Prefiero morir así

Prefiero morir así

Iván López Gallo

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 67.

A pocas horas de cumplirse su condena a muerte, un sacerdote ha sido degradado y perdido los hábitos. Entre anécdotas y recuerdos, la espera transcurre veloz.

Cincuenta y ocho veces vi nacer la mañana del 30 de julio y la última me pareció la más hermosa de todas, con los rayos del sol imponiéndose a las tinieblas mientras cantaban los pájaros y me llegaba el aroma de unas rosas que crecían cerca, pero quién sabe dónde.

–Es un día hermoso –me dije conteniendo un suspiro.

–Sí, así es –respondió una voz a mi espalda que me sobresaltó.

–¡Melchor, pero qué susto me ha dado! –le recriminé.

–Perdone usted, padre… quiero decir, señor. No quise espantarlo.

–No se preocupe, teniente… puede ser –acepté–. ¿Qué hora es?

–Falta poco señor, ¿quiere desayunar?

–Si me hace el favor, que tengo un poco de hambre.

Lo observé mientras me llevaban los alimentos. Tenía los ojos rojos y aspecto de no haber dormido nada en toda la noche.

¡Pero hombre, si usted no se va a morir! ¡Levante la cara y actúe como hombre!, pensé soltarle, pero me contuve. No quise que guardara un mal recuerdo de mí, pues no en vano le escribí unos versos en mi celda, dentro del Real Hospital Militar de Chihuahua:

Melchor, tu buen corazón
ha adunado con pericia
lo que pide la justicia
y exige la compasión.

Das consuelo al desvalido
en cuanto te es permitido,
partes el postre con él
y agradecido Miguel
te da las gracias rendido

Porque en verdad se portó muy bien conmigo, así que en lugar de soltarle una frase hiriente le puse amistosamente la mano en un hombro.

–Vamos Melchor, que todo está bien –le dije–. ¿Ya olvidó lo que charlamos ayer?

–No, don Miguel.

Fue después de que me vistieron con todos los ornamentos sacerdotales y me llevaron al patio, donde colocaron un altar con un crucifijo en medio de dos cirios encendidos. A un lado había una tarima en la que se acomodaron los jueces y alrededor estaban muchos vecinos de la ciudad. Ahí escuché la sentencia del tribunal eclesiástico que analizó mi caso.

–Privo para siempre, por esta sentencia definitiva, al reo aquí presente de todos los beneficios y oficios eclesiásticos que obtiene, deponiéndolo, como lo depongo, por la presente, de todos ellos –dijo un cura gordo, sudoroso e indigno de recordar su nombre–. Declaro asimismo, que en virtud de esta sentencia debe procederse a la degradación actual y real, con entero arreglo a lo que disponen en los sagrados cánones, y conforme a la práctica y solemnidades que para iguales casos prescribe el Pontifical Romano.

Acto seguido me pusieron de pie, me hincaron frente a la gente y me rasparon con un cuchillo las palmas de las manos, para después rebanarme las yemas de los dedos.

–Te arrancamos la potestad de sacrificar, consagrar y bendecir, que recibiste con la unción de las manos y los dedos –gritó el gordo.

Luego me quitaron el alzacuello y la sotana, dejándome en calzones.

–Por la autoridad de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo y la nuestra, te quitamos el hábito clerical y te despojamos del adorno de la religión y te desnudamos de todo orden, beneficio y privilegio clerical –vociferó–. Y por ser indigno de la profesión eclesiástica te devolvemos con ignominia al estado y hábito seglar.

Sólo que antes de hacerlo me cortaron el cabello y rasparon la cabeza.

–Te arrojamos de la suerte del Señor –dijo el cura–, como hijo ingrato y borramos de tu cabeza la corona, signo real del sacerdocio, a causa de la maldad de tu conducta.

Luego me entregaron a la justicia civil.

–Suplicamos a usted, señor juez, que no se mate ni mutile al reo –pidió finalmente.

Acto seguido, el juez me ordenó arrodillarme y empezó a hablar, sólo que en vez de ponerle atención me acordé de la hacienda de Corralejo y de cuando junto a mi hermano José Joaquín me fui a estudiar en el Colegio de San Nicolás Obispo, en la ciudad de Valladolid.

–Mañana será pasado por las armas –dijo finalmente–, además se confiscarán todos sus bienes. ¿Tiene algo que declarar o pedir?

–Que me lleven a la capilla unos dulces que dejé bajo la almohada. Nada más.

–¿No se arrepiente de nada?

–No –le respondí.

–Muy bien. Pónganle los grilletes y sáquenlo de aquí –ordenó a dos guardias.

Me llevaron a la capilla, donde estuve fumando y rezando. Luego les conté a los guardias algunas anécdotas de mi época de rector en el Colegio de San Nicolás y me fui al comedor, donde me alcanzó Melchor.

