José Roberto Campos Cordero
Universidad de Texas, Austin
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 68.
Durante la década en que los colonizadores angloamericanos intentaban apropiarse de territorios texanos, hubo batallas intermitentes sobre el Golfo de México entre los corsarios que Estados Unidos alentaba y las autoridades portuarias mexicanas.

Bien conocida son la llamada revolución-independencia de Texas de 1836 y las batallas que quedaron registradas en los cánones históricos, el Álamo y San Jacinto. Cuando pensamos en este conflicto lo imaginamos a través de la frontera norte, o al “Oeste”, desde el punto de vista estadunidense. No es de conocimiento general que, al mismo tiempo, y quizá de forma más importante para los promotores de la independencia de Texas, la guerra se libró en otra frontera, el Golfo de México. La entrada más importante para el éxito del proyecto de colonización angloamericana, aquel liderado por el empresario Esteban Austin, eran los puertos. Es cierto que muchos de los inmigrantes angloamericanos viajaron según la usanza de la colonización del viejo oeste, en carretas cargadas con toda la familia y provisiones para empezar una nueva vida. Pero una buena parte llegó abordando un barco en Nueva Orleans. Y para la exportación del algodón, que era la apuesta principal de los angloamericanos que iban a Texas –muchos acompañados con esclavos–, la navegación de los ríos y la ciudad del cuarto creciente eran fundamentales.
Esto era bien sabido por quienes lucharon por el control de aquella bella tierra por más de diez años (1835-1846). De hecho, el conflicto inició con motines en las aduanas marítimas que el gobierno mexicano instauró para cobrar impuestos a los productos que entraban y salían del territorio. Por lo mismo, una de las primeras medidas de los mexicanos fue declarar el bloqueo de los puertos de Texas. Había que evitar la llegada de armas, dinero y voluntarios desde Estados Unidos y cortar el lucrativo negocio del algodón. Por su lado, el recién establecido gobierno de la república independiente de la estrella solitaria dio patentes de corso a los comerciantes para que pudiesen armarse y defenderse de los barcos mexicanos. Como resultado, mientras la soberanía de Texas fue disputada por México después de su independencia, hubo una larga serie de choques intermitentes entre corsarios texanos, barcos de guerra mexicanos, que inclusive involucraron a las costas de Yucatán. Esa fue la otra guerra de Texas.
Una de las primeras víctimas de aquel conflicto fue el encargado del despacho de la aduana en Galveston, Antonio Gil Hernández. Como se lee en el documento presentado a continuación, el empleado fue expulsado de su oficina en 1835, teniendo que tomar refugio en el principal puerto desde donde se iba y venía a Texas, Nueva Orleans. Ahí lo recibió Francisco Pizarro Martínez, quien llevaba varios años siendo cónsul mexicano de la ciudad portuaria. Antonio Gil no sería el primero ni el último refugiado, producto del conflicto, que el diplomático mexicano recibió en su oficina durante aquellos años turbulentos.
Partió a casa el 28 de marzo de 1836 en el Pocket, un barco comercial con bandera estadunidense, pero unos días después, el 3 de abril, fue interceptado por el corsario Invincible, al mando del capitán Jeremiah Brown. Él y su hermano William, que capitaneaba la goleta Liberty, tenían experiencia como contrabandistas. Su padre murió en el Álamo, apenas unas semanas antes, el 6 de marzo. Tenían motivos por los cuales resentir a los mexicanos. Aunque la Pocket llevaba bandera estadunidense, ambos solían usarla para ampararse de su neutralidad. Eso lo sabían los corsarios texanos y la marina mexicana, por lo que aun así muchas veces los tomaban como presa de guerra, provocando conflictos diplomáticos recurrentes con Estados Unidos. Este fue el caso de la Pocket. Antonio Gil Hernández y sus acompañantes, su subordinado Ramón Murga y el teniente Carlos Ocampo, junto con un irlandés que los acompañaba, fueron despojados de todas sus pertenencias y maltratados como prisioneros por varios meses. El 24 de agosto, ya de vuelta en Nueva Orleans, Antonio, antes de regresar con su familia, denunció, por medio del cónsul Pizarro Martínez, el maltrato recibido durante su cautiverio. Decidió hacerlo después de ver, indignado, a su captor, el capitán Jeremiah Brown, paseándose campante en aquella ciudad.
Aunque los historiadores han cuestionado la historia de bronce de los héroes del Álamo, la siguiente carta muestra el impacto que aquel acontecimiento tuvo en la atmosfera emocional y anímica de los participantes en aquel conflicto. Junto con las menos recordadas ejecuciones de los prisioneros en Goliad, estos “crímenes” de Santa Anna, como el mismo Antonio Gil los define, se convirtieron en el grito de guerra de la causa independentista. Al mismo tiempo alentaron y legitimaron acciones violentas sobre los prisioneros que cayeron en sus manos, y la masacre de más de 600 mexicanos cometida en San Jacinto.
