Con el reloj para atrás

Con el reloj para atrás

Ana Suárez
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 53.

La mente de Agustina vuelve a su fantasía, esa que en la medida en que ha sentido su casa vacía, su mesa solitaria, sus noches demasiado tranquilas, cultiva más: de haber estado en sus manos, ella habría puesto al emperador en guardia, lo habría salvado.

Casimiro Castro, Procesión conduciendo las cenizas del Sr. Iturbide, litografía en José Ramón Pacheco, Descripción de la solemnidad fúnebre con que se honraron las cenizas del héroe de Iguala don Agustín de Iturbide en octubre de 1838, México, Imprenta de I. Cumplido, 1849. Biblioteca “Ernesto de la Torre Villar”/Instituto Mora.

Es 19 de julio, la misa concluyó. Agustina se despide de los miembros de la liga iturbidista, a la pregunta por Rodrigo, estudia ahora, pretextó. Atraviesa la nave lateral y entra en la capilla, que siente como su hogar, como este debiera ser. Sus ojos recorren los objetos que le rodean y percibe la paz y seguridad que le da saber que nada ha cambiado, que todo continúa igual. Y recuerda su primera visita, hace más de un cuarto de siglo, cómo podrá olvidarlo; su abuelo la trajo a la ciudad de México para celebrar sus doce años y aquí, luego de asistir a la misa luctuosa, de rezar el oficio de difuntos y recibir el saludo de los leales, le mostró la urna de madera forrada en terciopelo negro y decorada con galones y franjas de oro donde reposan los nobles restos y le susurró: “Él está aquí”. Acto seguido, envueltos en las notas de órgano que llegaban desde el coro y apenas iluminados por los cirios recién encendidos, el abuelo la hizo repetir la historia de su ilustre antecesor: que obtuvo la independencia, instauró la única forma de gobierno que podía tener éxito, renunció y se exilió en Europa, volvió para defender a la patria, y sus enemigos lo hicieron asesinar. “Son tus postulados de fe –le dijo–, algún día tendrás que defenderlos con certidumbre y pasión.”

Agustina mira el cuadro colgado junto a la urna y admite que el perfil de ave de presa de Agustín de Iturbide es como el suyo y el de su abuelo y el de su hijo, y que ese rasgo que distingue a los Iturbide es apenas la muestra visible de quiénes son y qué representan. Eso de lo que su marido se burla, de verdad es incapaz de percibir lo que para ella significa conocer su genealogía, provenir del emperador da a su vida firmeza, le otorga lustre, pero además sentido. Discurre en los años pasados desde que se casó, y en lo infeliz que ha sido desde entonces, siendo lo peor que la culpa es suya, se negó a escuchar a quienes le anunciaban cuánto iba a padecer si se unía con alguien de un linaje imposible de rastrear.

Mientras prende las velas que trajo desde Morelia y que alumbran la sombría capilla con una luz muy tenue, se pregunta por qué las cosas no habían sido como quería. Ella cumplió, había dedicado la vida a atender a ese marido incomprensivo de quien se hubiera visto mal que se separara. Había educado a Rodrigo como la educó el abuelo y presidido las actividades de la liga, que la reconocía como sucesora legítima de Agustín de Iturbide. El resto del tiempo lo consumía en una idea que no compartía con nadie, que sólo era suya. Revisa, sopesa, pondera: todo sería distinto si alguien hubiera avisado al libertador del decreto que lo condenaba a morir en cuanto tocara tierra mexicana, si alguien le hubiera advertido de que sus presuntos amigos iban a traicionarlo y debía alejarse.