–Bueno, amigo mío –le dije–. Mañana será el día.

–¿Cómo se siente, padre?

–No soy más cura, me acaban de degradar. Pero estoy bien. Mi alma está en paz y pienso en pasar mis últimas horas de la mejor manera posible… así que vamos a comer.

Melchor ordenó que me sirvieran y le conté partes de mi vida, haciendo hincapié en que no debería sentir pena por mí. Todo mientras comía con el mejor estado de ánimo.

–Aunque no puedo quejarme de la forma en que me tratan su esposa y usted –le dije–, debo confesarle que extraño los guisados de mi hermana Guadalupe: caldo de pollo con verduras, arroz, chiles rellenos y frijoles refritos, tortillas recién hechas y agua de naranja, lima o limón con chía.

 –Se abre el apetito sólo de escucharlo.

–¡Y espérese, amigo Melchor!, que de postre había flan, nieve, quesos, ate de frutas, mazapanes de almendra o cocadas. Y al final pulque, chocolate y un buen puro.

–Vaya que comía usted bien.

–¡En verdad que sí! Y en las tardes organizaba tertulias, con debates, canto y baile.

–¿En serio, señor?

–Sí. Un pariente mío, José Santos Villa, organizó una orquesta y yo tocaba el violín.

–¿Santos Villa?, ¿el mismo que…?

–El mismo que fusilaron a principios de junio junto a mi hermano Mariano –dije reprimiendo una mueca de dolor al tiempo que decidía cambiar de tema–. ¡No sabe cómo me hubiera gustado invitarlo a mi casa!, ya fuera a Dolores o a Torresmochas.

–¿Torresmochas?

–Uno de los pueblos donde fui cura. Tenía una casa preciosa.

–¿Así se llamaba?

–Sí –le respondí sonriendo.

–¿Y por qué?

–Se va a usted reír: el pueblo se llama San Felipe, pero dejaron inconclusas las torres de la iglesia y la gente, ocurrente como es, dijo que estaban mochas. De ahí al San Felipe Torresmochas se llegó por asociación.

–¿No era usted cura de Dolores?

–Después. Vivía en Torresmochas cuando murió mi hermano, José Joaquín, quien servía como cura en Dolores. Fue algo muy triste, pues era mi amigo y compañero de aventuras. Después logré ser trasladado de San Felipe a Dolores, donde puse talleres de alfarería, carpintería y talabartería. ¿Sabe, Melchor?, no me puedo quejar, tuve una gran vida.

–No lo dudo, por lo que me cuenta.

–Sí… me encantaba el chocolate. Siempre me tomaba uno antes de dormir. Incluso cuando el capitán Aldama llegó alterado a mi casa para decirme que habían descubierto nuestra conspiración, lo primero que hice fue ofrecerle una taza.

–¿En serio?

Sí, claro. Él me dijo que no quería porque su pescuezo estaba en riesgo de colgar de un mecate, pero lo convencí y se tomó su chocolatito. Le cayó bien, pues se serenó un poco. Luego nos organizamos y nos levantamos en armas.

Sin saber que decir, el teniente Guasepe se me quedó viendo en silencio, por lo que decidí cambiar el tema de nuevo.

–Por cierto, estimado Melchor –le comenté–, el que me encuentre en capilla no hará que le perdone el vaso de leche y la merienda que tan gentilmente me prepara su esposa.

–Pierda cuidado –me dijo esbozando una sonrisa–, que yo se lo traigo a la hora de siempre. ¿Puedo preguntarle algo?

–Usted dirá.

–¿Qué significa lo que escribió en su celda?, eso de la lengua guarda al pescuezo.

–¿Qué le parece a usted que quiere decir?

–¿Que debemos cuidar lo que decimos porque las cosas tienen consecuencias?

–Mejor no podía decirlo, querido teniente –confirmé sonriendo.

Así pasé el día, charlando y fumando. Después de cenar le escribí otros versos al cabo que junto a Melchor hizo más llevadero mi encierro. Si quieren conocerlos tendrán que buscarlos, porque no los recuerdo, pero le puse que era un hombre amable y piadoso. Terminé de escribir y me acosté, durmiéndome enseguida.

A la mañana siguiente me levanté muy temprano. Creo que quien sabe que va a morir trata de exprimir cada segundo que le queda de vida, cuando lo que deberíamos hacer es disfrutar cada día como su fuera el último que tenemos. En eso pensaba cuando llegó el padre Baca para confesarme y darme la absolución.

–¿Desea comulgar? –quiso saber tras escuchar mis pecados.

–Sí –le respondí, recibiendo el cuerpo de Cristo por última vez.

