Cuestión de honor

Cuestión de honor

Ana Suárez
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 41.

Ganaste, Mariano. Piensa en eso ahora que, otra vez, como tantas madrugadas desde hace cuatro años, las pesadillas vuelven a despertarte y prefieres no dar vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño y ponerte de pie, silenciosamente, para no despertar a Andrea. La noche se ve muy oscura por la ventana de la habitación, ni un rayo de luz ilumina las sombras, tampoco iluminaba la lobreguez de tu celda. Entonces, como el profeta Job, te preguntabas cuándo sería de día.

Sientes que has perdido todo y es de entenderse, ¡vaya que sí!, la experiencia fue aterradora: un hombre de leyes arrancado con lujo de violencia de su hogar, sin explicación alguna y sin que los ejecutores del poder de Tacubaya mostraran la menor compasión, ya no por él sino por los suyos que presenciaban el brutal atropello y quedaron sumidos en el más grande abatimiento. Pero por más que sabes que es inútil pasar y repasar lo que ocurrió pues no puedes cambiarlo, porfías, y aun escudriñas hasta en lo que en esos momentos especulabas y sentías.

Escuchas el silencio; afuera nada se mueve y a lo lejos apenas se alcanza a ver la luz del farol que agita el sereno. También el silencio dominaba en el convento de San Agustín, nada más interrumpido por el rezo de los frailes. Y te sumabas, Mariano, pero no para alabar a Dios como ellos hacían, sino para exigir justicia por el abuso cometido contra ti y Lafragua y Riva Palacio y Pedraza. Abuso, sí, pues su única culpa era defender los principios liberales y la federación. No habías hecho mal alguno, estabas seguro, tan así que cuando te advirtieron que iban por ti no quisiste desaparecer, pensabas que la mejor defensa sería la ley y la verdad acabaría por prevalecer.

Fue un error, lo entendiste de inmediato, pero hay que olvidarlo ya, ahora toca aceptar que lo pasado no puede cambiarse y esas semanas de soledad y silencio transcurridas, sin ver más que a los frailes agustinos quienes sin pronunciar palabra te llevaban los alimentos, acunaron la idea de que cualquier individuo –llámese como se llame, sea pobre o rico, mexicano o extranjero– precisa de una ley que ampare sus derechos y esté por encima de la arbitrariedad de cualquier gobierno. Pues bien, Mariano, el día llegó, esa ley ya entró en vigor y somos muchos quienes ganamos. De algo sirvió la injustificada estancia en esa fría y oscura celda conventual, cuando sólo maliciabas que todo era por defender lo que pensabas en el Congreso y en la prensa y por el temor del dictador a tu voz.

 

[…]
Para leer el artículo completo, consulte la revista BiCentenario