La muerte del arzobispo de México conmueve a los feligreses

La muerte del arzobispo de México conmueve a los feligreses

Marisa Pérez Domínguez
Instituto Mora

En revista BiCentenario, el ayer y hoy de México, núm. 69.

El 31 de marzo de 1908 el periódico El Imparcial de la ciudad de México dio a conocer la noticia del fallecimiento del arzobispo de México, Próspero María Alarcón y Sánchez de la Barquera. En la primera plana del rotativo se informaba extensamente de la larga trayectoria eclesiástica del difunto, la prolongada agonía que padeció, así como la profunda tristeza que este acontecimiento causaba en la feligresía católica. Sin embargo, lo que más se destacó en la crónica fue la inédita asistencia del medio informativo a la “toilette suprema” del prelado, noticia que venía acompañada de sendas fotografías de la labor ejecutada por los facultativos en el proceso de embalsamamiento y la exposición del cuerpo en el salón del trono. Asimismo, se dio seguimiento sobre quién lo sucedería en el cargo.

Illmo. Sr. Dr. Don Próspero María Alarcón y Sánchez de la Barquera, Arzobispo de México, fotografía en El Mundo Ilustrado, 22 de marzo de 1908. Colección particular.

En virtud de la importancia que revistió el acontecimiento y con base en las minuciosas crónicas publicadas por el oficialista periódico de Rafael Reyes Espíndola, referiremos los hechos registrados que pusieron a la Iglesia mexicana de duelo, lo minucioso del proceso para hacer del cuerpo del prelado algo digno de los avances científicos en México, así como las interrogantes sobre quién sería el sucesor.

Luto

En los últimos días de marzo de 1908, los templos de la capital del país elevaron sus plegarias por la delicada salud del arzobispo de México. Como muestra de respeto y consideración, la prensa capitalina comunicó que en el teatro en donde actuaba la compañía de ópera decidió suspender la representación de “Aída”, ejemplo que fue seguido por las demás empresas que ejecutaban funciones en esos días de cuaresma.

Después de una prolongada enfermedad en las vías respiratorias, el día 29 falleció el arzobispo de México Próspero María Alarcón y Sánchez de la Barquera, quien gobernó la diócesis por más de cinco lustros. Se le reconocía como un actor esencial en el proceso de conciliación entre la Iglesia y el Estado, pues siempre mantuvo “obsequiosas” relaciones con el presidente Porfirio Díaz, así como con personajes distinguidos de la administración como Manuel Romero Rubio, Manuel Saavedra, Ismael A. Jiménez, Manuel Andrade, José Sebastián Segura e Ignacio Aguilar y Marocho, miembros destacados en la Iglesia, la política, las ciencias, las letras y las artes. La noticia luctuosa fue informada de inmediato al delegado apostólico, monseñor Giuseppe Ridolfi, y se procedió a levantar el altar para decir la misa del “Buen Despacho”.

El suceso, que se propagó en la ciudad capital con la rapidez de un relámpago, provocó de manera inmediata que se comenzaran a recibir las coronas mortuorias en el palacio del arzobispado de la calle de Santo Domingo, entre las que destacaban las enviadas por personajes sobresalientes del régimen porfirista como Iñigo Noriega, Guillermo Landa y Escandón y Hugo Scherer, entre otros. Sin embargo, la crónica hacía particular hincapié de la “magnífica” ofrenda floral de gardenias y camelias blancas procedentes de Palacio Nacional: la del presidente Porfirio Díaz y su esposa Carmen Romero Rubio, a quienes, a través del secretario del arzobispado, el licenciado Aguilar, se dio un aviso “especialísimo” del acontecimiento.