En el siguiente documento, Antonio Gil Hernández narró la travesía que vivió como prisionero de los texanos durante la primera mitad de 1836, para que el cuerpo diplomático mexicano pudiese denunciar al capitán Brown frente a Estados Unidos. El documento es un vistazo a los vaivenes del escenario naval del conflicto por Texas, las emociones que circulaban en el aire semanas después del Álamo, las ejecuciones de Goliad y San Jacinto, y las experiencias de los mexicanos que cayeron prisioneros.
CRÓNICA DE UN ROBO
Sumario:
Carta de Antonio Gil Hernández encargado la aduana marítima de Galveston al cónsul mexicano en Nueva Orleans, Francisco Pizarro Martínez, 24 de agosto de 1836, Benson Latin American Collection, W. B. Stephens Collection, Item WBS 2043.
Antonio Gil Hernández, guarda mayor de la aduana marítima de Galveston y encargado del despacho de ella […] presento a usted, como único recurso que tenemos los mexicanos, el adjunto documento, en que expongo la escena de una prisión que he sufrido por más de tres meses, sin más causa ni motivo que las depravadas miras que tienen esos capitanes de buques de guerra, Brown y demás concolegas que trajinan la costa Atlántica de México.
Por dicho documento se hará cargo usted de la ignominiosa y vilipendio con que se nos trató, además de robarnos todo nuestro equipo sin dejarnos ni aun lo más preciso. Por lo que suplico a usted se digne tomar en su alta consideración mi solicitud que, con la dirección a usted, espero pueda llegar mi queja al conocimiento del supremo gobierno de estos Estados Unidos de América del Norte después de haber estado en el del excelentísimo señor ministro a quien corresponde. Por tanto, pido y suplico se sirva hacer, como llevo dicho en estas, mi sumisa solicitud en la que, bajo las protestas útiles y necesarias, juro no ser de mala fe.
Nueva Orleans, 24 de agosto, 1836
Antonio Gil Hernández
Excelentísimo Señor
Antonio Gil Hernández, encargado del despacho de la aduana marítima de Galveston, a usted, con el respeto debido, me presento y digo: que hace como cinco meses salí de Anáhuac estado de Texas a donde estaba situada dicha aduana y fui expulsado por los comerciantes y algunos habitantes de la expresada villa. Habiendo arribado a esta de Nueva Orleans, presentándome al cónsul mexicano con mis títulos, haciéndole presente que a todo transe me traje el archivo y demás cosas pertenecientes a la citada aduana. Lo que tuvo a bien y me dio letras de crédito para cazar de las tiendas 172 pesos en ropa quedando responsable personalmente, además de un reloj que me dio un comerciante que se allá en este, por lo que haciéndoles a 222 pesos en efectos que acababa de sacar de la tienda, lo que estoy pronto a justificar. Y que de esta salí a embarcarme en el bergantín Pocket en compañía de dos mexicanos y de otros extranjeros que marcharon al puerto de Matamoros. Yo con el fin de entregar allí a los jefes de Hacienda de mi gobierno el archivo y demás cosas pertenecientes a este, que estaban a mi cargo, y retirarme al seno de mi familia por curarme de una grave enfermedad que padecía y separarme de servicios que mi avanzada edad no me permite hacer.
En efecto, fuimos conducidos hasta llegar muy inmediatos al puerto de Matamoros donde, habiendo puesto la bandera pidiendo práctico, estábamos esperando cuando de allí salió, como huyendo, la goleta de guerra Invencible y su capitán Brown, con cosa de 60 hombres, quienes dijeron habían tenido un tiroteo con los mexicanos por haberles cogido a un oficial prisionero. Y dando sobre el Bergantín Pocket, no valió ser americano, ni traer arbolada la bandera del gobierno de estos Estados Unidos del Norte, arriaron el buque y sus pasajeros hasta ponernos en las Bahías de la isla de Galveston en donde nos entregaron a la goleta Brutus con su capitán y comodoro William Hurd. Allí nos echaron grillos, esposas y una cadena gruesa. Nos prendían de los grillos por la noche para atarnos a un poste con tanta crueldad que dormíamos medio colgados. Y lo que más nos atormentaba eran las funestas noticias que entre aquellos oficiales corrían. Nos indicaron que estaban sentenciados a la orca tres, el teniente Carlos Ocampo, yo, y un irlandés Joquen. Otros que allí había nos decían que no valían nuestras cabezas un picallón [o picayune: monedas de un valor menor].
Al tercer día mandaron subir al teniente del ejército mexicano Carlos Ocampo arriba de la cubierta. Yo pensé, según las correrías y preparativos que se observan, junto con la de ver unos hombres con armas al hombro, que iban a comenzar el sacrificio ya indicado. Mas no fue sino para tender en un cañón al teniente Carlos Ocampo y darle cien azotes muy fuertes por dos hombres robustos, que se puede considerar que el estado en que este hombre quedaría, también a Joquen el irlandés le dieron otros cien azotes, y yo me escape por enfermo y viejo.
Omito hacer presente los malos tratamientos y otros padecimientos que vivimos en la Brutus por no ser tan molesto. No los refiero, pero hago presente que allí nos robaron todo nuestro equipaje, que no nos dejaron ni lo más preciso pues, haciéndonos quitar las botas, nos esculcaron hasta las partes más ocultas y no nos han devuelto ni una cosa de nada.
