Edecanes en las Olimpiadas. La cara propagandística de los juegos.

Edecanes en las Olimpiadas. La cara propagandística de los juegos.

Dra. María José Garrido Asperó
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm.  42.

Más de un millar de mujeres y hombres fueron seleccionados en 1968 para mostrar las virtudes de México a las delegaciones y visitantes extranjeros. Su finalidad era contrarrestar las versiones estereotipadas que se tenían sobre el país. Se trataba de dar la mejor carta de presentación, sin espacios para debates sobre el presente, apelando a la estabilidad política y “emocional” y nada de “nacionalismos trasnochados”.

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Los Juegos Olímpicos México 68 fueron uno de los proyectos de Estado de calidad internacional más importantes realizados por México durante la segunda mitad del siglo XX. Entender el evento solo como una competencia deportiva en la que mujeres y hombres jóvenes de distintas nacionalidades disputaron durante dos semanas el reconocimiento de sus habilidades físicas, impide comprender la importancia que su organización y ejecución tuvo para el gobierno.

Los juegos fueron, desde la perspectiva estatal, la ocasión que permitiría ofrecer al mundo una imagen de México como un país rico en tradiciones e historia que había, pese a sus grandes deficiencias y contradicciones, logrado un considerable progreso, materializado en la prosperidad económica y la estabilidad política y social conquistada por los gobiernos surgidos de la Revolución mexicana, en particular por los encabezados por el Partido Revolucionario Institucional al amparo del llamado “milagro mexicano”. Un país que, en el balance de lo hecho y lo que faltaba por hacer, podía y quería mostrarse como moderno, con un futuro promisorio. Además, como suele sucede con cada edición olímpica, los juegos generarían trabajo para sus habitantes, aportarían infraestructura urbana, provocarían una importante derrama económica y serían un gran estímulo para impulsar y mejorar los programas deportivos y de educación física nacionales.

Al ser el Comité Olímpico Internacional (COI) una de las instituciones más conservadoras del mundo tanto por su estructura y composición como por los valores que promueve; el deporte –en especial el de alto rendimiento– una de las actividades que con rigidez promueve la uniformidad de los cuerpos y la disciplina y obediencia de las mentes; el gobierno mexicano de la época autoritario, vertical, antidemocrático, desigual y conservador y, estando el Comité Organizador de los XIX Juegos Olímpicos (COJO) integrado por hombres afines al régimen, el evento fue diseñado también desde esa mirada y ese pequeño y selectivo grupo eligió qué de México se debía exponer, qué historia contar, qué espacios mostrar, qué cualidades del mexicano convenía explotar y qué convenía ocultar o al menos disimular.

Desde esa lógica fueron organizados, costeados y publicitados, intentando en todo momento involucrar a los mexicanos en la fiesta olímpica, haciéndolos sentir responsables del éxito o fracaso, tanto como lo eran las autoridades, los organizadores y los atletas. Así, por ejemplo, se leía en la cintilla publicada en la primera plana del El Heraldo de México a color o en blanco y negro y con un tamaño de letra visiblemente mayor: “Mexicano: el éxito de la Olimpiada depende de ti”. Para el logro de esos objetivos había que orientar a la población para que durante la estancia de deportistas, prensa y turistas extranjeros se comportara como una nación “civilizada”, contribuyera con su buena conducta a transmitir esa imagen y con ello el país saliera, como literalmente se declaró, “bien librado del compromiso adquirido”.

La elevada cantidad de delegaciones atléticas de todos los rincones del orbe que habían informado que asistirían y, sobre todo, la incorporación plena de la televisión por medio de la cual aproximadamente 600 000 000 de telespectadores podrían observar las competencias, provocaron que tanto autoridades como organizadores tuvieran la convicción de que en la celebración de la justa deportiva la reputación del país estaba en riesgo, porque el mundo miraría a México y juzgaría a los mexicanos al evaluar sus capacidades de organización.

Esa sensación fue exacerbada por las críticas internacionales que, desde que se obtuvo la sede en 1963, lanzaron varios medios de comunicación. Esos prejuicios, sustentados en la supuesta superioridad de los países desarrollados, auguraban que los de México serían un rotundo fracaso siendo un país pobre e ignorante que carecía del capital humano capaz de enfrentar con éxito el reto. Se decía que no podría construir a tiempo las instalaciones deportivas requeridas, contar con la infraestructura aeroportuaria, alojar a los miles de atletas, miembros de la prensa y turistas ni ofrecerles servicios dignos de alimentación, transporte, etcétera. Algunos señalaban peyorativamente su composición indígena, describían un país habitado por indios desnutridos cuya especialidad era, usando el lenguaje deportivo y el de la olimpiada cultural que distinguió a los Juegos de México, la “competencia en el arte de sobrevivir”. Otros enfocaron sus ataques a la composición mestiza, a la que atribuyeron que la sociedad mexicana fuera de flojos, de “hombres del mañana” corruptos y violentos, gobernada por presidentes dictadores.

