Luis Fidel Acosta Machado
Instituto Mora
En revista BiCentenario, el ayer y hoy de México, núm. 69.
Una serpenteante muñeca política tuvieron que desplegar, desde Benito Juárez hasta Porfirio Díaz, en los diferentes momentos en que los independentistas cubanos reclamaron el apoyo mexicano a su causa, en tanto España y Estados Unidos presionaban por sus intereses particulares.

El espíritu de solidaridad y ayuda es el aspecto que más destacan los historiadores al acercarse al estudio de las relaciones entre México y Cuba durante la segunda mitad del siglo xix, marcada por el desarrollo de la gesta independentista de la mayor de las Antillas. Sin embargo, muchas veces obvian que la actitud mexicana debe analizarse a partir de dos aristas fundamentales: una, la postura de la sociedad civil y la personal de políticos y funcionarios; y otra, la posición oficial del gobierno.
En este sentido, debe señalarse que, en cuanto a la actitud del pueblo mexicano y de políticos como Benito Juárez, esta siempre fue de respaldo y reconocimiento de la causa libertaria cubana. Los ejemplos de ello son varios y van desde los actos populares de apoyo, artículos en la prensa, declaraciones y propaganda proindependentista, hasta el auxilio financiero directo y la participación de nacionales, entre los que se destacaron al menos 49 ciudadanos del país, la mayoría de ellos con altos grados militares. Por otra parte, durante la guerra de Independencia (1895-1898), las ciudades de Mérida y Veracruz brindaron refugio a numerosos patriotas cubanos, quienes fundaron clubes revolucionarios adscritos al Partido Revolucionario Cubano creado por José Martí. El propio Martí mantuvo una estrecha amistad con el mexicano Manuel Mercado, intelectual y político que se desempeñó como diputado en el Congreso de la Unión por el estado de Michoacán, además de subsecretario de Gobernación y secretario del Gobierno del Distrito Federal, entre otras funciones. La amistad entablada entre ambos resultó tan fuerte que el héroe nacional de Cuba se refería al michoacano como “mi hermano queridísimo”, y le envió la que sería su última carta, inconclusa debido a su caída en combate el 19 de mayo de 1895, y que se considera su “testamento político”.
Las relaciones de la nación mexicana con España y Estados Unidos, –que se había convertido para la segunda mitad el siglo xix en una poderosa presencia política en la región caribeña y latinoamericana en general–, la obligaron a evaluar muy bien sus proyecciones diplomáticas e internacionales en función de esos actores políticos y económicos. En el juego diplomático entre México, España y Estados Unidos, tanto durante la guerra de 1868 como durante la de 1895, las aspiraciones libertarias de Cuba quedaron relegadas a un segundo plano. Un acercamiento más detallado a la cuestión durante los dos conflictos bélicos permitirá comprender mejor lo afirmado.
Diez años
El México de Benito Juárez fue testigo del comienzo de la primera guerra de independencia en Cuba, iniciada el 10 de octubre de 1868. De inmediato, el iniciador de esta y posterior presidente de la República de Cuba en armas, Carlos Manuel de Céspedes, desplegó una importante labor diplomática cuyo principal objetivo fue obtener el reconocimiento de la beligerancia cubana y el apoyo para su causa por parte de diversos gobiernos, entre ellos el de Estados Unidos y México, el segundo país en el que, después del primero, residían más cubanos contrarios al régimen colonial español. Junto a la solicitud oficial del presidente cubano, Juárez recibió también la petición directa de dos de sus más cercanos colaboradores, de origen cubano ambos: Domingo Goicuría, quien había sido financiero y agente logístico de Juárez durante la guerra de Reforma y luego en su lucha contra el gobierno de Maximiliano; y Pedro Santacilia, a quien confió el cuidado de su familia en Estados Unidos y que después se convirtió en su yerno.
El gobierno mexicano acordó, el 3 de abril de 1869, recibir en todos los puertos las embarcaciones con bandera cubana en señal de apoyo a la causa independentista y, dos días después, el Congreso, por mayoría, autorizó al presidente a reconocer la beligerancia de los cubanos. Respecto a esto último hay opiniones históricas encontradas. Investigadores, tanto cubanos como mexicanos, afirman que Juárez hizo uso de esta prerrogativa y México se convirtió en el primer país que reconoció la beligerancia de los patriotas independentistas, mientras que otros especialistas afirman que el Benemérito nunca lo hizo. Esto último, de resultar cierto, puede entenderse si se conoce que el gobierno juarista también había recibido otra petición, esta vez con el objeto de negar el apoyo a la causa cubana. Esta partió del general Juan Prim, quien se hallaba al frente del gobierno español luego del triunfo de “La Gloriosa” en la península, revolución que derrocó la monarquía de Isabel II. Por otra parte, Estados Unidos, en correspondencia con su política de la “Fruta Madura”, la cual consistía en mantener Cuba bajo el dominio español en tanto no poseyeran las condiciones y los medios para apoderarse de la isla, no deseaba la independencia de Cuba y tomó cartas en el asunto en cuanto a la posición oficial mexicana.

