En suma, las primeras semanas de 1859 fueron buenas. Se preveía un porvenir próspero; de allí la pretensión de hacer mejoras y que se contrajeran fuertes deudas sin tener siquiera la certeza de renovar el subsidio federal de correos y sin contar con un capital suficiente como reserva.

Sin embargo, la salud de la empresa no era nada buena y se debía sobre todo a la dependencia del subsidio de correo y de un solo capitalista: Hargous Brothers de Nueva York. Si fallaba uno, todo podría venirse abajo. Y la competencia por el subsidio era difícil pues en ella participaban, además de las rutas panameña y nicaragüense, las terrestres, en particular la que unía St. Louis, Missouri, con California por el norte de Texas. Por otro lado, las cuentas se acumulaban sobre los hombros de la casa neoyorquina que, entre otros compromisos, enfrentaba los grandes gastos generados por la ruta. Si bien es cierto que el istmo se llenó de viajeros y llegaron colonos con la mira de hacer fortuna, los ingresos no eran suficientes para equilibrar los gastos.

La situación haría crisis a mediados de 1859 cuando la débil condición financiera de la LTC no diera más de sí y no llegasen recursos. De hecho, poco antes se empezó a despedir empleados y quienes se quedaron dejaron de recibir el sueldo. A su vez, los acreedores locales acumulaban letras incobrables.

La “gran obra” de Tehuantepec estaba lista para el desastre; sólo hacían falta motivos concretos para desencadenar su ruina. Los problemas se precipitarían cuando, en mayo, perdiera el contrato del correo y, en junio, la casa neoyorquina entrase en quiebra. Casi de inmediato, el juez de Juchitán ordenó un embargo y se incautaron casas, tierras, botes, caballos, arneses, herramientas, carruajes, etcétera.

La LTC detuvo sus actividades poco a poco. Una vez que dejó de recibir el correo federal, los viajes a través del Golfo de México siguieron por algunas semanas, con correspondencia y pasajeros Nueva Orleáns-California, pero al final tuvieron que cesar. Despojada de casi todos sus bienes en el istmo, la empresa quedó por fin detenida el 8 de noviembre, cuando en presencia de los acreedores y con el apoyo de una compañía de soldados, se embargó y puso bajo custodia armada el patrimonio que le restaba.

Siendo así, pasaría poco tiempo para que el Istmo de Tehuantepec –señaló un testigo– volviera a ser “tan tranquilo y deprimente como era antes”.

En seguida les presentamos la descripción de un viaje de San Francisco a Nueva Orleáns, que el pastor E. S. Lacy dirigió al Weekly Pacific de San Francisco y este publicó en el mes de mayo de 1859.


Crónica de una travesía entre “hijos del sol”

Vapor Coatzacoalcos, 20 de abril de 1859.

Editor del Pacific:

Salimos de San Francisco en el Golden Age el día 5 del corriente y desembarcamos en Acapulco el 11, recorriendo la distancia en seis días y pocas horas. El mar sólo estuvo agitado por una ligera brisa durante todo el camino.

El domingo se predicó en la cubierta por la noche y en el entrepuente por la tarde. Todo estaba en orden y la multitud de oyentes parecían muy atentos y satisfechos de que pudiera observarse en el gran océano. El canto fue excelente. Allí, en cubierta, el que suscribe tuvo el privilegio de bautizar al hijo pequeño del señor y la señora Gray, de Benicia: “el primer niño”, comentó el capitán, “que se haya bautizado en el océano Pacífico”. Las circunstancias hicieron que la ceremonia fuera solemne y extraordinaria.

Al poco de dejar el Age, abordamos el Oregon y salimos del hermoso puerto de Acapulco alrededor de las siete de la tarde, antes de que el vapor que dejábamos atrás terminase de cargar carbón y se reanudara nuestro trayecto. Nos separamos así de la agradable compañía de amigos en medio de cohetes, con profundo pesar por perderla, cada parte enfrentando las incertidumbres de su viaje.

El capitán Hudson, del Oregon, trató a sus pasajeros como invitados. Sentimos un gran alivio por la libertad de que se gozaba en el magnífico barco, abierto al gozo de sólo una veintena de viajeros. Cada uno tenía una habitación para él solo y estas eran tan amplias como las de una casa. No olvidaremos pronto el agradable placer causado por la frescura sentida en el barco en ese clima cálido: los baños gratuitos y los ricos frutos. El miércoles por la tarde, a las seis, fondeamos en el puerto de Ventosa, a siete días y veinte horas de haber salido de San Francisco. Todo el mar había estado tan tranquilo como un lago. Muy pronto, los botes llegaron a recogernos.