Estas críticas y la convicción de proyectar a México como un país moderno, razón por la cual se abandonaron las imágenes estereotipadas del indio, la Adelita, el sarape, el bigote y el charro en la campaña de publicidad, dieron lugar a que una de las tareas más importantes realizadas por el COJO fuera la promoción nacional. Esta tuvo como guía convencer a la población de la importancia del compromiso y de que el éxito dependía de todos. La campaña publicitaria apeló en todo momento a las que consideró cualidades esenciales de lo que se entendía el ser del mexicano: su alegría y hospitalidad y procuró hacer que esas manifestaciones propias fueran potencializadas. Tuvo como objetivo educar para que con un sentido patriótico cada uno aportara su granito de arena, comportándose a la altura de lo que la nación demandaba de su población. Se les pedía convivencia “civilizada”, mucha hospitalidad y mucha más alegría. Esa tarea pedagógica incluyó la producción de una buena cantidad de audiovisuales, documentales, comerciales de televisión y radio, impresos, inserciones en los diarios y una serie de pláticas impartidas en las escuelas. Quizá lo más representativo fueron los cuatro comerciales de televisión en los que el Patrullero 777 (Cantinflas) conminaba al hippy, a la sirvienta psicodélica, a los espectadores alcoholizados del estadio y al taxista sinvergüenza o abusivo a que, por orgullo nacional, dieran al extranjero una buena impresión moderando sus conductas. Lo mismo se esperaba de la población en general. Aún más de quienes desempeñaran alguna función, por mínima que fuera, en la ejecución de los juegos, como fueron los scouts, los conscriptos o los llamados hospederos olímpicos que recibieron en sus domicilios a los visitantes.

La cara de los juegos

Uno de los engranajes más importantes de esa maquinaria de aleccionamiento cívico y representación del México moderno fue el cuerpo de edecanes que tendría la encomienda de ofrecer servicios de traducción, asesoría de información diversa y guía de turismo a los miembros del COI, a los dirigentes de los comités olímpicos nacionales, a los representantes de las federaciones internacionales, a los jefes de las delegaciones atléticas y culturales, a los atletas, a los visitantes distinguidos y a la prensa, es decir, a la crema y nata de la justa olímpica. El proceso seguido en la convocatoria, selección, adiestramiento y preparación de los edecanes estuvo a cargo de Diana Salvat, responsable de la Dirección de Atención a los Visitantes del COJO. Fue integrado por 1 170 mujeres y hombres jóvenes de entre 20 y 35 años de los 3 000 que atendieron a la convocatoria lanzada a principios de 1968 y que trabajaron contratados de agosto a octubre de ese año. El COJO contó además con una reserva estratégica de 330 personas. En su mayoría eran mujeres. Los criterios de selección fueron que los aspirantes contaran con “buena apariencia personal” pues se trataba de dar la mejor cara de México, de preferencia duchos en dos idiomas, además del español, dado que su función principal sería acompañar a los extranjeros durante su estancia. Se dio prioridad a aquellos que además de manejar otra lengua, hubieran viajado a alguno de los países en que se hablaba ese idioma, por lo que, como es obvio, se esperaba por su capacidad económica, a jóvenes con buena educación y nivel académico. Muchos de ellos fueron hijos de padre o madre extranjero. Debían también acreditar óptimo estado de salud y “solvencia moral” amparada por testimonio de tercero, algo que, como la “buena apariencia”, era y es difícil de definir.

De los 3 000 guapas y galanes que atendieron a la convocatoria se seleccionaron 1 500, tras acreditar moralidad, salud y un examen de idiomas. A ellos se les impartió un intenso curso de capacitación entre los meses de marzo y julio de 1968, que consistió en la asistencia a 22 conferencias en las que se les instruyó en tres grandes temas: historia, organización deportiva nacional e internacional y los juegos olímpicos de México. En el primer rubro se les preparó en historia de México, de la Ciudad de México, del arte, la arquitectura y los juegos olímpicos antiguos y modernos; en el segundo se les informó sobre las instituciones y dependencias que participaban en la organización del deporte y, en el tercero, se les capacitó en los asuntos más importantes relacionados con la organización de los juegos, como las instalaciones y los programas olímpicos –atlético y cultural-, el protocolo, la función que los edecanes debían desempeñar e información general.

Se les llevó a 21 museos, monumentos, edificios civiles y religiosos, plazas públicas, zonas arqueológicas, instalaciones olímpicas, conjuntos habitacionales y docentes y a la muestra de pintura infantil que integró el programa de la olimpiada cultural. Todas las pláticas y visitas fueron impartidas por especialistas en historia, arquitectura y miembros del COJO como Agustín Piña Dreinhofer, Arturo Arnáiz y Freg, Salvador Novo, Antonio Haro Oliva, Josué Sáenz, Oscar Urrutia, Luis Martínez del Campo, Luis Armida, Roberto Casellas, Eduardo Hay y Diana Salvat. El ciclo de conferencias contó, como debía ser, con la plática que impartió el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, presidente del COJO, unos cuantos días antes de que se iniciara el movimiento estudiantil y que versó sobre la trascendencia de los Juegos México 68. La preparación fue completada con tres sesiones de expresión y dicción. Los idiomas que hablaron los edecanes fueron inglés, francés, italiano, alemán, ruso y japonés. Por último, tuvieron un periodo de entrenamiento y simulacro en el que se les mantuvo en contacto con extranjeros y personal de las embajadas.