Las relaciones políticas y diplomáticas entre España y México se encontraban bastante deterioradas, por no decir que eran prácticamente inexistentes, luego de la invasión francesa al país y la guerra contra el segundo imperio. Sin embargo, el estallido de la gesta de independencia en Cuba introdujo un nuevo factor a considerar en el vínculo diplomático entre ambos países: España deseaba que México, territorio latinoamericano que resultaba el de mayor cercanía y población inmigrada cubana, no interviniese en el asunto. Lo mismo deseaba Estados Unidos, cuyo gobierno se ofreció como mediador para restañar las desavenencias entre México y España. De tal modo, los dos últimos países entraron en conversaciones secretas sobre diferentes asuntos, entre ellos el tema cubano.
El asesinato de Prim puso en pausa las negociaciones, pero estas se retomaron en 1871 y México se comprometió, en junio, a adoptar una posición neutral respecto a la guerra de independencia de Cuba. España y Estados Unidos conseguían, de esta manera, que uno de los territorios más cercanos a la isla, si no el más cercano, asumiera oficialmente una postura de no intervención. Así se lo hizo saber el presidente Sebastián Lerdo de Tejada, en 1873, a Ramón Céspedes, enviado por el gobierno independentista en armas, con la misión, una vez más, de recabar el apoyo y reconocimiento del gobierno mexicano a la causa libertaria.
La postura en el porfiriato
En 1876, a partir del Plan de Tuxtepec, el general Porfirio Díaz ascendió a la presidencia de la República. En Cuba aún se combatía en la Guerra de los Diez Años. El inaugurado gobierno mantuvo la postura mexicana. Incluso, una vez terminada la guerra y frente a los diversos intentos de reiniciarse el combate independentista, el gobierno porfirista permaneció al margen. Un ejemplo lo constituyó la visita de Antonio Maceo al país, con el objetivo de recaudar fondos para el plan insurreccional que organizaba el general Máximo Gómez en Honduras y para entrevistarse con el nuevo presidente. Pero, aunque el general cubano le solicitó en dos ocasiones, sólo se respondió a una misiva dirigida a la esposa del oaxaqueño, Carmen Romero Rubio, prometiendo recibirlo en el Palacio Nacional o en el Castillo de Chapultepec. El encuentro nunca se produjo: pesaba más en el interés de Porfirio Díaz mantener las buenas relaciones con España que apoyar una intentona insurreccional cubana.
El caso del llamado Programa de San Pedro Sula, conspiración dirigida por un grupo de independentistas cubanos desde esa localidad hondureña con la finalidad de hacer estallar la guerra en Cuba, ofrece un magnífico ejemplo de que una cosa era la posición oficial del gobierno mexicano y otra la de su pueblo, incluso de autoridades locales. Un segundo viaje de Maceo a México, de forma específica a Veracruz, Mérida y Progreso, fue realizado para constatar los avances de una expedición armada que el general cubano Ángel Mestre organizaba hacía ya algún tiempo y que tenía ramificaciones en Veracruz y Yucatán. De este último territorio debía partir con armas y hombres, desembarcar en la isla e iniciar un levantamiento. A través del espionaje español, que había penetrado los grupos cubanos desde hacía bastante tiempo, el gobierno hispano supo al respecto y de inmediato la legación presionó a la cancillería mexicana para que tomara cartas en el asunto. Porfirio Díaz cursó entonces las órdenes necesarias para hacer abortar la expedición. Sin embargo, aunque esta no pudo llevarse a cabo, los principales implicados, entre ellos Mestre, contaron con la colaboración y ayuda de la población y las autoridades locales, que simpatizaban con la causa cubana.