La zona de Ventosa es una llanura arenosa baja. Un audaz promontorio de rocas amarillas se hunde en el mar, cien varas al sur, formando una pequeña bahía que protege de los vientos del oeste, pero por lo demás bastante expuesta. Navegamos muy bien en medio del fuerte oleaje. Tienen los mejores botes y nos dicen que el desembarco es bastante seguro y se realiza con rapidez. Ventosa es una criatura de la Compañía: ella la ha levantado. Sólo hay unas pocas casas para refugio de hombres, animales y embarcaciones. Dista trece millas y media de la ciudad de Tehuantepec, donde se guardan las diligencias; habiendo llegado un día antes de lo programado, no nos esperaban en Ventosa y no llegaron por nosotros sino hasta cerca del mediodía, además de que luego se necesitaron unas horas más para alimentar a los caballos. A las cuatro de la tarde estábamos listos para salir a Tehuantepec. Así pues, pasé todo el día en un lugar de lo menos interesante y el único alivio a la cálida y lenta monotonía fue un excelente baño de mar, el más estimulante que jamás haya tenido. El agua estaba templada y las olas nos envolvían magníficamente. […] Aquí nos topamos con la vegetación tropical. El camino era arenoso y andamos una milla, excitados por la curiosidad. El cactus es una característica destacable de la floresta. Crece como un árbol, del tamaño del cuerpo de un hombre, y se ramifica en columnas estriadas […]. A veces se ve que una de esas columnas se eleva 15 o 20 pies, es más grande en la parte superior que en la base y parece la maza de Hércules. Tiene una hermosa flor. Produce la madera de la región, que es muy dura y pesada. Los escalones de la antigua catedral de Tehuantepec están hechos con ella y se dice que nunca han sido reemplazados, sino que siguen allí desde hace 300 años. Aún ahora muestran poco desgaste.

Llegamos a Tehuantepec a las 7 p.m. Nos alojaron en una casa de adobe, alrededor de un patio con azulejos al estilo mexicano, donde crecían árboles de cacao. Era el Hotel San Francisco, donde nos atendieron muy bien. Por la noche, nos levantamos para bajar al río. Las orillas de ambos lados estaban llenas de hombres, mujeres y niños que se bañaban, promiscuamente. Lavaban, llenaban y acarreaban tinajas de agua y permitían que sus caballos rodaran y chapotearan. Nunca había visto una escena así. El río es para ellos lo que el Ganges para los hindúes o el Nilo para los egipcios. Ahora es la estación seca. El río mide unas 30 yardas de ancho y dos pies de profundidad en promedio. Es una corriente hermosa y debe tener un gran caudal en la temporada de lluvias. Se estima que Tehuantepec cuenta con 15 000 habitantes, casi todos nativos del país, con seguridad descendientes de los aztecas. Están bien formados, los hombres son fuertes y las mujeres hermosas. Muchos son muy morenos, todos son “hijos del sol”. La ciudad tiene 17 iglesias. La antigua catedral es el lugar venerado, con paredes de ladrillo muy pesadas. Sus dimensiones, junto con el convento, todo en una sola estructura, abarcan una inmensa extensión. El convento está ahora ocupado por una guarnición de soldados del partido liberal. La iglesia apoya la lucha contra los religioneros. Se dice que el padre, a quien me presentaron, es un hombre excelente, educado y muy liberal. Manifestó sentimientos de tolerancia hacia todas las sectas y credos, lo que, por supuesto, mereció mi más cordial aprobación. El mercado de Tehuantepec muestra mucho de las costumbres nacionales. Son mujeres las que venden los productos. Cubren sus cabezas con un vestido blanco, largo, que llega hasta los hombros; se echan sobre el pecho un lienzo ligero y un trozo de tela de color se envuelve alrededor de la cintura y se abrocha, llegando hasta debajo de las rodillas; este es el vestido completo. […] El calor aquí no parece ser opresivo para quien está en la sombra, pero debe ser muy enervante.