Agustina acaricia con los dedos las letras del epitafio y repite lentamente las frases que sabe de memoria: “Agustín de Iturbide, autor de la independencia mexicana. Compatriota, llóralo; pasajero, admíralo. Este monumento guarda las cenizas de un héroe. Su alma descansa en el seno de Dios.” Piensa que es ella quien no tiene reposo, como si anduviera sin sombra, quien no alcanza la paz. No tanto por su fracaso matrimonial, pues ya se resignó a guardar las apariencias, sino por el desapego de su hijo, quien cada día está más rebelde, más extraño. Rodrigo, qué horror, debió llamarse Agustín, pero no, su marido se negó, quería distinguirlo de sus ancestros y le dio un nombre ¡tan común! Rodrigo sigue un camino que lo aparta del lugar que heredó. “La cabra tira al monte”, decía su abuelo cuando hablaba de quienes procedían de una clase inferior; por más que ella luchó, la influencia y los genes paternos dominan en él.

La mente de Agustina vuelve a su fantasía, esa que en la medida en que ha sentido su casa vacía, su mesa solitaria, sus noches demasiado tranquilas, cultiva más: de haber estado en sus manos, ella habría puesto al emperador en guardia, lo habría salvado, y así su hijo tendría ahora una posición segura como heredero y la querría conservar. Claro, sus amigos serían distintos, iguales a él, no esos que quién sabe de dónde salen y lo pierden. Se dedicaría a lo suyo, sin participar en cuanta asamblea, manifestación o huelga se organiza en su escuela, sin defender causas como la democracia o el voto. México no está listo para eso, ni lo estará jamás. Importa aceptarlo para poder progresar; no hacerlo, es un gran error.

Agustina camina hacia el reclinatorio colocado frente al pequeño tabernáculo, dispuesta a seguir el ritual. Antes de hincarse, contempla la figura crucificada de San Felipe de Jesús, él murió igualmente por sus ideas, aquellos a quienes predicaba tampoco lo supieron entender. Se arrodilla y abre el misal en la página marcada con el listón rojo, en el lugar donde comienza el oficio, pero se le atraviesa la imagen de su pequeño Agustín –sí, ¡Agustín!–, y reconoce que el último desplante fue el peor, por sus palabras y por el tono que empleó. Todo sucedió cuando ella le pidió que la acompañara a México para el aniversario. La misa sería de nuevo en la catedral, los miembros de la liga querrían verlo y él, como último descendiente, tenía que acudir. Le recordó que debía agradecer el bien merecido, era afortunado por conocer su origen y tener un destino. Ante su rezongo, ella le reclamó: “¿En qué andas?, si el país te interesa tanto, estudia, defiende lo tuyo, así podrás ayudar.” Su hijo replicó: “Yo creo en la voluntad popular.” Ella se rió: “¿Qué es eso?, no existe, México es tierra de un solo hombre, basta con revisar cualquier libro de historia para entender cómo se ha ejercido el poder, es mejor que mande alguien de casta, no cualquier advenedizo elegido por quienes no son mejores que él y que dispone de tan poco tiempo para gobernar que acaba por sacrificar honor y patria y moral, la monarquía es idónea, responde a la tradición, es también lo más prudente pues quien reina permanece, por eso cumple con responsabilidad.” Rodrigo gritó: “Estás loca, desvarías, la monarquía y tú y tus amigos viven fuera de la realidad, el único remedio para el mal gobierno es la participación popular.” Le exigió que no presionarlo más, él sería hijo de sus obras; Iturbide llevaba muerto casi 200 años y en nadie podría encarnar: “No cuentes conmigo, ni para la misa, ni para las reverencias, olvida también la chingada sucesión, mi sangre es roja, no azul, salí a mi padre, no a ti.” Allí, en la capilla convertida en fúnebre por la augusta presencia, Agustina se pregunta qué puede hacer, no soporta cruzarse de brazos, quisiera persuadir al emperador, convencer a su hijo, protegerlos. Debe insistir, razonar con ambos, hacerles notar cuánto está en juego, su felicidad, la de los suyos, la del país entero. Mientras se tapa el rostro con las manos, piensa que aún le falta el oficio final. Pero el cansancio la rinde, se levantó muy temprano para llegar a misa de doce, su marido se negó a prestarle el coche y el chofer: “En tus locuras no colaboro, a ver cómo lo resuelves.” No le quedó más que tomar el autobús de las seis, menos mal que era de lujo y no cualquiera lo puede pagar, claro, en lo que en la terminal de México buscaba un taxi para ir a la catedral, tuvo que mezclarse con la pura chusma: “Cuánta es, si no logra superar su miseria qué va a saber dirigir un país.” No puede orar, tiene sueño, cierra los ojos adormecida por la penumbra y la música, sólo por un momento, luego rezará.