Este procedimiento no fue dimanado del agravio que hacen conservar los americanos por haber mandado el general Santa Anna fusilar a sangre fría, como ellos dicen, a unos americanos rendidos en Mata Gorda. Pero aun cuando haya sucedido así, nosotros no teníamos culpa alguna, pues antes los hemos tenido muy a mal y estoy cierto en que casi toda la nación mexicana esta resentida de este crimen que cometió Santa Anna.
Vuelvo a decir que no han sido nuestros padecimientos por lo que queda dicho sino por el odio que estos hombres han adquirido contra los mexicanos, porque las noticias de los nuestros de orden del general Santa Anna, no se sabían ni podían saberse porque no había tiempo ni por mar ni mucho menos por tierra porque la presa de nosotros fue el día 3 de abril del presente año y a los dos días nos entregaron a la Brutus. Esta es constante y nuestros padecimientos lo son también porque los han observado hasta las gentes que se hallaban en otros buques, a distancia como de veinte baras y, por su tradición, casi es público y notorio los crímenes que contra nosotros han cometido Brown y sus satélites que trajinan por las costas del mar Atlántico de la nación mexicana.
Puedo llegar al defecto de ser cansado, pero si bien se examina es necesario hablar muy por menos de esta materia por las trascendencias que deben causarse.
Seguiré con la narración de la prisión. A pocos días de haber pasado los azotes nos pasaron de la Brutus al bergantín Pocket. Como que estaba en aquella bahía de Galveston confiscada por ellos, pero nunca nos quitaron las prisiones con las que continuamos en dicho Pocket pues, aunque allí se hallaba el señor secretario de Guerra y Marina que fue de aquí míster Robert Potter, este señor, según nos decían los guardas que nos custodiaban, se empeñaba mucho en hacer un ejemplar funesto con nosotros, disque para escarmiento de los mexicanos. Puedo decir que cuantas providencias ha habido contra estos todas las ha apoyado el señor servidor.
El segundo día de habernos puesto ultimadamente en el consabido Pocket, subió a bordo de él el comandante de la isla de Galveston, coronel Morgan y, habiéndose encontrado el baúl con el citado archivo, acaso porque hicieron menosprecio de él y, sabiendo dicho coronel Morgan que allí tenía yo los papeles interesantes de mi oficina, hizo que le entregue yo mismo como estaban, entrepapelados, los documentos obligatorios y demás fianzas de los comerciantes que tenían otorgados a la Hacienda Pública, cuyo valor de los enunciados papeles, pasa de 3 000 pesos. Más un poco de papel fino y ordinario que allí me quitó, con 20 pliegos más de papel sellado que por una grande escaches de papel se echó mano de este. Más allá supe que habían echado mano de los libros de blanco que estaban recién comprados. También supe que desencuadernaron todos los dichos papeles y no se sabe ni del paradero del baúl. Luego a poco sucedió la desgracia de la derrota en San Jacinto, cuya presa les desvaneció las depravadas intenciones que contra nosotros tenían, porque ya tomó el señor la providencia de mandarnos a la isla de Galveston a los tres mexicanos compañeros, pero bien recomendados al coronel Alcott para que pasáramos a los trabajos públicos. Después nos reunieron con los oficiales prisioneros de guerra en donde hicimos memoriales para el presidente de Texas, haciéndole presente que ignorábamos el delito que teníamos para tanto padecer. Dentro de un mes salió la providencia de que se nos pusiera en libertad a mí, al padre capellán del general Santa Anna y al otro compañero Ramón Murga, menos al teniente Carlos Ocampo. Y teniendo la fortuna de haber llegado a esta ciudad de Nueva Orleans y saber que la consabida goleta Invencible, con su mismo capitán Brown, se hallaba en la baliza de este río de Mississippi y que, hace tres o cuatro días, han visto en estas calles al susodicho Brown y debía salir muy pronto para Nueva York, pero que debía regresar a este punto, me he tomado el atrevimiento de recurrir a usted como único amparo que tenemos los mexicanos, para que tenga la bondad de darle curso a este manifiesto hasta ponerlo en el conocimiento del supremo gobierno de estos Estados Unidos de Norteamérica para saber de sus ulteriores resoluciones.
Se extrañará que no hagamos en un cuerpo los tres individuos una representación, pero el teniente Ocampo queda en Galveston prisionero, el otro dice que más adelante lo hará y yo lo hago porque, aunque es una misma causa, son diferentes nuestros empleos y practica en nuestros asuntos, por lo que los otros dos compañeros reclamaran cuando les convenga o puedan hacerlo. Yo sólo pido que se me paguen los 222 pesos de que antes he hablado y los perjuicios y menoscabos que se me han originado.
Pido y suplico se sirva hacer como llevo dicho tomando todas las providencias que están en su resorte para la secuela de este expediente en el que hago las protestas útiles.
Nueva Orleans, 24 de agosto de 1836
Antonio Gil Hernández
Al ministro plenipotenciario