Nuestras diligencias aguardaban a la puerta del hotel a las cinco de la tarde y subimos a ellas para seguir el viaje por la noche, considerándolo como mucho más cómodo para hombres y bestias. Eran vehículos bien cubiertos, marca Concord. Los caminos son excelentes. […] Fueron seis horas de avance rápido. La luna brillaba mucho, el bosque a lo lejos parecía en llamas, la Cruz del Sur iba detrás de nosotros y cabalgamos alegremente a través de esa región salvaje y deshabitada.

Llegamos a las cinco de la mañana a Almoloya, que es tan sólo una estación de la compañía. Nos echamos en una hamaca y dormimos una hora y media, para luego bajar al hermoso arroyo del mismo nombre y bañarnos en sus aguas puras y frescas. En ningún lugar hay un arroyo tan hermoso, suficiente para hacer funcionar el molino más grande. Este es un lugar de palmares. El paisaje es realmente maravilloso: las extensas llanuras y, a lo lejos, las montañas, inmutables y antiguas como el mundo. Sería un lugar encantador para residir.

A las dos de la tarde, estábamos de nuevo en nuestras diligencias. El sol no era asfixiante. Tuvimos tiempo libre para admirar todas las curiosidades de la vegetación y del suelo. El camino se extiende a través de una hermosa región, al parecer rica, pero inculta, con tierras onduladas, valles y montañas. Por la tarde, llegamos al paso de Chivela. Aquí hay grandes montañas, profundos desfiladeros y amplias perspectivas, pero no pudimos apreciarlas plenamente a la luz de la luna. Es el mejor camino de montaña que jamás he recorrido, un camino hecho con mucho trabajo. Llegamos al río Sarabia, la siguiente estación, a las 11 de la noche, y dormimos en catres o hamacas. Aquí la noche era fría, debajo de las mantas teníamos frío. Estábamos ahora en medio del istmo. Habíamos pasado la cresta divisoria y nos encontrábamos en la vertiente atlántica. El Pacífico estaba ahora muy atrás de nosotros. Ese océano, con sus agradables asociaciones, estaba fuera de nuestra vista, podría estarlo para siempre.

De la comida en el istmo, podemos decir que fue mejor de lo que esperábamos. Pollos y huevos abundaban hasta entonces, aunque la carne, cualquiera que fuese, era de calidad inferior. Nos enteramos de que la mantequilla no se ve en absoluto en México. Su pan es maíz triturado, cocido […], y es muy bueno; lo llaman tortillas y es el pan de los indígenas. También comen muchos frijoles.

El sábado por la tarde, a las nueve y media, salimos de Sarabia, con la esperanza de llegar a Súchil y bajar esa noche por el río, pero los tiros de animales eran muy malos y débiles y nuestro progreso lento. Las últimas 15 millas se iniciaron a las 4 de la tarde, después de descansar un par de horas. Los pobres animales apenas podían jalar de los coches y los pasajeros tuvieron que caminar casi todo el trayecto. Comenzó a llover y los tiros se desmoronaron, incapaces de subir las colinas resbaladizas, y por lo que acampamos junto a un arroyo. Algunos se acurrucaron junto al fuego, otros se cubrían con mantas, colgaron sus hamacas en los árboles y el resto durmió en los carruajes. Fue una noche dura. Al amanecer del siguiente día, los conductores dieron de comer a los animales y partimos pronto, bajo un hermoso firmamento, hacia Suchil, a ocho millas de distancia. El cielo se iluminó y vislumbramos el lugar a donde íbamos a embarcarnos. Lo que no escuchamos fue el llamado de las “campanas de iglesia”: nada se parecía al domingo cristiano. A las 9 y media a.m., subimos en nuestras canoas y nos adentramos en el arroyo, con cuatro musculosos nativos en los remos, dirigidos por un hombre blanco en la popa. El río en este lugar es más grande que el Yuba [California] en Maysville. Navegábamos, bajo nuestras sombrillas, encantados con el cambio de viaje. Todo estaba quieto y en silencio, una agradable brisa fresca nos reanimaba, nos sentíamos de buen humor y gozábamos de excelente salud. La selva aún frondosa a los lados, vestida de colores y resonando los cantos de los pájaros: uno podría fácilmente imaginarse en actitud de devoción dominical. Por la tarde, bajamos de los botes, los bendecimos y les deseamos lo mejor. En el crepúsculo, cantamos los viejos himnos de nuestros recuerdos. Dormimos unas horas en la noche, que era fría, encendimos un gran fuego y nos mantuvimos lo más cómodos que pudimos. Al amanecer, el grito de los monos, en un gracioso concierto al otro lado del río, y el parloteo de los loros, fueron la señal para embarcarnos de nuevo. Por cierto, este grito de mono es como el rugido de los leones. En el río comimos lo que cargábamos con nosotros. Todo viajero debe ir bien abastecido. Navegamos hasta alrededor del mediodía, cuando encontramos el vapor fluvial, a 26 horas de Súchil. Nos hallábamos ya a unas 40 millas de Minatitlán, donde íbamos a abordar el vapor transoceánico.