La causa de la defunción, según informó El Imparcial, había sido una gripe sobreaguda que trajo como consecuencia natural una serie de enfermedades que fueron debilitando al dignatario. Después del fallecimiento, las autoridades eclesiásticas dieron aviso a los doctores Adrián de Garay y Eduardo Joublanc, quienes junto con Manuel Gutiérrez y el médico de cabecera del prelado, Ramón Prado, iban a hacer “la inyección del cadáver”, para lo cual usarían ese líquido de fórmula solamente conocida por el facultativo Garay, y que ya había servido para embalsamar cuerpos como el del “romancero nacional”, Guillermo Prieto, el arzobispo Arciga, de Michoacán, el general Ceballos, otrora gobernador del Distrito Federal, además de una señorita cuyo cuerpo, depositado en una cripta desde hacía doce años, recibía periódicamente las visitas de su padre.

Toilette Suprema

Como un hecho inédito, el medio periodístico pudo acceder a todo el proceso que se llevaría a cabo. Primeramente, le realizó una entrevista al doctor Garay, quien dio a conocer los nombres de los facultativos que se harían cargo de la “macabra y delicada operación” del embalsamamiento. Señaló que, para iniciar con el procedimiento, previamente tuvieron que trasladar el cuerpo en una sencilla mesa portátil desde el lecho en donde había pasado su larga enfermedad, cubierto en amplio sudario de lino, hacia el salón de billares del palacio, donde el arzobispo, en otras épocas, había pasado sus ocios “más agradables en sabrosa charla entre carambola y carambola” con otras dignidades de la Iglesia, que se deleitaban con el “rudo aticismo de las frases del prelado”.

Garay señaló que el cuerpo del Sánchez de la Barquera fue tendido al pie de uno de los grandes ventanales de la sala, buscando la claridad más completa. Que, bajo su dirección, comenzaron a funcionar las cuchillas de los operadores para extraer toda la sangre del cuerpo, a través de un lavado seguido de la desinfección y antisepsia de todas las cavidades. Cuidadosamente se desinfectó después la piel y, con “una habilidad que recomienda la pericia médica”, se procedió al masaje de la cara y firmes ligaduras en los vasos del cuello, a fin de obtener el resultado de que la cabeza no se deformara y conservara “una actitud natural…y artística”. En este punto, El Imparcial, que nombró a este acontecimiento como la “Toilette Suprema”, asentaba que el embalsamamiento no tenía únicamente el propósito de la conservación del cuerpo, sino que tenía una parte de estética inevitable. En la operación se tardaron seis horas exactas.

Con relación a esta operación excepcionalmente trágica, el reportero del rotativo cuestionó al doctor Garay sobre el líquido utilizado, ¿sería usted tan amable de decírmelo? ¿la formalina acaso? “¡Oh no! Es un líquido especial de fórmula mía. Ya han pasado, y para ventura de la ciencia, están muy lejos los antiguos vendajes egipcios, que, si bien tendían a la conservación, no prestaban a la piel la transparencia, la naturalidad que sí proporcionan las fórmulas modernas”, respondió.

La descripción detallada de la que fue objeto el cuerpo del arzobispo tuvo gran éxito entre los lectores, que se enteró del tratamiento del cuerpo, pero sobre todo fue la gran oportunidad de dar a conocer esta novedad científica que ponía al país a la vanguardia en el tema.

Con el deceso de Alarcón, oriundo de Lerma, Estado de México, quedó vacante el primer puesto de la Iglesia mexicana, acontecimiento que por la monta de su jerarquía dio cuenta ampliamente la prensa de la ciudad de México. Debido a las tristes noticias para la feligresía católica, las crónicas periodísticas también se ocuparon en describir el ambiente que se vivía en la capital, agitada por el clamoreo de las campanas de las iglesias que anunciaban el duelo; en las calles la muchedumbre bullía, el tránsito se dificultaba entre una doble hilera de carruajes “simones” y tranvías, particularmente frente a la casa arzobispal. En la aglomeración humana ahí reunida destacaba la presencia de numerosas mujeres con tocados de luto y en “muchos ojos se podía ver la congoja y lágrimas”.

