Progreso y neurastenia en los albores del siglo XX

Progreso y neurastenia en los albores del siglo XX

María Teresa Remartínez Martín
Instituto Mora

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 52.

La adaptación a los cambios tecnológicos, que comenzaron a darse a finales del siglo XIX en las grandes ciudades, trajo como consecuencia distintas enfermedades nerviosas que, en México, se diagnosticaron gracias a los estudios científicos de médicos nacionales y extranjeros, y que recibieron paliativos para su curación como hidroterapias y electroterapias, relajantes, masajes o tónicos.

En este siglo XXI, cada vez son más frecuentes las notas periodísticas y las publicaciones en redes sociales redactadas por psicólogos y psiquiatras que se hacen eco de las repercusiones del ritmo de vida acelerado y de los adelantos tecnológicos en la salud física y mental de las personas. No es un asunto nuevo, a finales del siglo XIX y principios del XX encontramos una preocupación semejante cuando un grupo de médicos –nacionales y extranjeros– hicieron correr ríos de tinta sobre los efectos de los veloces tiempos modernos en la salud de los mexicanos. Fue un momento en el que los facultativos identificaron que los cambios en las prácticas cotidianas podían ser la causa de múltiples patologías, entre ellas, la que nos ocupa en este texto: la neurastenia; un término acuñado en 1869 por el neurólogo George Miller Beard para nombrar un tipo de fatiga o debilidad nerviosa que provocaba síntomas mentales como ansiedad, debilidad, irritación y miedos irracionales.

Es de todos conocido que el lema del régimen de Porfirio Díaz fue “orden y progreso”; sin embargo, esta idea fue introducida mucho antes, durante el gobierno de Benito Juárez, por Gabino Barreda. En 1867, en las fiestas conmemorativas de la independencia de México, este médico, filósofo y político profirió un célebre discurso titulado “Oración cívica”, en el que propuso lo siguiente: “En lo adelante sea nuestra divisa Libertad, Orden y Progreso.”

El régimen de Porfirio Díaz retomó esta divisa e instauró el “orden” y el “progreso” como leitmotiv de su gestión. A grandes rasgos, impulsó el avance económico y tecnológico, así como sanitario, con medidas destinadas al desarrollo agrícola, minero e industrial y al comercio exterior. Expandió los medios de transporte y comunicación como el ferrocarril, el telégrafo y el teléfono. Llevó a cabo programas educativos, higiénicos y sanitarios, destinados a paliar el analfabetismo y las enfermedades epidémicas.

El gobierno de Díaz también facilitó la apertura a las influencias extranjeras, en especial las provenientes de Francia, lo que alentó la recepción y el intercambio de conocimientos científicos y la importación de tecnología. Así, el país del orden y el progreso finalizó el siglo xix con el arribo de importantes novedades. En 1895, el alumbrado público pasó de gas a luz eléctrica y los capitalinos vieron con asombro el primer automóvil. Un año después, en 1896, llegó el cinematógrafo, invento de los hermanos Lumière, que tardó muy poco en convertirse en la diversión de moda. Tiempos de maravillas y prodigios a los que México no quería permanecer ajeno.

Los vientos de modernidad provocaron la mejora en la escolarización de ciertos sectores de la población, la transformación de prácticas cotidianas y el surgimiento de nuevas profesiones que, en opinión de los médicos del momento, resultaban muy demandantes. Asimismo, los grandes avances en las comunicaciones y trasportes, las largas jornadas laborales consecuencia de los nuevos procesos productivos y las costumbres importadas de países europeos generaron en algunos individuos una serie de enfermedades. Entre los padecimientos más habituales estaban los que tenían como causa el agotamiento físico o psicológico.

A propósito de la extenuación física, el doctor chileno Luis Vergara Flores, referente en estudios que vinculaban el alcoholismo con las teorías de la degeneración, afirmó en 1899 que el ejercicio exagerado y las prisas de las nuevas actividades demandaban que los empleados y los empresarios fueran “a todo vapor”. Como resultado de estas exigencias, las personas laboriosas y activas desfogaban sus agobios con la bebida, lo cual ocasionaba a largo plazo severos problemas de alcoholismo. Este doctor también consideraba que las ya tradicionales enfermedades mentales como la histeria, la hipocondría y la manía eran provocadas por las pasiones amorosas desmedidas y las ambiciones insatisfechas. A estas había que añadir otras dolencias asociadas a prácticas intelectuales que producían neuropatías derivadas del cansancio nervioso. Una fatiga mental que, según el médico chileno, procedía de la horrible struggle for life o “lucha por la existencia”.