José Martí y Porfirio Díaz
A mediados de 1894, José Martí, el principal organizador de la tercera y última guerra de independencia cubana, decidió visitar México. Tenía los mismos objetivos que Maceo años atrás: levantar fondos entre la inmigración radicada en el país y entrevistarse con Porfirio Díaz. Sus esperanzas de éxito eran mayores que las de Antonio Maceo. Entre otros motivos, porque contaba con un número no despreciable de amigos mexicanos, amistades que se habían fraguado en los tiempos en que vivió en el país, entre 1875 y 1877. Entre ellos se encontraban Justo Sierra, Juan de Dios Peza, Vicente García Villada y, por supuesto, Manuel Mercado. La mayoría formaba parte del aparato burocrático del porfirismo o era cercana al mismo, por lo que Martí vio posibilidades más reales de obtener una entrevista con Díaz. De hecho, esta se produjo en agosto, luego de que el presidente recibiera una misiva de parte del cubano en la que le explicaba los motivos que tenía para pedirle audiencia. Aunque se ha puesto en duda por no pocos historiadores si esta se llevó a cabo, en la actualidad existen evidencias suficientes como para considerar que sí se produjo y que Porfirio Díaz escuchó con atención lo que el revolucionario quería decirle. Entre otras cosas, Martí le habló del inminente peligro que para México constituía la expansión territorial y económica de Estados Unidos por América Latina e, incluso, que sería mayor si Cuba era anexada o caía en la esfera de influencia del país vecino del norte, temores que, por otra parte, albergaba la propia clase política mexicana desde los tiempos de la Guerra de los Diez Años.
Pese a todo lo anterior, no se llegaron a acuerdos formales, ni tan siquiera al de un reconocimiento futuro de la beligerancia de los cubanos si estallaba la guerra. Según se dice, aunque no hay pruebas documentales al respecto, el mandatario mexicano entregó a Martí la suma de 20 000 pesos de su peculio personal. Pero, una vez más, las relaciones con España pesaban más en la política mexicana.
Ante la Guerra de 1895
Estallada la Guerra de 1895, el gobierno de Porfirio Díaz asumió una política neutral. Varios especialistas han intentado explicar los motivos para ello y han llegado a diversas conclusiones. No obstante, todo parece indicar que algunas de las razones que tuvieron mayor influjo en la asunción de la neutralidad fueron la fuerza económica y política de la comunidad española establecida en el país, mucho más numerosa e influyente que la cubana; el deseo de Díaz de no generar roces diplomáticos con España y, algo que ya se había manifestado con anterioridad, pero ahora cobraba fuerza en la opinión de la clase política mexicana: la falta de fe en que una Cuba independiente pudiera sostenerse en el tiempo y, que más tarde o más temprano, cayera en manos estadunidenses que, de esa forma, controlarían casi en su totalidad el Golfo de México. De ahí que se prefiriese una Cuba española a una Cuba estadunidense, lo que a la postre resultaba lo mismo. No obstante, la neutralidad nunca fue total pues tanto el gobierno como la comunidad de peninsulares en México fueron más favorecidos que los independentistas cubanos.
En síntesis, se puede afirmar que a lo largo del ciclo nacional liberador en Cuba hubo dos actitudes bien definidas por parte de México. Una, la del pueblo y no pocos políticos y autoridades locales, especialmente de Veracruz y Yucatán que, comprometidos con la causa de la independencia en la isla, aportaron recursos, apoyo moral y propagandístico, a la par que no pocos mexicanos marcharon a pelear en los campos de la Antilla Mayor. Por otra parte, la posición oficial del gobierno fue muy distinta pues no reconoció la beligerancia de los cubanos, al menos es un hecho que sucedió así durante la Guerra de 1895 y que asumió una neutralidad que, en no pocas ocasiones, benefició más al gobierno y a la comunidad hispana. En este punto hay que consignar que cuestiones geopolíticas y de interés diplomático pesaron más en las consideraciones del gobierno mexicano, pues la necesidad de mantener buenas relaciones con España y la amenaza que significaba Estados Unidos –potencia emergente que no tardaría en avanzar sobre Latinoamérica–, lo hicieron asumir una postura de no intromisión en la guerra y ver expectante cómo se desarrollaban los acontecimientos para, de esa manera, actuar en consecuencia.
PARA SABER MÁS:
- Bobadilla González, Leticia, La revolución cubana en la diplomacia, prensa y clubes de México, 1895-1898, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 2002.
- Morales Pérez, Salvador E., Relaciones interferidas. México y el Caribe. 1813- 1982, México, Acervo Histórico Diplomático Mexicano, Secretaría de Relaciones Exteriores, 2002.
- Muñoz Mata, Laura, “México ante la independencia cubana. 1895-1898”, Ana Rosa Suárez Arguello (coord.), La relación conflictiva entre México y Estados Unidos, 1810-1942, México, Instituto Mora, 1998, pp. 274-314.
- ———————————, “México ante la independencia cubana, 1895-1898. Posición oficial y opinión pública”, Tiempos de América. Revista de Historia, Cultura y Territorio, 1999, en https://goo.su/4VSmwyk
- Rojas Gutiérrez, Rafael, Cuba mexicana. Historia de una anexión imposible, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 2002.