Mientras el cuerpo del arzobispo era “preparado” para su sepelio, la concurrencia era tumultuosa, las oraciones surgían en un “murmullo afligido”, se trataba del litúrgico silencio de los fieles frente a la visión de la muerte; una larga existencia sacerdotal, en lucha amarga y prolongada con el dolor. El jefe de la Iglesia mexicana, tras crueles y largas dolencias, había cerrado por fin los ojos, “vencidos por el eterno misterio”. Por los balcones abiertos de la sede arzobispal, en la severa fachada, salían los amarillos y trémulos resplandores de los blandones funerarios. En tanto, las campanas de la catedral, “de quince en quince minutos, dejaba caer su vibración metálica, sobre los zumbidos y rumorosos de la ciudad que, entera comentaba nerviosamente, la dolorosa noticia”.

Exhibición del cuerpo

Bajo la “pálida claridad de los cirios”, el cuerpo de monseñor Alarcón fue recibido con cánticos por el venerable cabildo metropolitano; murmullos apagados de voces silenciosas se elevaban en torno al muerto, frases que susurraban plegarias en latín, en español, oraciones antiguas o ceremoniosas que imponía la liturgia romana.

El Imparcial calificó el acontecimiento como un “espectáculo admirable, momento imponente”, cuando el augusto difunto, con la mitra en la cabeza, cubierto el cuerpo con las insignias de su alta jerarquía y el báculo en la mano, revelaba una luz mística, con “faz de suprema austeridad”; con un cristo de mármol arriba de su cabeza, extendiendo su gesto de “eterna misericordia”. El cuerpo del arzobispo fue introducido en una caja de cedro que en su parte superior mostraba un Cristo doliente. El interior con seda morada, y a ambos lados, suspendidas, dos agarraderas de plata.

Una multitud silenciosa agrupada en el pórtico del palacio arzobispal estaba en espera de la salida del jefe de la Iglesia mexicana. Entre la muchedumbre se mezclaba gente pobre, de clase media y personas pudientes; representantes de la Iglesia, así como numerosos eclesiásticos, particulares y periodistas.

El féretro salió en hombros de destacados personajes, para luego ser relevados por miembros de la Cofradía del Santísimo Sacramento, y posteriormente por canónigos nombrados para llevarlo al atrio de la Catedral, donde fue recibido por el cabildo metropolitano, encabezado por el deán, Gerardo Herrera, para luego dirigirse al salón de las claverías. Y ahí fue donde hubo “gritos, apretones y rugidos”; la policía era casi impotente frente al mar tumultuoso de hombres y mujeres que querían ser testigos de la ceremonia, “viejitas temblorosas que sollozaban empapando el enorme paliacate rojo de lágrimas amargas. Católicos fervientes y para que nada faltara, hubo grupos de jóvenes que con sus modales y sus voces gritonas pusieron en alarma al ejército beatífico”.

Posteriormente fue trasladado al cementerio alto de la Villa de Guadalupe para ser sepultado. Al respecto, El Imparcial señaló: “El muerto descansa. Dejadlo en paz. Ahora son los vivos los que nos preocupan; ahora son las torvas pasiones las que nos agitan; ahora es la sede arquiepiscopal la que está vacante. La (sic) muerto el rey, ¡viva el rey!

Sucesor

Tras el sepelio, se debía nombrar al arzobispo interino, quien gobernaría la diócesis mexicana el tiempo que permaneciera vacante, motivo por el cual se reunieron los miembros del cabildo y se ejecutó la votación por escrutinio secreto, resultando favorecido el deán de la corporación Gerardo Herrera. Sin embargo, la elección fue anulada, sin que estuvieran claras las razones de esto. Por mayoría de votos fue investido Antonio de J. Paredes, canónigo conocido por su “cercanía intelectual con los círculos políticos”.

El nuevo prelado provenía de “magnífica cuna”, formado, por iniciativa del arzobispo Labastida y Dávalos, en el Colegio Pío Latinoamericano en Roma. Inmediatamente se comunicó el resultado al delegado apostólico, monseñor Ridolfi, quien a su vez lo transmitió a la Secretaría de Estado del Pontífice Máximo.