El discurso

El contenido de las pláticas que conformaron este curso intensivo es útil para entender el sentido que tuvo ese proyecto y hasta las angustias por las que atravesaron los organizadores. Me referiré aquí tan solo a la que impartió Diana Salvat titulada “Edecanes y los Juegos de la XIX Olimpiada”, celebrada el 19 de julio de 1968. En ella explicó a los aspirantes las funciones que habían desempeñado los edecanes en los conflictos militares del pasado siendo quienes, les informó, transmitían información valiosa entre el Estado mayor de los ejércitos y la línea de combate, tras lo cual, haciendo una comparación con los Juegos, les indicó que similar espíritu debía alimentarlos siendo el olimpismo la batalla por la fraternidad y la convivencia entre los pueblos. Batalla por la paz en la que serían los soldados de primera línea del proyecto México 68. Señaló la “misión” que tendrían durante los Juegos a los que describió como “dura prueba para México”, como “momento histórico” en el que, con sentido del deber, estaba empeñado todo el país. Su función, les advirtió, era ofrecer la mejor imagen de México pues estarían en contacto directo con los ojos y los oídos de los visitantes, porque a través suyo estos se formarían un concepto falso o verdadero de lo que eran los mexicanos, ese, dijo, “raro ejemplar” que era el mestizo. Su conducta, el trato que les dieran, la información ofrecida sobre aspectos particulares del país y el modo en el que fuera transmitida serían las mejores cartas de presentación de México en el mundo.

Diana Salvat indicó que debían desempeñarse con dignidad y diligencia, modestia, naturalidad y noble cortesía. Advirtió de los riesgos de su trabajo siendo el más importante el relacionado con las posibles preguntas incómodas que pudieran hacerles. Aunque no lo declaró abiertamente se refería a las situaciones evidentes que se querían ocultar o al menos disminuir como las vinculadas con la pobreza. Aconsejó no hacer público lo que llamó “nacionalismo trasnochado” y estar muy listos para no descubrir debilidades pues no era conveniente revelar por iniciativa propia aspectos complicados de “nuestra problemática”, es decir, no debían tocar temas o abrir frentes a la crítica y lo mejor en ese sentido era limitarse a lo que les fuese cuestionado, actuando bajo la premisa de que “si no se da[ban] cuenta, mejor”.

Para otros señalamientos como los que pudieran referirse a la organización social y política había que responder de forma sencilla, adecuada e inteligente, apelando a la estabilidad política y “emocional” alcanzada y a la confianza depositada en México por el mundo al otorgársele la sede de los juegos, sin meterse en “embrollos”, evitando controversias y polémicas. Eso sí, les invitó a hacer público que México detestaba el racismo y la discriminación. ¿Qué habrá querido decir Diana Salvat con “estabilidad emocional”? Con independencia de lo que entendiera por tal cosa sostuvo que esta era el resultado de la combinación del pasado que a todos enorgullecía, de la solidaridad social que inspiraba el presente y del futuro optimista que flotaba en el ambiente nacional. Combinación que daba lugar a manifestaciones espontáneas y naturales de alegría propias de los mexicanos. Contagiarles esa alegría, les dijo, era una de las metas más importantes que debían guiar su trabajo.

Esos valores tradicionales y nacionalistas y la exaltación de los estereotipos asumidos como favorables de los mexicanos delinearon la preparación de esos jóvenes que, como ya indiqué, concluyó a unos cuantos días de que iniciara en la Ciudad de México el movimiento estudiantil. Esa fue, al menos en parte, la carga de creencias y sentimientos de orgullo nacional que por parte del gobierno y los organizadores estuvieron en juego en el México 68, desde que cinco años antes se ganara la sede. Un evento que fue organizado con la absoluta convicción de que era uno de los acontecimientos más trascendentes en la historia del país.

La ficción –o realidad- del México moderno, alegre, próspero, pacífico y en paz colisionó, por evidentes razones, con la manifestación de oposición al régimen y la apropiación de los espacios públicos que desde julio hicieron visible al mundo, parafraseando a Diana Salvat, esa problemática nacional que tanto se había deseado que no fuera vista.

PARA SABER MÁS

  • Bolado, Carlos, 1968, México, 2008, 102 minutos, https://www.youtube.com/watch?v=r4c-QrqywdQ&t=3494s
  • Ortega, María Josefa y Tania Ragasol, Diseñando México 68: una identidad olímpica, México, Museo de Arte Moderno, Instituto Nacional de Bellas Artes, 2008.
  • Solana, Rafael, Juegos de Invierno, México, Oasis, 1970.

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