El espectáculo de los puños: Deportes de lucha en la Ciudad de México al final del Porfiriato

El espectáculo de los puños: Deportes de lucha en la Ciudad de México al final del Porfiriato

Arno Burkholder de la Rosa
Clionutica

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 11.

Luchadores en posiciA?n de guardia, 1905

Los deportes de lucha han sido una constante en la historia de México desde el siglo XX. Varias generaciones hemos crecido viendo funciones de box y lucha libre en la televisión, quizá hayamos visto asaltos de esgrima en las transmisiones de los Juegos Olímpicos y, con probabilidad, por lo menos una vez en nuestras vidas, hemos entrenado algún arte marcial, como el karate o el taekwondo. Los triunfos de nuestros campeones de box han resarcido de algún modo los fracasos de nuestro segundo deporte nacional, el fútbol, y las medallas de oro obtenidas por los taekwondoines María del Rosario Espinoza y Guillermo Perez en las Olimpiadas de Beijing en 2008 fueron la justa recompensa al trabajo que por décadas han hecho los instructores de esa disciplina coreana. La lucha libre (nacional o norteamericana) reúne a cientos de miles de fanáticos desde hace muchos años y los nombres de El Santo, Blue Demon, El Místico, Rey Misterio o John Cena encienden los ánimos de sus admiradores. Si bien estamos acostumbrados a los deportes de lucha, sabemos poco sobre sus orígenes en nuestro país. Quizá tengamos idea de su etapa de esplendor en los años 1950 y sepamos un poco sobre su desarrollo durante la tercera década del siglo XX. Lo cierto es que en general hemos olvidado a estos primeros hombres que se dedicaron aquí a los deportes de lucha.

Raicevich

Para encontrar el origen nacional de estos deportes, tenemos que regresar a una de las etapas más contradictorias en nuestra historia: el Porfiriato. Más de 30 años en los que, bajo la sombra de Porfirio Díaz, México se convirtió en una nación moderna, luego de años de guerras civiles e intervenciones extranjeras. Esos años con don Porfirio al mando transformaron completamente al país. Así, cuando México estaba a punto de celebrar el primer Centenario del inicio de la revolución de Independencia (y a pocos meses de comenzar otra revolución, aunque no lo supiera), el país vivía inmerso en el esplendor de la Pax Porfiriana. Entre grandes edificios, nuevas instituciones, un gobierno estable y la economía boyante, la sociedad mexicana veía hacia el futuro con confianza y dedicaba su tiempo a asimilar costumbres que le llegaban de otros países. Esto hizo que, entre otras cosas, el Porfiriato fuera un tiempo excelente para dedicarse a los deportes.

Pelea Jeffries-Johnson, 1910

Una de las grandes modas que llegó a México durante esos años fue la cultura física. Las colonias extranjeras en nuestro país trajeron esos deportes que acostumbraban practicar en sus lugares de origen, a lo que la sociedad mexicana respondió, primero con curiosidad, y luego con decidido apoyo. Muchos mexicanos empezaron a practicar con gusto diversos deportes como el fútbol, el béisbol, la natación, el patinaje, las carreras de bicicletas y otras actividades. Fue entonces cuando aparecieron los deportes de lucha y gracias a diversos factores, gozaron de enorme popularidad.

La lucha, con o sin armas, es una de las actividades más antiguas del ser humano. Todas las culturas han creado sus propios sistemas de pelea, desde el pancracio en la Grecia clásica hasta el judo en Japón, pasando por el boxeo, la esgrima, la lucha escocesa y otros muchos. Además de servir para formar guerreros, las artes de lucha han tenido dos aspectos, el formativo y el lúdico. Su práctica ha sido vista en todas las culturas como una actividad positiva, que fortalece tanto al cuerpo como a la mente. Para las culturas antiguas el practicante de las artes de lucha era un individuo respetable por el poder físico que tenía y los sacrificios que había realizado para conseguirlo. Por otro lado, la observación de encuentros de lucha (casi siempre con algunas reglas para que éstos no terminaran con la muerte de alguno de los participantes) tenía a veces un carácter sagrado, pero también servía para integrar a una comunidad a través de la diversión que causaba ese espectáculo.

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Para leer el artículo completo, consulte la revista BiCentenario.

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