Mucha tinta dedicó El Imparcial al tema de la sucesión bajo el título de “¿Quién será el futuro arzobispo de México? Candidatos probables para ocupar la vacante”. Lanzó cinco potenciales aspirantes, prominentes personajes del clero mexicano, que, desde su punto de vista, ocupaban un lugar preponderante. Destacaba en primer sitio a Antonio de J. Paredes, por la circunstancias de haber sido electo para ocupar el interinato; al arzobispo de Morelia, Atenógenes Silva, que tenía grandes probabilidades, por su ilustración y ascendiente en el clero; a Ramón Ibarra y González, arzobispo de Puebla, quien contaba con una rápida y brillante carrera; a Leopoldo Ruiz y Flores, obispo de Monterrey, que por varios títulos era digno de suceder al difunto prelado; y a Joaquín Araoz, por sus relevantes virtudes y autoridad, a quien el medio periodístico juzgaba que por sus notables probidades e influencia, era uno de los postulantes que quizá tenía mayores posibilidades de recibir el “capelo rojo, concesión especial a los Obispos Americanos”. Sin embargo, el diario fundado por Rafael Reyes Espíndola aclaró que sus deseos eran que el futuro arzobispo “continuara con la obra de unión de los ciudadanos”.

Sin embargo, el proceso de sucesión de Sánchez de la Barquera no fue trabajo fácil. Muchos meses tuvieron que pasar para que la Santa Sede nombrara al representante del arzobispado. Lo anterior respondió a que algunos de los miembros del Episcopado mexicano tenían a sus propios candidatos, por lo que se desató una suerte de gestiones y consultas tanto con figuras destacadas del entorno vaticano, como también con el presidente Porfirio Díaz.

En esta coyuntura, el “Héroe de la Paz” intervino de manera directa para cabildear, a través del ministro Plenipotenciario en la Legación mexicana en Roma, Gonzalo Aurelio Esteva y Landero. En correspondencia “confidencial”, don Porfirio solicitó el apoyo del diplomático, de suerte que se acercara a personajes cercanos al círculo vaticano, en pocas palabras, que “moviera sus influencias” para que el sucesor de Sánchez de la Barquera fuera un prelado afín a sus intereses de continuar con el proceso de conciliación entre la Iglesia y el Estado.

Las instrucciones fueron precisas, el mandatario quería que fuera nombrado el arzobispo de Yucatán, Martín Tritschler y Córdova, el miembro más joven del Episcopado mexicano. El ministro Esteva puso manos a la obra y después de muchos trabajos de cabildeo consiguió que resultara electo para la arquidiócesis metropolitana. Empero, el candidato de don Porfirio no aceptó, bajo el argumento de padecer problemas cardiacos. Finalmente el nombramiento recayó en José Mora y del Río, obispo de la diócesis de León.

El fallecimiento del arzobispo de México, Sánchez de la Barquera, fue un acontecimiento de suma trascendencia y significación para la Iglesia católica y el Estado mexicano. De este episodio resalta la inédita cobertura que el periódico El Imparcial  tuvo para transmitir al público lector la muerte del prelado, y en particular, del proceso del embalsamamiento, además del proceso de relevo.

Para saber más

  • Bautista García, Cecilia Adriana, Las disyuntivas del Estado y de la Iglesia en la consolidación del orden liberal: México, 1856-1910, México, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo/El Colegio de México/Fideicomiso Historia de las Américas, 2012.
  • García, Clara Guadalupe, El periódico El Imparcial. Primer diario moderno de México (1896-1914), México, Centro de Estudios del Porfiriato, A.C., 2003.
  • Pérez de Sarmiento, Marisa, Los mensajeros de Job. Otra cara de la Revolución en Yucatán, México, UNAM/Instituto Mora, 2020, pp. 76-85.

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