Ángel Aurelio González Amozorrutia
En revista BiCentenario, el ayer y hoy de México, núm. 69.
Este es el relato de una infiltración de los organismos de seguridad mexicano en las instalaciones de la unam que acabó con la muerte de dos guerrilleros, la detención de otros y la deportación de la hija del embajador de Brasil.

Los rayos de luz se filtraban en los árboles del campus, muy temprano arribaron a Ciudad Universitaria cuatro miembros de la Brigada Blanca, les franquearon el paso los vigilantes del estacionamiento del Estadio Universitario, no obstante, era domingo y la universidad se encontraba en huelga. Bastó que les mostraran la “charola”, con el temible tigre, emblema de la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Se transportaban en un Galaxie con vidrios polarizados y sin placas.
Otro grupo se distribuyó en las salidas de las islas, en total eran más de quince agentes dispersos y algunos apostados en el edificio de la facultad, en la azotea con vista privilegiada de francotiradores.
La noche anterior, el comandante Joel les había citado en las instalaciones del Monumento a la Revolución, así fueron informados con sigilo, sin dejar ningún registro documental, de que debían detener o ajusticiar a varios miembros de la Liga que se reunirían en ese sitio, les mostraron varias fotos de los principales líderes que debían detener o matar, luego destruyeron todas las fotografías para no dejar evidencia alguna; los agentes debían memorizar los principales rasgos de los insurrectos.
Ese día, coincidía que había una exposición canina, los perros de varias razas pululaban con sus orgullosos dueños. Los agentes se dispersaron entre el público; llevaban sus armas en sus fundas y con sendas chamarras para hacerlas más discretas; el uso de esa sola prenda debía levantar sospechas ante el sol inclemente que se sentía, pero nadie iba a cuestionar a esos temibles sujetos, con anteojos negros que poco parecían interesarse en las virtudes de los canes.
En el otro extremo llegaban, en autos separados, dos comandos de la Liga, habían sido convocados por sus correos habituales, iban a reunirse en una aula de la Facultad de Filosofía y Letras, vacía por la huelga, era poco frecuente que diversos mandos de “La Orga”, como al interior se nombraba, se reunieran de día y en un lugar de alguna forma público; es decir, fuera de las habituales casas de seguridad; les aseguraron que estarían presentes algunos miembros de la universidad simpatizantes de su causa.
“Tania” llegó al campus y caminó entre la gente, iba armada y en su ropa holgada se adivinaba el bulto de su pistola, cruzó sin novedad los campamentos de perros de la exposición y se dirigía a la Facultad de Filosofía, a prudente distancia dos personas le escoltaban, ya que ella era miembro del Comité de Dirección, antes había militado en “Los lacandones”, otro grupo insurrecto y contaba con experiencia en actividades militares.
En ese momento, observó un movimiento que le puso alerta; dos personas le cruzaron el paso, notó lo tenso que se encontraban sus rostros y la lectura corporal de ellos, que le advirtieron que no era casual ese movimiento, “iban por ella”; lectora de los cuerpos se percató de cómo uno de ellos intentaba sacar una arma de entre sus ropas, en ese momento, empujó a la persona que tenía al lado y corrió hacia su derecha, con grandes pasos hacia la facultad, inclusive en forma de zigzag, que era la manera en que le habían enseñado a correr para no ser presa fácil de los tiradores; escuchó que se armó un revuelo, los perros ladraron, las personas también gritaban sin saber a bien cuál era la causa; de inmediato su sentido de sobrevivencia le hizo pensar que si alcanzaba a llegar al edificio tendría más posibilidades de sobrevivir; fue cuando un agente disparó su arma, hiriéndole directamente por la espalda, sintió un fuerte impacto y cómo su ropa se llenaba de sangre; de manera instintiva quiso seguir corriendo pero las fuerzas le abandonaron, tuvo la intención de sacar su pistola y repeler el ataque; pero en el suelo, sólo sintió el sabor agreste de pasto y tierra en su boca; quería incorporarse y correr, pero las piernas no le respondieron; entonces llegó el agente y a bocajarro le disparó de nueva cuenta; dos balas le cruzaron el cuerpo; sin vida, yacía en el campus; luego una bala le atravesó la sien, ya sin motivo, porque había muerto, pero era el “tiro de gracia”, la marca de la casa, un mensaje a los otros guerrilleros que de esta forma se la cobraban por sus compañeros caídos, “ojo por ojo, diente por diente”, de poco valía para los agentes la idea de la justicia, ellos tenían su propia guerra. A lo lejos, se escuchaba el estruendo de una cadena de ladridos de perros esa mañana de domingo.
