México ante el cambio climático

México ante el cambio climático

Fernando Tudela
Centro para el Cambio Global y la Sustentabilidad A.C.

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 44.

El país ha tenido un desempeño proactivo en las negociaciones multilaterales y es pionero entre las naciones en desarrollo en la legislación integral sobre  cambio climático. Pero en las políticas públicas efectivamente aplicadas se  perciben retrocesos: los presupuestos van a la baja, permea el desinterés por el tema en las decisiones gubernamentales y se profundizan contradicciones como intentar extraer más petróleo, planear la construcción de una carboeléctrica y una refinería, en vez de impulsar con decisión las energías renovables.

West-northwest of Summerford Mountain
Desierto de Chihuahua, 2017. Fotografía de Patrick Alexander, Flickr Commons.

 

El cambio climático es tal vez el mayor desafío al que se enfrenta la humanidad en el presente siglo y uno de los pocos temas globales que reclama hoy la atención prioritaria de los jefes de Estado. Más allá de la variabilidad natural del clima, la existencia real del cambio climático es ya una verdad científica incontrovertible, basada en un abrumador conjunto de verificaciones empíricas. En ello coinciden las principales Academias de Ciencias del mundo, incluyendo la de los Estados Unidos de América. Las posiciones negacionistas, casi inexistentes en América Latina y el Caribe, ya no suscitan debate científico alguno en los medios especializados. Se hubieran extinguido en todo el mundo de no ser por el apoyo que todavía reciben por parte de intereses ideológicos, renuentes a aceptar un papel determinante para el Estado, y sobre todo económicos,
impulsados por agentes vinculados a la prospección, extracción, transporte, transformación y combustión de combustibles fósiles.

Oso polar hambriento y delgado en busca de comida, 2013.  Fotografía de Rob Oo, Flickr Commons.
Oso polar hambriento y delgado en busca de comida, 2013. Fotografía de Rob Oo, Flickr Commons.

También parece resuelta ya la identificación de su principal factor causal, que la comunidad científica atribuye a las actividades humanas que generan emisiones de gases y compuestos de efecto invernadero. Incluso a muy bajas concentraciones, estos gases absorben el calor y dificultan su radiación hacia el espacio exterior, como lo haría una cobija tendida sobre una cama. A escala global, en los últimos años hemos emitido alrededor de 38 Gigatoneladas/año (1 Gt equivale a mil millones de toneladas métricas) de bióxido de carbono (CO2), principal gas de efecto invernadero, procedente de combustiones de todo tipo. La concentración atmosférica de este gas se ha medido desde 1958, con rigor metodológico, en el Laboratorio de Mauna Loa, Hawai. La curva resultante muestra una progresión constante, con una oscilación estacional debida a la mayor presencia de ecosistemas terrestres, y por ende de vegetación decidua, en el hemisferio norte. El promedio mensual máximo de CO2 alcanzó un nivel de 411.24 partes por millón (ppm) en el mes de mayo de 2018. Los niveles actuales de CO2 en la atmósfera carecen de precedente desde hace por lo menos cuatro millones de años, en pleno Plioceno. En la época preindustrial esta concentración se mantenía en torno a los 280 ppm. Esta sería una concentración “normal” en este periodo interglaciar, en ausencia de actividades humanas significativas a gran escala. De manera concomitante, la temperatura promedio de la superficie del planeta, que se calcula anualmente, ha aumentado ya 1°C desde 1850.

De continuar invariable la tendencia registrada hacia el calentamiento, el aumento de la temperatura planetaria alcanzaría 1.5°C en 2040. Estamos saliendo ya del rango de temperaturas promedio que ha prevalecido en los últimos 10 000 años, en los que se ha desarrollado la actual civilización. Quienes dudan de la relevancia de estos datos podrían comparar con provecho la diferencia de bienestar entre una temperatura corporal de 37°C y otra de 38.5°C. Siguiendo con la metáfora, el cambio climático sería la “fiebre del planeta”, que nos conduce a una situación de pronóstico reservado.

Entre las numerosas manifestaciones del cambio climático podríamos destacar, además de la ya mencionada elevación de la temperatura promedio del planeta, cambios en los patrones climáticos locales y en particular en el régimen de precipitaciones, con acentuación de los fenómenos hidrometeorológicos extremos, intensificación de los procesos ciclónicos, elevación gradual del nivel del mar tanto por dilatación térmica como por fusión de hielos terrestres, acidificación de los océanos, entre otros. Sus efectos ecológicos, sin duda detectables y medibles, son progresivos y potencialmente devastadores.

Uno de los efectos más visibles del calentamiento global es la constante reducción del hielo flotante del Ártico. Según el Centro Nacional de Datos sobre Nieve y Hielo, de la Universidad de Colorado, al inicio de octubre de 2018, la extensión del hielo en el Ártico alcanzaba unos 5 millones de km2, esto es 2.5 millones de km2 menos que el correspondiente a las mismas fechas en el promedio del periodo 1981-2010. Este proceso se retroalimenta, pues reduce la capacidad de reflejar la radiación solar incidente, que se absorbe ahora por el mar en medida creciente. Si se ha perdido en pocos años un tercio de la extensión de hielo en el Ártico, se entenderá que la posibilidad de llegar al Polo Norte en canoa es sólo cuestión de tiempo.

A través de interacciones múltiples, los cambios en los factores climáticos inciden en diversos componentes de la diversidad biológica, a escalas que van desde los organismos y sus genes, las poblaciones, las especies, las comunidades, los ecosistemas y los biomas completos. El estudio de las interacciones entre el cambio climático, la degradación de hábitats y la pérdida de biodiversidad ha dado ya origen a una muy amplia literatura científica, cuyos resultados suscitan profunda preocupación. Trabajos recientes señalan, por ejemplo, que en las Américas la pérdida de especies nativas, estimada en alrededor de 31% a partir del contacto con los europeos, podría ascender a 40% en 2050. El actual deterioro de la biodiversidad sólo puede conceptualizarse como un nuevo episodio de extinción masiva en la historia geológica del planeta. Los arrecifes de coral, uno de los ecosistemas más complejos y delicados, constituyen un caso particularmente dramático, pues se prevé que, de mantenerse las tendencias actuales, no menos del 90% podría desaparecer como sistemas vivos en el transcurso del presente siglo.

Las alteraciones resultantes en los ciclos de nutrientes, los procesos de formación de suelos y la producción primaria de biomasa vegetal por fotosíntesis amenazan la provisión de los denominados “servicios ecosistémicos”. Entre ellos destacaremos la provisión de alimentos, agua dulce, madera y fibras, combustibles, o la regulación del clima local, el control de avenidas, la defensa ante plagas y enfermedades, la polinización y la purificación del agua. Mención aparte merecen los aspectos culturales, educativos y recreacionales también amenazados por la destrucción de los ecosistemas. Las pérdidas económicas derivadas del deterioro de los referidos servicios ecosistémicos podrían llegar a representar el 10% del Producto Interno Bruto mundial, según algunas estimaciones probablemente conservadoras.

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