Terminamos y Baca fue a buscar una imagen de la Guadalupana que tenía para mí, por lo que me quedé solo admirando la mañana… fue cuando dije que era un día hermoso y Melchor me sobresaltó al responderme que sí.

–Ya le traen el desayuno –me indicó.

Comí con apetito y Melchor me preguntó cuando terminé:

–¿Se le ofrece otra cosa?

–Sí, un poco más de leche. No porque me vayan a matar deben darme menos.

–Ahora la traen –y con un ademán le indicó a Ortega que fuera por ella.

–No me tengas lástima –le dije para romper el silencio que se había instalado entre nosotros–. Sé que es mi último día, mi última comida y por eso tengo que disfrutarla.

–Sí…

–Mañana ya no estaré aquí y creo que es lo mejor. Ya estoy viejo y pronto mis achaques van a empezar a manifestarse, prefiero morir así que en una cama de hospital.

–¿En serio?

–Claro, todos vamos a morir, la diferencia es que yo sé cuándo.

–¿Y no le da miedo?

–Sí, pero creo que más que a la muerte deberíamos temerle a no aprovechar la vida.

Poco antes de las 7:00 el repique de las campanas y el redoble de un tambor indicaron que había llegado la hora, por lo que saqué una bonita caja de rapé y se la ofrecí a Melchor.

–No puedo aceptarla –me dijo–. Se ve que es muy cara.

–Tómela, que se la doy para que se acuerde de mí –insistí.

–Para eso no es menester el obsequio, que yo me acordaré de su merced toda la vida.

–Melchor, usted hizo por mí más de lo que le correspondía. Aunque aquí hay cocina, me traía de su casa la comida preparada por su mujer, además de regalarme dulces y cigarros.  Actuó como el buen hombre que es y le pido que acepte este humilde obsequio y mi amistad.

–Sí, don Miguel –me dijo al despedirnos con un abrazo y hacerme una pregunta que atribuyo a su deseo de relajar el ambiente–. Por cierto, señor, ¿sólo se llama Miguel?

–No, don Melchor –le contesté sonriendo–. Soy Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mandarte Villaseñor, para servirle a usted y a Dios, nuestro señor.

Le di otro abrazo. Abracé también a Ortega y caminé al rincón en el que habrían de matarme rezando el salmo Miserere Mei. Le di a Baca mi libro de oraciones, repartí unos dulces entre los integrantes del pelotón, besé el cadalso y me senté en un pequeño banco.

–Así no, ¡de espaldas a los soldados! –me ordenó el que estaba a cargo.

–No, estoy bien de esta manera –respondí con firmeza.

Algo dijo y no le hice caso. Me amarraron al banco y me vendaron los ojos, aunque antes pude ver que el pelotón estaba formado por tres hileras de cuatro soldados, todos muy nerviosos. Tal vez creían que matar a un cura los condenaría al infierno.

–La mano derecha que pondré sobre mi pecho será, hijos míos, el blanco seguro al que habéis de dirigiros –les pedí colocando la mano sobre el lugar indicado.

Finalmente, tras varios segundos que parecieron eternos, el oficial levantó su espada.

–Preparen –ordenó.

Y escuché el ruido metálico de las armas.

–Apunten.

Se hizo un silencio sepulcral que me permitió escuchar el canto de algunas aves… como cuando era niño y vivía en Corralejo. En ese momento, después de muchos años de intentarlo, recordé el rostro de mi madre, quien murió cuando yo era pequeño.

–¡Fuego! –Rompió el silencio un grito.

Y los soldados me dispararon, pero con tan mal tino que en lugar de darme en el corazón me hirieron en el vientre y la mano derecha, pero sin matarme.

–En ese momento el dolor lo hizo torcer el cuerpo, por lo que se le cayó la venda de la cabeza y nos miró con aquellos hermosos ojos que él tenía –contó después el coronel Pedro Armendariz, quien comandó mi ejecución–. Así que hice disparar a la segunda fila… y los cuatro tiros le dieron en el vientre.

Como escribió Armendariz, esta descarga tampoco me mató. Lo único que consiguió fue hacerme derramar unas lágrimas muy gruesas, pues el dolor era terrible. Al ver lo que estaba pasando, Armendariz ordenó que la tercera hilera hiciera fuego… pero lo único que consiguió su descarga fue despedazarme el vientre y la espalda, aumentando mi sufrimiento.

–Tal vez pasó esto porque el pelotón no dejaba de temblar –dijo Armendariz–. Así que dos de mis hombres le dispararon poniendo la boca de los cañones sobre el corazón.

Eran las 7:00 de la mañana del martes 30 de julio de 1811 cuando dejé de existir. Tenía 58 años y habían pasado 317 días desde que me levanté en armas en el pueblo de Dolores. Faltaban una década y casi dos meses para que México alcanzara la libertad.

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