Además del trabajo de Vergara Flores, una década antes, en 1889, el diario Municipio Libre dedicó su editorial “a los peligros de la enseñanza escolar”. En él alertaba a la población de los riesgos de la educación y de las consecuencias de la permanencia en la escuela. Es más, presentaba a Don Quijote como símbolo atemporal de volverse loco por leer muchos libros. Entre los problemas psicológicos más notables se encontraban la angustia y la parálisis frente a los exámenes. Esta publicación, para legitimar sus argumentos, citaba estudios prestigiosos de eruditos franceses y prusianos. En particular, los aportes del doctor Lagueau, quien afirmaba que la escuela producía padecimientos como la miopía, deformidades en la pelvis y problemas torácicos, así como perturbaciones digestivas debidas a la posición encorvada y a la inmovilidad durante horas. Incluso, explicaba el periodista, podía apreciarse en la boca la tensión intelectual.

De igual forma, el editorial advertía que los liceos en los que los alumnos permanecían internados tenían el peligro añadido de contagiarse de alguna enfermedad epidémica; resultaban especialmente vulnerables por la aglomeración y la predisposición a contraer trastornos vinculados al trabajo académico. Se decía que además de los escolares, otras personas estaban expuestas a la morbidez de las prácticas intelectuales: los universitarios, los hombres de negocios y los políticos.

Nuevas costumbres afectaron a la par a algunos miembros de los estratos más acomodados. Por ejemplo, una práctica importada de Europa que se fue extendiendo entre los grupos económicamente privilegiados fueron los viajes de novios, actividad que llamó la atención de los responsables de la revista La Escuela de Medicina, quienes, en 1886, tradujeron y publicaron un informe sobre los estudios del doctor Coriveaud sobre las repercusiones para la salud de la “luna de miel”. En opinión del galeno francés, el viaje era nocivo para el cuerpo y la mente de los recién casados. Las travesías, con sus largas caminatas y las incomodidades de los medios de transporte, perturbaban el ánimo de la mujer y no la permitían adaptarse a su nuevo estado.

Además de las molestias físicas y emocionales, el artículo señalaba: “Por otra parte, está demostrado que estos viajes, ni entretienen, ni divierten al nuevo matrimonio, que no piensa en otra cosa que su amor, importándole un ardite los planos, monumentos y los panoramas.” Los desplazamientos, por tanto, obstaculizaban el objetivo principal del matrimonio que no era otro que tener hijos. La publicación se aventuró incluso a señalar que esta práctica era la culpable de la disminución de la natalidad en Francia.

Tanto la prensa general como la especializada exageraban a la hora de manifestar su admiración o recelo frente a los efectos de los tiempos modernos. Por otra parte, cabe señalar que en Francia no todos los ciudadanos recién casados emprendían la “luna de miel”. En México, algunos grupos sociales adoptaron costumbres extranjeras; se vieron inmersos en los cambios productivos devenidos del desarrollo industrial; tuvieron acceso a una ocupación o una educación de exigencia, y usaron los avances tecnológicos que arribaron al país en el periodo de entre siglos. Por supuesto, no todos sufrieron trastornos físicos o mentales.

Neurastenia

La neurastenia fue el padecimiento más importante asociado al “frenético” ritmo de vida de inicios del siglo XX. Su origen era situado, aunque con un nombre diferente, en la Grecia clásica. En concreto, aparece en el libro de las enfermedades de Hipócrates y en la descripción sobre la hipocondría y la atrabilis de Galeno. Siglos más tarde, en 1869, un neurólogo y experto en terapias eléctricas de Nueva York, llamado George Miller Beard, acuñó el término “neurastenia”. En 1880 publicó un libro sobre este tipo de agotamiento nervioso y explicó que se originaba por la falta de fuerza nerviosa y provocaba ansiedad generalizada, debilidad irritable y “miedos mórbidos” como la “topofobia” (pavor a ciertos lugares), la “antropofobia” (temor a las personas), la “monofobia” (miedo a la soledad) y “pantofobia” (miedo a todo).

En México, los estudiantes de la Escuela Nacional de Medicina conocieron las aportaciones de Beard y de dos eminencias decimonónicas, Jean-Martin Charcot y Emil Kraepelin, gracias a la cátedra de enfermedades mentales iniciada en 1887. Esta disciplina académica impulsó la medicina alienista y preludió la psiquiatría. En los albores del siglo XX, la neurastenia fue retomada en los trabajos de los doctores mexicanos Adelfo S. Aguirre (1900), José Salas de Vaca (1903) y Enrique Abogado (1906), y del español Joaquín Cosío (1904), quienes describieron una enfermedad con etiología diversa, que tenía en común la presencia de un “sobretrabajo” (surmenage, en francés) de tipo intelectual, sensorial, moral o físico.