Pronto nos pusimos en marcha y avistamos la ciudad de 5 000 habitantes, situada en un lugar pintoresco. El nuevo vapor oceánico Coatzacoalcos llegó a eso de las 4 p.m. del lunes 13 de abril, trece días y algunas horas después de que dejamos San Francisco. Llevábamos seis días en el istmo. Fue un tránsito innecesariamente lento y prolongado. Existe una gran y culpable ineficiencia por parte de los agentes de la Compañía. Parece una ausencia fatal de energía. Se nos dejó permanecer en Ventosa casi todo el día antes de poder marcharnos. Luego otro día en Tehuantepec. Esta holgura se observó en todas partes durante el tránsito terrestre. En lugar de salir al fresco de la tarde, debimos comenzar a las 9 y media a.m. Toda la travesía pudo realizarse en tres o seis días. Los agentes a caballo, que acompañaban a los carruajes para socorro en caso de accidente, o defensa en caso de ataque, los abandonaban en la parte más peligrosa del camino, cuando los caballos y los tiros fallaban y los pasajeros tuvieron que sustituirlos e intervenir. El agente empleado para vigilar el correo de Estados Unidos no estaba cerca esa noche, sino que dormía en Súchil. El correo pudo robarse con total impunidad. Queremos creer que las situaciones embarazosas derivaban de la falta de fondos, justo en este momento, pero esto no excusa la absoluta y evidente ineficiencia en la ejecución de las cosas que sí son capaces de hacer. […]

Por todo lo que pudimos enterarnos de quienes han trabajado en el istmo, este es notablemente saludable. Estos hombres no han sufrido ninguna enfermedad. Hay insectos desagradables que les molestan, entre los cuales se encuentra uno llamado rotadón, que es un mosquito pequeño, bastante venenoso, que llega en grandes enjambres, pero no nos visitó, salvo para conocerlo. El jigger es una criatura que se mete en los pies y las extremidades, requiere ser precavidos o se tendrán consecuencias desagradables y terribles. También se dice que hay ciempiés y una especie de gusano que crece en la carne a partir de un huevo o un insecto, todos los cuales generan pocos problemas a los viajeros y no causan gran terror a quienes allí laboran. La gente debe tener cuidado de no pisar con los pies descalzos, ni aun el suelo de las casas.

Consideramos que el vapor de este lado es un barco magnífico, muy superior en acabado, mobiliario y equipamiento completo a cualquier otro que se encuentre en el Pacífico. No es tan grande como el más grande, pero tiene capacidad para 1 000 pasajeros. Los camarotes son espaciosos y las cabinas de verdad elegantes. Se mueve más de 800 millas por día. El golfo es tan tranquilo como una bahía, y todo nuestro viaje por mar hasta aquí ha sido como en un lago en verano.

Nuestro viaje de Minatitlán a Nueva Orleans fue el más rápido jamás realizado: dos días y seis horas. Llegué a este último lugar al mediodía del 21 de abril, a 16 días de haber dejado San Francisco. Si en el tránsito terrestre nos hubiésemos encontrado con la misma energía que por mar, en ambos lados del continente, habríamos completado el viaje en trece días. Puede hacerse fácilmente. La naturaleza ha proporcionado todo para esta ruta y debe ser el camino más rápido y placentero hacia y desde California, para todos los que viven en el oeste, en especial hasta que tengamos el gran ferrocarril del Pacífico.

Aquí vimos que un vapor de ruedas estaba a punto de emprender el camino para navegar por el río Coatzacoalcos, entre Minatitlán y Suchil. Sin duda podrá ir y venir por las partes más bajas del río; se espera que sea enviada inmediatamente. Entonces la conexión con los vapores del Pacífico nunca fallará. Ahora descansamos unos días en la Ciudad Creciente, con gran agradecimiento a Dios por nuestro placentero y próspero viaje.

Suyo,

E. S. L.

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