De repente te encuentras en medio de una playa, Agustina, y no es el órgano el que suena, sino las olas del mar. A lo lejos miras un barco, no lo puedes creer, el Spring está anclado en la barra, ¿será posible? ¡Sí, sí! Clavas la vista en el bergantín para ver si asoma el emperador, el abuelo dice: “Es inútil, desembarcó ya, dejó Soto la Marina, se dirige hacia Padilla, allí lo esperan quienes lo van a apoyar.” Te asustas, sabes que marcha hacia una trampa pues el Congreso lo declaró ilegal, Dios santo, tal vez sea tarde, cómo le advertirás.

Quieres despertar, no puedes, la luz de los cirios tiembla como si alguien soplara sobre ellos. Es el viento que te golpea el rostro mientras cabalgas sin miedo y con rapidez, quieres alcanzar al héroe, evitar el desastre final. Lo logras, es fácil, él va al paso, e incluso se aparta un poco para dejarte pasar. Lo precedes, paras, lo obligas a jalar las riendas y detenerse. Es él, cómo se parece a Rodrigo, tiemblas, qué le dirás, lo mejor es la verdad, eres un aviso que llega del futuro, donde pueden saberse muchas cosas y él debe confiar.

Empiezas a hablar, lo miras, no entiende, quiere irse, le ruegas que dé la vuelta, le explicas que si prosigue lo fusilarán y que así todo habrá acabado, no sólo para él, sino para su familia, por lo menos hasta la octava o novena generación. Insistes en que regrese a Italia o se instale en Inglaterra, y allá busque su sustento, que desde México sus partidarios le van a ayudar. Estás segura de que el exilio será corto; si escapa ahora pronto volverá convocado por la nación, y entonces él, Agustín de Iturbide, reinará de una vez y para siempre.

El ungido te ve a los ojos, está inquieto, parece a punto de contestar. Pero mueve la cabeza como si estuvieras loca. Te desesperas. ¿Cómo lo salvarás? Y con Rodrigo, ¿qué va a pasar? ¡Por favor, por favor, por favor! Ya no imploras, conjuras, acaso así lo persuadirás. Pero él desvía la mirada, habla con alguien que está a su lado, quién podrá ser, es San Felipe que lleva su cruz en las manos y lo insta a continuar. Te enojas, no vas a permitirlo, te interpones para que dé la vuelta, pero entonces le oyes decir: “No soy un traidor, no”. Reconoces las palabras, son las últimas, las definitivas, las que pronunció antes de morir. Es claro que está resuelto, seguirá adelante, y miras paralizada cómo alza la fusta y aguijonea al caballo y este trota y galopa y se distancia de ti.

Agustina se sobresalta, siente como si alguien la sacudiera, es una idea que irrumpió en su sueño y agita las capas más secretas de su ser: la de que la historia no puede cambiarse. Se dice que tal vez sea cierto y ella no deba vivir con el reloj para atrás. Resuelve omitir el oficio de difuntos, que Iturbide pelee sus batallas donde quiera que esté y, si no puede, que México se las arregle sin él. En ese instante, toma una decisión, tan de súbito, que ella misma se asombra, y es que volverá a su época y tratará de olvidar las apariencias. Sí, y sobre todo dejará que su hijo haga lo que desee, que es lo que ella va a hacer. Y mientras camina por la nave principal y sale a la calle que los rayos del sol hacen resplandecer, se percata de que aún podrá alcanzar el autobús de las cuatro, si se apura llegará a Morelia a las ocho, y acaso, con suerte, su pequeño Agustín, no, Rodrigo, Rodrigo llegue a cenar.

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