Se manifestaba de formas distintas en hombres, mujeres y niños, aunque los más propensos a padecer neurastenia eran adultos, del sexo masculino, de ciertas razas y que se desempeñaban como industriales, matemáticos, financieros, tenedores de libros, periodistas, políticos y universitarios. Se exteriorizaba en infantes con una predisposición hereditaria a la enfermedad y en las mujeres que sufrían reveses morales como la pérdida de un ser querido. De igual manera, la detonaban los amores desdichados, el miedo o los sustos. Los síntomas eran muy variados y se manifestaban de distintas formas: a los niños los hacía ser excéntricos, impulsivos y excitables; a los adultos varones, por el contrario, depresivos, desobligados, masturbadores y extravagantes. La neurastenia femenina se mostraba principalmente con el agotamiento nervioso y, según los expertos, convertía a la mujer en una “holgazana” que dejaba de lado los quehaceres domésticos y el cuidado de su familia.

Ante una sintomática tan variada, el doctor Joaquín Cosío propuso, en 1904, un tratamiento igualmente heterogéneo. Podía atajarse con regímenes alimenticios para paliar las molestias gástricas; con hidroterapia, relajante o estimulante para combatir el nerviosismo o el abatimiento, según fuera el caso; con electroterapia usada como sedante para los nervios; con tónicos para la apatía y con masajes. Sin ir más lejos, el ilustre poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) vivía en París cuando, en 1903, se le diagnosticó neurastenia y padeció severos problemas físicos y sicológicos. Para evitar los rigores del invierno en esa ciudad, distraerse y recuperar la salud, planeó instalarse en Málaga. En su itinerario español, visitó además Barcelona, Madrid, Granada, Sevilla y Cádiz. Continuó su recorrido por Bélgica, Alemania, Austria-Hungría y después marchó a Italia, donde visitó Florencia y Venecia.

Durante este periplo, Darío realizó una crónica periodística que un año más tarde se transformó en un libro de viajes titulado Tierras solares, y que contiene un breve apartado denominado “Italoterapia”, en el cual describe el mejor tratamiento de su enfermedad: “El mejor sistema de curación para la fatiga de los inmensos capitales, para el hastío de tumulto, para la pereza cerebral, para la desolante neurastenia que os hace ver tan sólo el lado débil y oscuro de vuestra vida: este sol, estas gentes, estos recuerdos, esta poesía, estas piedras viejas.”

No todos los neurasténicos podían permitirse un cambio de aires para sanar su padecimiento y mucho menos abandonar el estilo de vida moderno que, poco a poco, se estaba instaurando en México. Una alternativa más asequible fueron los medicamentos recetados por los facultativos, entre ellos las preparaciones sedantes de opio y cloral, así como los remedios tónicos que se publicitaban en los periódicos para curar los síntomas de la neurastenia, tales como la preparación de “Wampole” –de cerezo silvestre– que se anunció en el diario La Voz de México y fue recomendado en 1908 por el doctor Adrián Garay, médico cirujano del Hospital Juárez, y que prometía volver “a los placeres y tareas del mundo a muchos que habían perdido ya toda esperanza”. La fascinación y también el miedo a “los tiempos modernos” muestran las dos caras de la moneda del progreso tecnológico, y aunque no todos los habitantes del país adoptaron las nuevas prácticas, ni vieron transformada su vida con las maravillas de la técnica, algunos tuvieron que adaptarse a las nuevas demandas vitales. El proceso fue origen de padecimientos diversos, tratados por los alienistas mexicanos de inicios del siglo XX.

PARA SABER MÁS

  • BERNABEU-MESTRE, JOSEP et al., “Categorías diagnósticas y género: los ejemplos de la clorosis y la neurastenia en la medicina española contemporánea (1877-1936)”, Asclepio. Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia, 2008, pp. 83-102, en https://cutt.ly/1hMW9aE
  • DARÍO, RUBÉN, Tierras solares, Sevilla, Renacimiento, 2016.
  • FERRARI, FERNANDO JOSÉ, “Historia cultural de la psiquiatría en Córdoba, Argentina: recepción y decadencia de la neurastenia, 1894-1936”, Trashumante. Revista Americana de Historia Social, 2015, pp. 289-309, en https://cutt.ly/vhMWMsK
  • GIJSWIJT-HOFSTRA, MARIJKE y ROY POTER (ed.), Cultures of neurasthenia from beard to the first wold war, Ámsterdam/Nueva York, Rodopi, 2001.

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