Por la tarde, dos agentes se estacionaron frente a la Dirección Federal de Seguridad, se bajaron y caminaron a las oficinas; ya los esperaban, los llevaron directamente con Miguel N., que esperaba de viva voz el resultado del operativo; entraron al amplio despacho, don Miguel, de traje gris, estaba frente a una mesa llena de papeles; fumaba y sin responder al saludo de cortesía les pidió narrar los hechos, uno de ellos le explicó que gracias a un informante sabían que se juntarían varios mandos de la Liga, ello les permitió tender una red de información para seguirle los pasos; tenían el lugar y la hora precisa de la reunión, era inusual que varios mandos se reunieran en un solo espacio; indicaron que de parte de la dfs no había habido bajas, que dos guerrilleros, una mujer y otro, habían sido ajusticiados, que el comando de la Brigada Blanca se había disuelto para evitar la comunicación entre sus miembros y evitar filtraciones incómodas hacia la prensa. En ese momento, con sus ojos verdes de mirada metálica, asintió con la cabeza, observó las fotos de las personas detenidas y muertas y se quedó con ellas; sabía que ese movimiento era muy importante para actuar de inmediato, tenían frente a sí información valiosa de los miembros, casas de seguridad, armas requisadas y también los contactos del Comité Central de la Liga.
Les pidió que se retiraran y se mantuvieran atentos, sin agradecerles ni despedirse de ellos; no había ningún mérito que reconocer; pidió a su chofer que le llevara en ese momento al Palacio de Cobián, sede de la Secretaría de Gobernación, el automóvil entró por la calle lateral, de inmediato cruzó los grandes pasillos, custodiados por militares vestidos de civil; al entrar al despacho principal del Secretario, hizo antesala, los meseros le ofrecieron su habitual whisky, que rechazó amablemente con un gesto. A los pocos minutos, le anunciaron que podía pasar, lo recibiría el Secretario de Gobernación y don Fernando, se instalaron en una sala y procedió a informar de viva voz el resultado del operativo, sin alarde ni triunfalismo, se limitó a informar el número de presos y muertos, lo que aportó esa acción a la lucha contra la Liga; comentó que la hija del embajador de Brasil no se encontraba entre los muertos o detenidos, había sido maniatada en la cajuela del automóvil del informante que habían infiltrado en la Liga, a tres cuadras otro transporte les sustituyó y ella fue entregada de manera sigilosa; el acuerdo con el embajador fue que de inmediato fuera deportada y se brindara asilo al delator, con el cambio de identidad respectivo; como suele suceder en estos casos, la palabra bastaba para cumplir los acuerdos; tanto el canciller, como el propio Presidente de la República estaban al tanto del acuerdo y lo habían autorizado para evitar un conflicto diplomático entre ambas naciones.
No hubo ninguna pregunta del Secretario ni de don Fernando, la información aún no aparecía en los medios de comunicación, no había preocupación por el tratamiento, eran los tiempos en que las noticias eran seleccionadas, así como el enfoque que debía darse.
Al concluir, el Secretario les pidió pasar al comedor, un cuadro de gran formato de Benito Juárez decoraba el amplio y elegante comedor, había disponibles tres sitios, mismos que ocuparon, los meseros servían los primeros platos y ellos procedieron a comer en un primer momento en silencio, mientras se escuchaba a lo lejos el rumor de los motores al pasar de los automóviles en la calle de Bucareli.
